Sarah Bejerano me llevó al vacío

    La gran mayoría de los niños apasionados por los atlas

    nunca ha viajado al extranjero durante su infancia, o al menos ese fue mi caso.

    Crecí entre las páginas de un atlas y en mi clase había una chica en cuyo pasaporte

    constaba que había nacido en Helsinki.

    Esto era inconcebible para mí: H-e-l-s-i-n-k-i.

    Judith Schalansky
    Atlas de islas remotas

    Entiendo el vacío como algo implacable, confuso, que no entiendo. Lo morboso y lo confuso juntos. La razón de que aquello sea esto y de que esto sea su consecuencia. Un nudo en la garganta, un hueco en el pensamiento, un enredillo. La pobreza y tristeza insulares cubanas consisten simplemente en el efecto burbuja donde nace y se desarrolla una masa humana privada de lo exterior. Lo exterior como virtud no existe sino en los atlas físicos, políticos, climáticos y de población que observamos, no siempre, durante nuestras enseñanzas primarias, secundarias, universitarias. La geografía del mundo es un objeto de la imaginación, como si se tratara de un atlas de geografía fantástica. Un atlas monstruoso de fantasías que la gente tiene certeza de que no existe.

    Supongo que al ver las fotos de Sarah Bejerano he sentido que vuelvo a sentarme frente a un atlas superior de un mundo insoportable, insuperable. Los paisajes de Sarah Bejerano son insoportables para mí. Me atraen tanto que no puedo soportarlos. Me atraen, me dan deseos de dejarme caer ahí como un animal moribundo en un precipicio de niebla. Supongo que cada uno de sus paisajes foráneos tiene el sabor añejo de aquel efecto burbuja, el efecto de lo extraño, el asombro de lo imposible.

    Foto: Sarah Bejerano

    Son las cinco de la tarde frente al precipicio. Sarah Bejerano mira a otro lado mientras yo busco en mi mochila una grabadora profesional de periodista que no sé cómo la conseguí ni por qué está en mi mochila precisamente hoy. Una grabadora era lo que necesitaba y una grabadora es lo que he sacado al abrir el zíper mediano de mi mochila Fjallraven. Como no tenemos confianza y nunca nos hemos hablado a la cara, carraspeo y toso para que me atienda pero Sarah Bejerano es una de las fotógrafas cubanas contemporáneas más importantes y mi tos no es suficiente para sacarla del letargo. Estamos sentadas en unas sillas que recuerdan una foto de Sarah Bejerano en una isla en un día de un año que no es ahora.

    ¿Cuál es el tiempo presente en cada uno de sus paisajes? ¿Cuál es el transcurrir del tiempo en cada una de sus magníficas piezas sobre lugares, territorios, espacios, arquitecturas, monumentos, fachadas, afueras, interiores? El relato de sus fotos transcurre antes de que Sarah se detenga en ese lugar y retrate eso lleno de no-vida y lleno de no-ruido que podría ser la muerte pero no es la muerte. Es otro tipo de necrología: lo que falta, lo que descansa, lo pasado, lo persuadido. Sarah Bejerano retrata la historia de los lugares como si los desarmara, los expusiera a una intemperie, igual que ellos, vacía.

    Mi grabadora de periodista falla, pone error en la pantalla diminuta donde debería empezar a marcar los segundos y los minutos. Sabía que pasaría eso, de algún modo lo sabía mientras Sarah Bejerano hacía lo mismo que sus fotos: matar el objeto. Recuérdese que nos hallamos a la orilla de un abismo, dos mujeres de 1984, nacidas en una isla más o menos desconocida, más o menos significante, que no se conocen ni se conocerán hasta que pase un tiempo de preguntas y respuestas que ni siquiera serán las preguntas correctas. También sabía que, al fallar mi grabadora de periodista, Sarah Bejerano volvería la vista hacia mí y me miraría con cara de ya puedes preguntarme lo que quieras:

    —Háblame de las islas donde has estado, aunque solo fuera un par de horas. No te olvides de ninguna. ¿Cuántas son?

    —Estamos llenos de matices y contradicciones, he huido de una isla para ir refugiándome en todas aquellas islas que puedo. Busco mi isla allá donde voy, a veces la encuentro, a veces no. Si soy completamente sincera no busco islas, busco el mar. Esa sensación de sentir la tierra en tus espaldas y el infinito en forma de mar en la mirada, es algo que me inunda, me hace feliz. He viajado bastante, menos de lo que me hubiese gustado, y adoro la idea de regresar a sitios visitados. Redescubrir con la mirada habituada, donde la excitación de la primera vez deja paso al completo disfrute desde la tranquilidad, la mirada no salta de un motivo a otro, sino que se detiene, reposa.

    Uno de mis libros preferidos se llama Atlas de islas remotas, escrito por Judith Schalansky. En la portada aparece un subtítulo demasiado atractivo y enceguecedor: Cincuenta islas en las que nunca estuve y a las que nunca iré. En el prefacio, la autora escribe: probablemente me atraían tanto los atlas porque con sus líneas, colores y nombres reemplazaban los lugares reales que no podía visitar; pero seguí sintiendo esta atracción incluso cuando todo empezaba a cambiar: las fronteras físicas y emocionales de mi país natal desaparecieron de los mapas y podíamos viajar libremente por el mundo

    Es la misma virtud de la que hablaba antes, la virtud de lo exterior. Una libertad y un conocimiento de los cuales queda privado cualquier ser humano nacido en Cuba. Cada vez que saco ese libro del librero pienso los paisajes que uno abandona, los paisajes que uno mira sin prestar atención, indiferente a la isla que pudiera contenerlos. Cada vez que saco el atlas pienso en las fotos de Sarah Bejerano.

    Foto: Sarah Bejerano

    —Además de la retórica sobre la isla, ¿hay algo más que te identifique con Virgilio Piñera, el autor de La carne de René y de Presiones y diamantes?

    —Cuando tenía unos diez años mis padres me llevaron a ver la obra de teatro María Antonieta o La maldita circunstancia del agua por todas partes, puesta en escena de Carlos Díaz (Teatro El Público) y la frase la maldita circunstancia del agua por todas partes se quedó tatuada en mi cabeza. Durante mucho tiempo estuve repitiéndola sin cesar, e intentaba con ella encontrar el sentido de la realidad que me rodeaba. De pequeña no entendía por qué decía maldita, pero luego me di cuenta que no era una situación geográfica, sino un estado mental. Cuando te hacen creer que los barrotes que te encierran son inamovibles, comienzas a buscar los culpables fuera, quién que no está aquí conmigo, sufriendo o viviendo lo mismo que yo, es el culpable de mi situación, cuando la respuesta siempre está en uno mismo. Moverse dentro de los muros de contención (como me gusta llamarlos) es nuestra responsabilidad. Romper los límites de la isla, sentir que el mundo no acaba allá donde culmina el horizonte, es necesario. Doy gracias a Virgilio Piñera, José Lezama Lima, Alejo Carpentier, Dulce María Loynaz, Ernesto Lecuona, María Teresa Vera, Tomás Gutiérrez Alea, Sara Gómez, Carlos Lechuga, Antonio José Ponte y tantos otrxs artistas que han logrado llevarnos más allá de los límites impuestos y autoimpuestos. Por supuesto, creo que me nutro de la retórica de los olvidados, de los ocultados y de los censurados, de los que, con una cuchara, una pluma o una cámara fotográfica, intentan abrir un agujero en el muro.

    Está nublado y hay frialdad, como en Miami y La Habana, pero nada indica que el precipicio a donde nos hemos arrimado pertenezca a ninguna de las dos ciudades. De hecho, nosotras tampoco (mujeres de 1984) pertenecemos a aquí:

    —¿La necesidad del autorretrato tiene que ver, acaso, con una ausencia de espacio propio?

    —Espacio propio… ¿Qué es el espacio propio? ¿Acaso existe un espacio solamente nuestro? ¿En qué medida nuestro espacio no es solo el límite del espacio del otro? ¿No somos aquel espacio que queda de la resta de todos los espacios que nos rodean, lo vamos acomodando o nos vamos acomodando al espacio que nos dejan e intentamos hacer nuestro? Mi cuerpo no es mío, es algo cómodo que tengo a mano, con el cual juego, y me divierte, pero mi cuerpo está compuesto por todas las miradas, incluso la mía que no está limpia de prejuicios, críticas y halagos. Trabajo con mi cuerpo fotografiándolo porque me siento cómoda, sé lo que quiero pero soy incapaz de llevarlo a palabras y comunicarlo a otra persona. De hecho, hago fotografía porque no sé comunicarme de otra forma, es mi manera de luchar contra la incomunicación que me persigue desde niña. Cuando todos pensaban que era tímida, no estaban equivocados, pero si hubiese tenido la manera de invitarlos a todos a mi mundo, si hubiese dominado el lenguaje no me hubiese sentido tan sola quizás. El arte, o lo que sea que hacemos es la única manera que tenemos de llegar al otro; mi cuerpo no es mi cuerpo, se convierte en metáforas de lo que siento yo, de lo que sientes tú, es el hilo invisible que nos conecta.

    Los autorretratos de Sarah Bejerano (pedí para que me enviara alguno para ilustrar mi idea sobre el cuerpo pero no me lo envió) pertenecen al mismo relato del territorio a donde pertenecen las vísceras de cemento, las esquirlas de ladrillo, el óxido de los esqueletos de antiguas construcciones. Su cuerpo y el edificio Girón, uno de los monstruos que la obsesionan (todo es monstruoso en su obra, hasta los cables delgados de un tendido eléctrico invisible), caben en el mismo saco fotográfico. Su cuerpo y el cuerpo de su padre y el edificio Girón: tres caballos de Troya. Su paz es el vacío:

    —Si el autorretrato se entiende como paisaje, ¿cuál sería el horizonte de la foto? A mí me da la impresión de que ya se ha perdido el horizonte.

    —(ninguna respuesta)

    De pronto, la grabadora de periodista que no funciona pero que no he dejado de apretar entre las manos, como si me diera cierta seguridad para seguir preguntando cosas con más o menos torpeza, cae al precipicio por culpa de la mismísima Sarah, que me la ha sacudido al darse cuenta de que nuestra conversación podría quedar grabada, podría ser inmortal, sin serlo:

    —¿La auto aniquilación del objeto es la misma aniquilación de Pizarnik? ¿Qué tiene que ver Pizarnik?

    —Llevo algunos años siendo muy consciente de la necesidad de consumir literatura, arte, música y fotografía hecha por mujeres. Hago un esfuerzo porque realmente me he formado artísticamente con un imaginario creado por hombres, ya sea porque es la norma o porque yo misma me he inclinado hacia eso.

    Pero Alejandra Pizarnik llega a mi vida de la mano de una de mis mejores amigas, en una época donde la autodestrucción era un entretenimiento para ambas y con Pizarnik encontrábamos el trasfondo intelectual de todo lo que estábamos sintiendo. Fue una pieza clave para vernos desde fuera y sentir que lo que estábamos experimentando no era raro, ni tenía por qué estigmatizarse.

    Creo que la autodestrucción es un vicio delicioso porque no puedes parar, siempre puedes estar peor de lo que estás, pero también es una decisión cómoda y fácil. Tuve la suerte de tener amigas fuertes que me sostuvieron en momentos de flaqueza. Solo pienso, cuando pienso en Pizarnik, que me hubiese gustado sostener su mano, y no decirle que todo irá bien porque eso es mentira, sino decirle: te entiendo, entiendo tu dolor, sé de dónde viene; y darle un abrazo fuerte. Le doy las gracias siempre por compartir su dolor con nosotrxs.

    No solo me impresiona el precipicio sino la persona sentada frente a mí que ha accedido a responder la mayoría de mis preguntas. Una accesibilidad pausada, directa, no cálida ni fría sino transparente. El vacío que imagino es transparente: tubo de ensayo, aparato digestivo vaciado de residuos, amor ciego, falta de luna:

    Foto: Sarah Bejerano

    —Te confieso que estoy enamorada y que al ver tu foto donde aparecen dos sillas, inmediatamente pensé en mí y en esa otra persona, sentada a mi lado. ¿Los objetos que retratas te han pertenecido siquiera un instante?

    —¿Sabes que no es la primera vez que me dicen algo parecido de esa foto? La tomé en Malta, una de las primeras veces que fui. Cuando se está poniendo el sol, los ancianos salen y se sientan en los portales al pie de la calle, o miran el mar hasta que cae la noche, junto a sus nietos. Es algo muy habitual en el verano, a veces remojan los pies en el mar cuando sube un poco la marea y se quedan en silencio mirando al horizonte. Es en estas sillas, así desvencijadas, donde esto ocurre. Es eso lo que sientes cuando las ves, imagino. Cuando decidimos sentarnos junto al otro, compartir horizontes juntos sin palabra alguna, solo algún gesto de complicidad, un pequeño roce en el codo, una caricia tímida en el pelo, o solo mirar de reojo a la otra persona, sintiéndola nuestra; eso es para mí la felicidad. Si el mar moja mis pies, ya es el Paraíso.

    Esta pregunta específica tuve que repetirla tres veces, porque Sarah Bejerano se quedó pensativa, pensando en una foto; estoy segura. Sus ojos atravesaban el silencio después de la pregunta y detrás de mí el vacío debió interrogarla de mejor manera. Empecé a sufrir por dentro al ver que pasaban 15 minutos y Sarah Bejerano no respondía. Mi opinión sobre su obra tiene que ver con el afianzamiento, con la seguridad de una estética cuajada, una estética de grand building:

    Foto: Sarah Bejerano

    —¿Hay algo que no retratarías jamás?

    —No podría fotografiar nada con lo que no empatice. Cuando escuché por primera vez la pregunta pensaba responderte que no haría fotos nunca del sufrimiento ajeno, pero no es cierto. Mis fotografías están relacionadas con el sufrimiento, con las despedidas, la nostalgia, el dolor físico y espiritual, por lo tanto, me siento libre de fotografiar el sufrimiento. Aunque creo que es importante no hacer una postal del sufrimiento, creo que aquello que no se pueda fotografiar desde el más profundo respeto no se debería fotografiar. Hay un fotógrafo por el que siento una profunda admiración: Joel Peter Witkins. Él se ha dedicado durante muchos años a recrear escenas con cuerpos o trozos de cuerpos rescatados de la morgue. Para cualquier persona este fotógrafo es morboso, irrespetuoso, etc., pero para mí su obra es una manera de encontrar la belleza y la infinitud en lo que para nosotros, a nivel general, es la muerte del cuerpo. Él va más allá y otorga a estos cuerpos un status de obra de arte donde estamos reflejados todos en tanto a seres finitos, obsesionados con la búsqueda constante de lo bello y perecedero.

    Los fotógrafos que a mí me gustan son para mí dioses. Preferiría ver el mundo a través de sus imágenes.  Nunca los entenderé del todo, por eso son dioses. La lista de mis dioses incluye a Sarah Bejerano, por supuesto. Los dioses no están para ser entendidos:

    —¿Qué fotógrafos de obligada referencia no son referentes para ti?

    —La mayoría, la verdad. Me interesan mucho más los fotógrafos contemporáneos conmigo, y no digo solo por la edad, sino por la manera de mirar a través del objetivo. Cartier Bresson y compañía me aburren sobremanera; casi toda la fotografía callejera me aburre, contadas excepciones me pueden resultar interesantes. Es algo raro lo que me pasa; necesito que la fotografía me transmita paz, no quiero sentir el movimiento de la cámara, ni la adrenalina del fotógrafo; es algo que me repele.

    Últimamente me he dedicado y casi forzado a buscar a mujeres fotógrafas, alejándome un poco del discurso heteropatriarcal del cual todos hemos sido partícipes. Me ha llevado a descubrir a Cristina García Rodero, Graciela Iturbide, Sally Mann, Helen Levitt y a muchas otras fotógrafas contemporáneas que están planteando una nueva manera de mirar y de posicionarse ante el arte, convirtiéndose en agentes activos que trabajan para cambiar la perspectiva desde la cual se narra lo que acontece.

    Casi al final del prefacio de su Atlas de islas remotas, Judith Schalansky escribe: Los cartógrafos deberían reivindicar su oficio como un verdadero arte poético y los atlas como un género literario de belleza máxima; en definitiva, su arte es digno merecedor de la primera denominación que recibieron los mapas: Theatrum orbis terrarum [Teatro del mundo]. Si hubiera un atlas del mundo en la fotografía cubana, sería la obra de Sarah Bejerano. Si hubiera un atlas de la poesía en la fotografía cubana, sería la obra de Sarah Bejerano:

    —¿Hay música en tus fotos?

    —Hay música en mi cabeza, todo el tiempo. No puedo vivir sin música. Normalmente organizo mi vida por canciones, y mis fotos son lo mismo. Todas las series que hago tienen bandas sonoras, que muchas veces se conforman a la hora de realizarlas y otras viene cuando las visualizo posteriormente. No podría enmarcarlas en un género musical u otro, porque mis listas de reproducciones van desde Irakere hasta Rammstein, desde Vivaldi hasta Elvis Manuel.

    —¿Crees en Dios?

    —No, ¡por Dios!

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