Hace días que pienso en la sombra de una escalera, una escalera estrecha por la que solo podría subir una persona. Es tan estrecha y débil la escalera que parece de boticario, solo para subirse, tomar algo muy pequeño y bajar.
Ahora, sentada en un bungaló de la calle primera, con el sol pegado en los hombros como una banda roja de scotch-tape, es que recuerdo dónde leí esa escalera.
Y hace cuánto.
Para que esa escalera se metiera en mi cabeza existieron precedentes.
- Una exposición de artes en Londres.
- Un tipo que se llamaba John.
- Una artista visual asiática.
- Una obra que consistía en una escalera que conducía al techo, para leer la palabra sí, escrita con un tamaño de letra diminuto.
Quien comprara esa obra se llevaría a casa la posibilidad de ascender hasta lo positivo, hasta la calma. Subir, subir un peldaño, otro, para leer que todo puede estar bien. Sí.
Pudiera entenderse como un juego en el que se le demuestra al otro jugador (quien sube) que existe la posibilidad de un final feliz. Si subes bien, claro; si no te caes, claro. Si la escalera te aguanta y está bien afincada. Si quieres subir…
Y el tipo, se llamaba John, que está sofocado por esa belleza de concepto, cuenta que después de subir se sintió aliviado, positivo. «Es un gran alivio cuando te subes por una escalera y miras por una lupa y no dice ‘no’ o ‘vete a la mierda’, (…) dice ‘sí’».
Y el autor termina siendo una artista que se llama Yoko. Y así es como John y Yoko Ono se conocieron (al menos en la versión que conozco). Y la anécdota está escrita de una forma sosa en una de esas biografías de John Lennon que leí hace años. Es por eso que no recordaba más que la escalera. Una escalera para subir y bajar aliviado, distinto.
Cuando la chica trae el café que he pedido, ya la escalera desapareció, es polvo, así que me quedo pensando en el desierto de Nuevo México, en cuatrocientos postes de acero enterrados en un área de ese desierto, y sobre ellos, cayendo en la noche azul, la luz cuarteada de los relámpagos. Imagino esa danza de luces en medio de la nada, creada por Walter de Maria (California, 1935-2013), esa danza de luces legendaria en la que pienso a veces con éxtasis.
¿Se puede ver algo así y seguir siendo la misma persona?
¿Se puede ver algo así y no enamorarse de ese artista?
De un hombre que sacó a bailar al cielo.
Supongo que eso le pasó a John.
Anoto en una agenda que está abierta justo a mi lado: «el bello peligro que encierran ciertas obras de arte…». Lo anoto para cuando escriba algo relacionado con el bello peligro que encierran ciertas obras de artes.
Ese peligro que es mirar algunas pinturas, algunas instalaciones, alguna palabra escrita con letras diminutas al final de una escalera.
En la serie Nadie olvida nada, de Guillermo Kuitca, hay una camita deshecha contra un fondo amarillo quemado. El cuadro mide veinte por treinta centímetros. Es una cama para una sola persona, tiene solo una manta y una almohada.
Siempre que veo esa imagen me quedo un poco débil, para no decir absolutamente débil. En esa camita solo podría acostarse alguien con un dolor muy grande, es todo lo que supongo. Un dolor de amor, un dolor de guerras. Un dolor como un cuchillo recién amolado. Y así me deja esa pintura: atravesada.
Hay artes que son así, peligrosas. Que te tumban y te sofocan, que te enamoran. Que están hechas para tumbar, sofocar y enamorar. Con ese único objetivo. Con el objetivo de meter una palabra en tu cabeza, una escalera en tu cabeza. Una escalera con cada uno de sus peldaños y crujidos. Y dejarla ahí dentro, para que puedas subir y leer: «sí».
Pobre, pobre John.
Dibujo con lápiz en una hoja de la agenda dos largas rayas verticales y juego a unirlas con otras rayitas horizontales.
Pudiera pasarme la tarde dibujando escaleras.