«En menos que se dice, se cuela una culebra en un gallinero».
William Faulkner. Mientras agonizo
Monte Oscuro, Las Jejiras, Manantiales.
Blanquizal, El recreo, La loma de Cué, Bocas, Aura…
Calderón, La olleta, Arroyo seco, Guardarraya, La calera, La resbalosa, Palmarito, Aguas Claras, La Aguada, La Aguada de los Mariños, Mayorquín…
Así se llaman los campos que visitaba en mi niñez junto a mis padres, los campos de la nada cubana.
¿Qué cosa es la nada cubana?
El tramo que se produce cuando acaba un pueblito que se puede llamar Velasco o Delicias, cuando comienza el camino de tierra y el mayal crece cercando el paso, crece como lenguas de fuego vivo, verdes y coloradas, hasta que las espinas se tuestan por tanto resplandor y se vuelven blancuzcas como algodoneros.
Corren entre las espinas torcidas los curieles de mayal, los ratones de campo, y los jubos que son púrpuras y plateados, y uno, desde el camino, solo escucha el pelaje del ratón rozando el mayal tostado, con una rapidez de bala.
Eso es la nada cubana.
Varios kilómetros de mayales y potreros vacíos y esas carretas que traen desde muy lejos, con cebollinos y cangres de yuca, unos señores que se llaman Juan el mudo o Castillo, unos señores con el pelo ya mandarina de ese sol cabrón que trae la una en punto.
Vienen hablando con los bueyes que son pellejudos y nobles, y tienen argollas en los hocicos esclavos.
Les vienen diciendo en voz baja el número que está bueno para ese día:
«El treinta y tres», porque vieron una tiñosa tirarse en picada por las alturas del Huso, «noventa y cinco», porque un perro sato les ladró por La Yaya.
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A mi casa de Velasco venían las amigas de mi madre desde La Aguada y de por allá de por Los güiros, venían cargadas de ristras de ajo y dulces de cirguela y grosella que sabían por debajo del almíbar al humo del fogón.
Venían al pueblo a comprar zapatos de cuero y hebillas con flores para el pelo. Las amigas de mi madre se hacían una sobre cola y usaban faldas estampadas en lirios y estrellas, y llenaban la cocina de risitas y frases, de chismes y volutas de cigarro suave, del olor de aquellos perfumes: Camerata y Coral Negro.
Las amigas de mi madre se llamaban Maritza, Dinorah, Margaret, y a veces tomando café se ponían a hablar de sus padres muertos, de las espaldas de los primeros maridos, de los hermanos que se fueron al Norte, y los ojos pintados siete veces con lápiz negro de la marca Maja se le derretían por los cachetes. Se le volvían ojos de helado.
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Después que pasabas el algarrobo, más allá del Río Mano, y el puente de hierro que era fino y se tambaleaba como si fuera un puente de lata, quedaban otros campos, y un día fuimos a Arroyo Seco, a una fiesta de quince años donde mataron quince puercos que empalaron en quince púas.
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A mitad del camino, doblando la cañada de Guardarraya, un hombre montado en bicicleta miraba las casas en los costados: bohíos, casitas de bóvedas, una casa de placa, y encontró bajo un árbol enorme, la casa que le habían dicho, «la que se está cayendo».
El hombre se desmontó de su bicicleta y tocó la puerta, le abrió una joven que le dijo con mucha pena, pase.
La joven era la nieta de una vieja que salió de la cocina gritando que no vendía nada, que prefería morirse. El hombre, que había venido desde lejos a comprar una cafetera, pidió, por favor, solo verla, antes de volver al camino de tierra y grava.
La vieja como sabía que el hombre era un médico, asintió. Y la nieta, abrió una gavetica, y envuelta en un paño, sacó la cafetera y seis tazas y una bandeja más otros enseres que distribuyó sobre el suelo como quien acomoda torres y caballos de ajedrez, siguiendo un orden de memoria, y el hombre que era mi padre, tartamudeó al despedirse, cuando le dijo a la nieta y a la vieja, que eso que tenían era valioso, muy valioso: ¡Una cafetera de oro, con sus tazas y cucharitas!
Eran los años noventa. Y los jóvenes cubanos iban por los campos comprando cajas de relojes, cucharas y chatarras de oro para venderlas un poco más caras en Santiago de Cuba, para sobrevivir.
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A inicios de los años dos mil, quizá por el 2004, mi madre me llevó a un campo que se llama Calderón y queda a unos diez kilómetros del puente del Río Mano, que separa mi pueblo natal de las sabanas. Íbamos a visitar unos amigos, y fuimos en volanta.
En la casa de aquellos amigos, que eran dos hombres y su madre, en aquel tiempo no existía la luz eléctrica, y ellos, y las otras personas que vivían allí, cocinaban con leños broncos y tomaban el agua de pocitos de pocas varas con brocales de piedra.
Las casas, que eran de tablones y guano, miraban a un cementerio cenizo, que el sol calentaba como un parque.
Las tumbitas y las cruces, las flores de plástico rojas y amarillas, requemadas, los libros de rezos, todo en el centro de ese campo. Y por las ventanas solo se veía aquello: la muerte.
Los amigos de mi madre tenían un perro verdugo. Lo llamaban Jaguar.
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Piro, que era un pescador, buen amigo de mi padre, nos llevó hará unos veinte años a pescar en los lagos de por allá por Monte Oscuro, eran lagos como charcos, tan bajitos que el cielo reflejado daba la impresión de haberse caído, de estar allí, bajo los mangos en flor. Las varitas de pesca eran palos con un hilo bien amarrado en la punta que concluía en un anzuelo, y los lagos eran tan bajitos, les digo, que las tilapias que saben a tierra salada no podían esconderse, porque la que no pescabas tú, se cogía con las manos.
Y era como meter las manos en un espejo para sacar un pez.
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Allá detrás de mí, viene mi hermano Víctor, tendrá unos diecinueve años y yo, unos diez. Víctor es flaco y tiene un pullover de Barrio Fino, de Daddy Yanque, que le queda bien grande. Me viene gritando que me detenga, que lo espere: «Kathy, Kathy…», sus gritos espantan las palomitas de monte que están entre los sembrados.
Estamos solos en medio de un campo que se llama La calera, venimos de ver a sus abuelos. El camino bañado por tanta cal parece un velo y tanta brisa trae el olor de los escusados y las guayabas. Mi hermano grita mi nombre una y otra vez, pero yo no me detengo, sigo caminando hasta llegar a la carretera donde se bañan en un chubasco que está cayendo de pronto unos muchachos flacos y con las rodillas peladas de Loras que llegaron en un tractorcito y muerden cañas recién cortadas y se ríen de nosotros.
Mi hermano ya no grita mi nombre porque tiene sujeta mi mano. Ahora es solo esperar un camión de esos que vienen de Chaparra o Puerto Padre pitando y soltando todo el humo del mundo, para que nos deje en la terminal de Velasco, por dos pesos machos cada uno.
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Si algo bello tiene el campo cubano es La Charada.
Los números y su significado, que la gente juega buscando suerte, aunque dicen los que saben y tienen, que quien juega por necesidad, pierde por obligación. No importa. Si uno fue un niño de campo, sabe que un coyuyo se vira al revés, y cuántos saltos dio el cocuyo, son los hijos que tendrás.
Y también sabe que el uno es caballo, el dos, mariposa, el tres, niño chiquito y el cuatro gato, que el cinco es monja, el veinticinco, casa y el treinta, pinga.
Que el setenta y uno es río, el nueve, elefante y el sesenta, huevo, y que si una gallina te pica bien picao, tienes que jugar el sesenta y cinco, sin pensarlo dos veces, con todo lo que tengas.