A veces, para poder escribir un cuento, la mujer siente la necesidad de entrar a una tienda. Es un proceso rápido, que sucede después de jalar o empujar una puerta cualquiera y detenerse a mirar una variedad de objetos que pueden ir desde una colección de llaves de mecánico a muestrarios aburridos de esmalte para uñas.
En esos momentos, viendo artículos inútiles para su vida, la mujer no piensa en nada, salvo en cuentos que quisiera escribir, pero no encuentra aún el tiempo ni las palabras ¿Cómo podría comenzar el cuento de un hombre que siendo un niño se cayó en un pozo y estuvo con la mitad de su cuerpo bajo el agua, sujeto a una roca, durante horas, hasta que alguien lo escuchó y logró rescatarlo? Solo piensa en eso, viendo licuadoras rebajadas de precio y platos para mascotas.
No piensa en una bandeja de remolachas que hay que hervir, trocear y guardar en frascos de vidrio llenos de vinagre blanco; no piensa que en el segundo piso de su edificio hay un chihuahua que siempre se caga en la esquina del escalón en la que ella pone el pie para subir. Siempre.

No piensa en nada que no sea: ¿Cómo podría comenzar/terminar un cuento? Y ayer la mujer, saliendo del bulevar de San Rafael, para responderse esa pregunta empujó una puerta grande de cristal y bajó unas escaleras de madera con pasamanos color fucsia y encontró, para su sorpresa, una preciosa tumba. Una tumba repleta de muebles y armarios y repisas del siglo pasado.
Todo muy limpio, dispuesto en un orden admirable. Una tumba que cuidaban un par de señoras, sentadas en muebles capitoné, entre lámparas de bacará y platos bávaros.

En la tumba había más de cuarenta camas y más de doscientas sillas y decenas de lámparas y espejos, y la mujer, para pensar en lo que debía, en su cuento, miró su cara en cada uno de los espejos y acarició cada uno de los espaldares. Uno de ellos tenía al tacto la curva de cisne. Otro, absolutamente liso, le recordó la cama de sus padres y lo acarició como si tuviera cinco años y hubiera acabado de despertarse; lo acarició bostezando.
A veces para escribir hay que detenerse. Hay que poner la mano, aunque sea un par de minutos, sobre algo que no nos pertenece. Hay que preguntar el precio de algo que no vamos a comprar, de un pájaro de porcelana china que sirve como porta inciensos, por ejemplo, y luego salir a toda prisa.

El cuento del niño podría comenzar así, con algo que el niño acarició.
Un cubo
Un cubo de aluminio, radiante bajo el sol, lleno de agua tibia. Y el niño jugó con el agua del cubo mucho tiempo, metiendo las manos, escupiéndola, viendo cómo el sol creaba una fantasía de luces en el fondo, debajo de su rostro reflejado, y como mismo cae una hoja en la selva, el niño resbaló y cayó en el pozo. Sin hacer un gran ruido, sin que nadie lo viera, sin saber dónde estaba cayendo.
Plash.
En la tumba había una puerta que ponía NO PASAR y PROHIBIDO FUMAR en hojas blancas fijas con precintas, y detrás de esa puerta se amontonaban balsas, muñecas, relojes detenidos, cotos de caza con conejos y perros desfigurados. Máquinas de escribir, soldaditos.
La mujer recordó cuando fumaba compulsivamente y encendió muchos cigarros, uno detrás del otro, en su imaginación. Uno era un cigarrillo Camel, otro era Moore, otro era un Hollywood de anillo blanco…
Después el niño del cuento crece, se interesa por la informática, la cibernética, crea un programa para procesar datos que vende en una feria de ciencia en Berlín por una suma considerable. Conoce a varias mujeres con las que tiene distintas relaciones y estados del amor, y a veces, cuando se sumerge en una bañera, en una piscina, cuando nada en el mar porque está de vacaciones y es verano, recuerda que hace treinta años, acariciando un cubo de aluminio que brillaba en el patio de la casa de sus padres se cayó en el viejo pozo y lo salvó una roca prominente, que parecía la cabeza de un pez.
Esa roca podía haber estado un metro más arriba, o un metro por debajo del nivel del agua. Y entonces, no teniendo de qué sujetarse durante las tres horas que pasó ahí debajo, entre la oscuridad y el olor metálico del agua, habría muerto. Y el hombre del cuento piensa que su vida, y todas las vidas, dependen de una forma inexplicable de la posición azarosa de una piedra. Y en un momento del cuento, esto, se lo dice a una mujer mucho más joven, a quien conoce por casualidad en el supermercado. Una mujer que llama su atención porque le da una respuesta abrasadora sobre un tipo de aceitunas.
«Todas las vidas dependen, de una forma inexplicable, de la posición azarosa de una piedra». Así cree la mujer que debería comenzar su cuento.
Y las dos señoras que cuidaban la tumba se quedan un tanto molestas, como otros vendedores antes se han quedado, con la cara de disgusto que pone la mujer al conocer el precio de ese porta inciensos en forma de pájaro y subir a toda prisa, casi huyendo, por las escaleras.