Trump, la tentación del mal 

    Evita les dio el voto a las mujeres, hospitales a los descamisados, poder a los sindicatos; Castro les entregó las casas a los inquilinos; Chávez regaló lavadoras y televisores. Trump puso su firma en un cheque que los beneficiarios habrían recibido de cualquier modo. Pero eso bastó, porque lo que ofreció a sus más fanáticos adeptos fue algo que necesitaban más que cualquier cosa material. A los que se sentían feos, les dijo que eran lindos; a los que se consideraban afeados —criticados, relegados, marginados— los reivindicó, colocándolos vicariamente en la Casa Blanca. ¿Quién representa mejor el American dream, las estrellas de Hollywood, que la mayoría nacieron en la pobreza o la clase media, o Trump, quien, aunque se venda como un self-made man, es un millonario de cuna, un heredero, un privilegiado? El odio de los fanáticos de MAGA por las «élites» de Hollywood y su amor por Trump es revelador. Otra evidencia, al cabo, en esa tremenda lección política que ha sido el trumpismo. 

    Quienes creímos que, tras incumplir las fantásticas promesas electorales de la campaña de 2016, el presidente perdería apoyo, lo cual motivaría un corrimiento de los demócratas hacia las posiciones de Bernie Sanders, vimos cómo ocurrió justo lo contrario. Aunque perdió las generales de 2020, Trump mantuvo su base de votantes y, gracias al sistema de primarias, se hizo con el control del partido, humillando a todos sus antiguos adversarios del establishment republicano. Los demócratas, por su parte, tuvieron que moverse al centro para ganar. A pesar de los considerables logros legislativos de Biden y de la relativa bonanza económica durante su administración, la persistencia de la popularidad de Trump ha pesado como una espada de Damocles sobre las opciones del Partido Demócrata en estos últimos años. ¿Cómo competir con quien no sigue las reglas del juego?  

    Trump ofreció otra cosa no tan simbólica: transgresión. El asalto al Capitolio no fue sino la forma más gráfica, extrema, de un atentado a las normas que tuvo en los sucesos que condujeron al primer impeachment («I made a perfect call») su ejemplo más flagrante, pero en modo alguno el único; el robo de documentos clasificados sería una postdata, otra evidencia de ese asalto al sistema desde dentro que fue la pauta de su administración. El gobierno de Trump, y sobre todo su sobrevivencia al segundo impeachment, fue, de nuevo, para la mayoría que no le votó, una inopinada educación política; al revelar la fragilidad de la democracia norteamericana, forzó a la gente a ocuparse de minucias que antes no interesaban, en tanto parecían aseguradas: la función de los oficiales de elecciones a nivel de estado, leyes como el Insurrection Act de 1807, que el presidente amenazó con invocar el verano de 2020, o enmiendas poco conocidas de la Constitución como la vigésimoquinta, que algunos representantes del Partido Republicano consideraron tras la insurrección del 6 de enero de 2021… 

    Fue, el de Trump, un gobierno vanguardista, cuya ruptura pública con las convenciones y el decoro satisfacía a aquellos que, enajenados del sistema, buscaban darle el «middle finger», rebajar unas instituciones que para ellos carecían de funcionalidad o valor. Frente a la gravitas de Barack Obama, su muceta de doctor, la altura de una elocuencia que había impresionado incluso a sus adversarios, Trump trajo a la política lo lowbrow, haciendo de la chabacanería un estilo, de los nombretes un arte. Así como con la literatura vanguardista se levantó la veda al vernáculo y se rompió la corrección gramatical, con el nuevo presidente la lengua se purgó de florituras, el vocabulario se redujo al léxico de un escolar sencillo, y hasta hubo espacio para un neologismo: «Covfefe», el typo más célebre de la historia, adquirió categoría poética. ¿Qué mejor evidencia, por cierto, de esa relativa exterioridad, o ambivalencia, de Trump respecto de su oficina que esos más de 25 mil tweets, con su abundancia de mayúsculas y horarios inusitados, donde, en contrapunto con la propia administración, la campaña continuaba incansablemente?

    Fue, al mismo tiempo, un gobierno profundamente camp, que no careció de estampas graciosas: Trump cerrándole el paso a la reina de Inglaterra en un acto oficial; Trump dándole un empujón al presidente de Montenegro para salir en primera plana de la foto de mandatarios de la OTAN; Trump tirando rollos de papel higiénico a los damnificados por un huracán en Puerto Rico; Trump mostrando un mapa de Florida adulterado con un marcador; Trump clausurando con música operática la Convención Republicana de 2020, celebrada en la Casa Blanca, en flagrante violación del Hatch Act de 1939… Esto último, por cierto, revela ese inextricable vínculo entre lo camp y lo vanguardista, característico de un gobierno distintivamente escandaloso, que nos colocó, de cierta forma, en la posición arquetípica del burgués, perpetuamente «epatado» por la transgresión de las normas y la ruptura de la tradición; cómo el mal gusto y el atentado al orden constitucional confluyeron en lo que constituyó, sobre todo, una suerte de extrañamiento, en tanto mostró los procedimientos rutinarios de la política y sus fundamentos mismos desde una nueva luz; la luz de lo impensable: el final de la división de poderes, un cambio de régimen en los Estados Unidos.

    Ahora, ante lo que podría ser su derrota final, poco de nuevo ofrece la campaña electoral de Donald Trump. Por un lado, la operación comercial continúa: postalitas digitales (collecttrumpcards.com) para los coleccionistas, donde, en imágenes de un kitsch que recuerda la pintura soviética de la época estalinista, Trump aparece como superhéroe, como «crypto president», y como «the greatest of all time»; una Biblia MAGA, la «God Bless the USA» Bible, que contiene el «pledge», el Bill of Rights, y hasta el texto de la Constitución; pedazos del traje que usó durante su arresto en Georgia; pedazos del traje que usó durante su último debate con Biden; unos tenis dorados, con su versión platino para los que quieran pagar más y hasta una exclusiva, que consta de 25 pares autografiados; relojes

    Por el otro, la reivindicación de los insurrectos del 6 de enero como «patriotas» injustamente reprimidos no deja dudas sobre las intenciones de Trump. Llamar a esa gente «prisioneros políticos» es como llamarles así a los independentistas catalanes que declararon unilateralmente la independencia: salirse del orden constitucional. Y esta salida, la aspiración última del movimiento MAGA, es proyectada, una vez más, sobre el gobierno de Biden, de forma que condenas dictadas por tribunales independientes siguiendo todas las garantías constitucionales son transformadas, dolosamente, en operación partidista, «weaponisation of justice». Distorsionado así el estado de derecho en «régimen» autoritario, el discurso trumpista legitima, de nuevo, la violencia revolucionaria. Porque, como reza el slogan de los Three Percenters, una de las milicias que participaron en el asalto al Capitolio, «When tyranny becomes law, rebellion becomes duty».

    La inclusión en el ticket de J.D. Vance no hizo sino profundizar esta radicalización del movimiento MAGA, reforzando la idea cardinal sobre la decadencia de Estados Unidos, atribuida a la crisis de la familia tradicional, la intervención militar en conflictos globales, el impacto destructivo de la inmigración y la pérdida de la fe cristiana. Vance es, significativamente, un converso al catolicismo —un catolicismo «integralista», que prioriza la comunidad sobre los derechos individuales y el libre mercado—; pero, más significativamente aún, es un converso al trumpismo: no solo llamó a Trump «heroína cultural» en 2016, sino que, en textos de 2020 recientemente divulgados, reconoció que durante su Presidencia este hizo muy poco por mejorar las condiciones de vida de los blancos de clase trabajadora que constituyen el núcleo de sus votantes. 

    La noción de que los muchos logros del expresidente lo hicieron cambiar su opinión, que antes habría estado condicionada por las mentiras de la prensa sobre él, es risible. Ni Trump trajo de vuelta en escala significativa la manufactura, ni construyó las carreteras, puentes y aeropuertos que prometió, ni implementó un plan sanitario mejor que el Affordable Care Act. Se trata aquí de un caso flagrante de oportunismo, pero, y esto es en mi opinión lo más significativo, no es a pesar de haber sido un «never-Trumper» que el senador de Ohio fue escogido sino justamente por eso: él mismo carente de convicciones, Trump prefiere el cinismo de los falsos conversos. Tierra fértil para arribistas, charlatanes y estafadores de todo tipo, el trumpismo entroniza el oportunismo, la irresponsabilidad y la inconsistencia; apenas anclado en el más absoluto presente, en la ligereza del instante puro, conforma un ámbito desmemoriado y contradictorio donde la palabra carece de consecuencia y la lógica de las transacciones comerciales puede siempre traducirse como conversión religiosa: si mañana Hilary Clinton hiciera retractación pública y «endorsara» a Trump, sería acogida como una iluminada entre las filas de MAGA. 

    El «180» de Vance es ejemplar, también, en tanto ilustra el paso del conservadurismo tradicional a ese nuevo conservadurismo, más radical, que ha encontrado en Trump su vehículo con mayor recorrido. Hillbily ElegyA Memoir of a Culture and a Family in Crisis (2016), libro celebrado en su momento por la prensa norteamericana como una ventana a la mentalidad de buena parte de los votantes de MAGA (lo que despectivamente se conoce como white trash), reproduce la idea de que los pobres son pobres porque son vagos y porque se han acostumbrado a vivir del welfare. De ahí Vance ha pasado, tras su reciente conversión al trumpismo, a la noción del «American carnage» que denunciara el expresidente en su discurso inaugural: los pobres, sobre todo si son blancos, son pobres porque otros —los inmigrantes que les roban sus trabajos, las élites globalistas que propician ese robo— los han relegado a la miseria. 

    Con Vance, el trumpismo ha vuelto a sus orígenes, al populismo de comic que funcionó en 2016 pero no en 2018, 2020 y 2022. La idea de la «invasión» migratoria produjo su variante más caricaturesca en la «story» de los haitianos comiendo gatos y perros en una pequeña ciudad de Ohio. Grotesco, pero en modo alguno nuevo: recordemos aquellas alarmas por la supuesta y nunca documentada presencia de litter boxes en los baños de ciertas escuelas hace par de años. El epicentro de la narrativa trumpista son esas leyendas urbanas que de anónimos posts en redes sociales pasan a los canales de propaganda de MAGA, los programas de radio y los podcasts. Que Trump haya traído este bulo, más propio de un rally, al debate electoral frente a la nación es significativo: el trumpismo no es una estilización o una exageración de la realidad sino un cambio de dimensión; frente a la complejidad del mundo ofrece una fantasía alternativa, el mundo apocalíptico y elemental de los comics.  

    Ahora bien, dado lo pintoresco de la alegación y la gravedad de sus consecuencias, es fácil perder de vista lo más peligroso del planteamiento de Vance: no ya la ficción sobre unos bárbaros a un paso del canibalismo sino la insistencia en que estos son inmigrantes ilegales. Es un hecho que los haitianos, como los cubanos, son una categoría protegida, algo establecido por una legalidad que es muy anterior a la administración Biden-Harris. Los republicanos tienen derecho a intentar cambiar ese estatus de los refugiados haitianos, pero para ello deben presentar como parte de su campaña una propuesta que, convertida en proyecto de ley y eventualmente firmada por Trump en su segundo mandato, retiraría la actual protección concedida a ellos. Tacharlos de ilegales es desconocer y, por tanto, retar la legalidad; un presagio de ese proyecto de régimen —Project 2025— que, potenciando el Ejecutivo sobre las otras ramas del gobierno, superaría la división de poderes y el orden constitucional. 

    Ante esta evidencia, no hay espacio para el debate, porque es justo la Constitución, el orden de las leyes, lo que hace posible el debate, excluyendo la violencia. En este punto, Kamala Harris no es Kamala Harris —una candidata obviamente inferior a Barack Obama y Hilary Clinton—, es Francisco Narciso de Laprida. La excepcional coyuntura hace que el valor, el sentido, esté dado, más que nunca, en la oposición binaria. Harris —negra o blanca, hombre o mujer, más o menos preparada— no es Trump, es decir, no es la montonera, esa mezcla de matonismo, vulgaridad y espectáculo que aquel encarna. Votar por Harris es votar por la tradición norteamericana, por la República; votar por Trump es votar por el destino sudamericano, por los yagunzos, por Tirano Banderas. 

    El sesgo nacionalista de la campaña de Harris, los cánticos de «USA» y la omnipresencia de la bandera de las barras y las estrellas en la Convención Demócrata, la reciente aparición de la candidata junto a Liz Cheney en un rally; todo eso es, desde luego, una estrategia para apelar a votantes independientes y republicanos moderados, ocupando ese espacio de nacionalismo, digamos sano, que el Partido Republicano ha abandonado para abrazar el chovinismo del movimiento MAGA. Si este, con su tendencia fascistoide a la estetización de la política, convierte las enseñas patrias en una suerte de disfraz, esa parafernalia de cosplayers que pudimos ver en el asalto al Capitolio y en los rallies de Trump, el talking point de Kamala Harris sobre su amor por los Estados Unidos y su fe en las posibilidades del país, está plenamente alineado con la cursilería de la política más tradicional. Se trata, además, de un claro esfuerzo por competir con el trumpismo en un terreno, el de los sentimientos ¡I love you, my beautiful Christians!» ), que Hilary Clinton descuidó, presentándose como, por un lado, demasiado intelectual, y por el otro demasiado práctica, centrada en la «policy». Pero hay aquí, más allá de la evidente táctica electoral, y de la mayor o menor torpeza con que se la ejecute, una verdad: solo el Partido Demócrata defiende en la actual encrucijada la unidad de la nación. Harris es la Unión; Trump es la Confederación.

    Quien, alegando estar a favor de la democracia y la Constitución, pretenda racionalizar un voto por Trump asume necesariamente el papel del sofista, ejercicio intelectualmente estimulante, quizás, pero a menudo espectacularmente fallido. Hay, me parece, dos formas fundamentales de esta sofística: la que me gustaría llamar la falacia de Megyn Kelly y la falacia de Nikki Haley. La primera enfatiza las «guerras culturales» que durante años ha manufacturado Fox News: en un debate con Bill Maher, Kelly dijo que para ella el que una persona transexual pueda entrar a un locker room, potencialmente exponiendo a su hija a la visión de unos genitales masculinos, es más grave que el asalto al Capitolio y las fraudulentas tentativas de Trump para permanecer en el poder. Explicarle a Kelly que las leyes sobre el acceso de transexuales a baños escolares y públicos han sido aprobadas por las legislaturas, no por decretos de Biden, es fútil: ella lo sabe. Haley, por su parte, evita estas cuestiones culturales e identitarias para centrase en la economía y en política internacional: según ella, es un escándalo que su hijo, recién graduado de college, no pueda comprarse una casa. Recordarle a Haley que desde hace décadas ha sido imposible para un recién graduado de college comprarse una casa, o que el crash económico que Trump predijo si Biden ganaba las elecciones nunca se produjo, es fútil: ella lo sabe. El trumpismo es mal gusto pero es, sobre todo, mala fe. 

    Incluso aceptando que la economía estuvo mejor durante el gobierno de Trump —y esto requeriría olvidar su pésima gestión de la pandemia, época que sus apologistas pasan por alto, y el hecho de que Trump  «heredó» una economía en alza, y de que la inflación bajo Biden ha sido, aunque considerable, menor que en otros países desarrollados—, incluso aceptando esto, digo, esa mínima diferencia, ¿sería suficiente para votar por alguien que se niega a aceptar los resultados electorales si no es el ganador, alguien que según la propia Haley «no está cualificado para ser presidente»? Otro de los practicantes de esta falacia, Chris Sununu, cae en la contradicción de decir que vota por Trump porque está a favor de los «free markets», cuando Trump está proponiendo un sistema de tariffs que es, de hecho, una regulación del mercado, una forma de proteccionismo. 

    El recurso último de Sununu, cuando se lo confronta con la inconsecuencia entre su crítica de Trump y su pública intención de voto, es una reafirmación del tribalismo, de la identidad: decir que «la mitad del país» apoya a Trump. ¿Y qué? Se le está pidiendo a él que justifique su culipandeo, y su respuesta, incapaz de hacerlo en principio, no hace más que disolver la responsabilidad individual en la masa, esos millones de votantes de Trump, o en la lealtad a un partido: «soy un republicano y él es el candidato republicano». Un gobernador se supone que sea un líder, no un «follower»: es justamente esa abdicación del liderazgo uno de los factores que facilitaron el ascenso de Trump, y este lo ha cultivado sistemáticamente mediante la intimidación. Esa es la práctica del populismo: el vínculo entre el líder carismático y sus más acérrimos partidarios consigue obliterar la voz de los representantes parlamentarios y otros políticos electos, que se ven forzados a apoyar públicamente a Trump para asegurarse un posible futuro en el partido. Pero, ¿alguien se cree que Haley o Sununu realmente vayan a votar por Trump? Si Trump es un bully, es a ellos a quienes les está quitando la merienda.

    Decir ahora que el mundo era más seguro con Trump es aún más cínico por parte de Nikki Haley: en la cuestión fundamental de la guerra en Ucrania está claro dónde están las simpatías del movimiento MAGA. ¿No dijo JD Vance que no le importaba lo que pasara con Ucrania? «Yo no estuve en el cuerpo de Marines para ir ahora a combatir contra Vladimir Putin porque él no cree en los derechos de los transgénero, que es lo que el Departamento de Estado ve como un gran problema».[i] Así como De Sanctis redujo en su momento la invasión de Ucrania a una «disputa territorial», Vance pretende reducir el conflicto a una oposición entre defensores de los derechos trans y opositores a los mismos, como si no fuera la democracia misma, la Alianza Atlántica que la ha sostenido desde la segunda posguerra, lo que está en juego ahí. 

    Tucker Carlson, por su parte, hizo un ridículo video propagandístico en un supermercado de Moscú antes de una entrevista donde Putin lo humilló, para dejarlo unos días después aún más en evidencia con el asesinato de Alexei Navalny en un campo de trabajo forzado. Es eso —Putin, Orban, la represión de los opositores políticos— lo que ofrece MAGA a cambio de una supuesta, o francamente inventada, prosperidad —dos semanas de comestibles por poco más de cien dólares: «Ver lo que cuestan las cosas aquí y cómo vive la gente va a radicalizar [a los espectadores]», dijo Carlson, queriendo decir que los haría simpatizar con Putin, cuando de hecho lo que eso evidencia es la superioridad del dólar y de la economía norteamericana, porque el pan solo es barato en Rusia si se cuenta con un salario de acá. Además, el fellow traveler de Putin contrastó la limpieza y el orden de Moscú con la suciedad y caos de las grandes ciudades norteamericanas, que habrían degenerado en comparación con lo que eran cuando Carlson era joven. Pero, ¿quién puede creer que Nueva York es más sucia hoy de lo que era en los setenta? 

    Esa decadencia de los Estados Unidos de la que hablan los nuevos reaccionarios es un mito, como lo era la decadencia de Francia que denunciaba Maurras en los tiempos de Action Française, o la decadencia de Alemania de la que hablaba Jünger durante la República de Weimar. Estados Unidos no es ya, desde luego, aquel gigante de la Gilded Age que describió Martí, el tremendo «profesor de Energía», aunque también el «futuro invasor» frente al cual Darío reivindicaba la rica herencia cultural de Latinoamérica, pero la pujanza de la economía norteamericana es innegable, a pesar de la inflación. El trumpismo, entonces, debe correrse a los extremos de lo simbólico, adoptando más y más la perspectiva identitaria, paranoica, religiosa, de aquel Darío de «A Roosevelt» que, ante la intervención yanqui en Cuba y en Panamá, cifraba la resistencia latinoamericana en el terreno espiritual («Sólo os falta una cosa: ¡Dios!»). Así como este se preguntaba, hiperbólico, si millones de hombres hablarían inglés, Stephen Miller, consejero áulico de Trump, nos pinta un Midwest a un paso de convertirse en Mogadiscio. Frente al populismo de un Bernie Sanders —populismo de izquierda, basado en aquello que es universal: todo el mundo necesita atención médica, todo el mundo necesita medicinas, todo el mundo necesita comer, todo el mundo necesita vivienda—, el populismo trumpista enfatiza lo particular —la raza, la religión, la nación—, acercándose al fascismo.

    Este énfasis en la identidad nacional, por cierto, nos remite a los paralelos con el castrismo, que salieron a debate hace algunos meses con aquella valla de Miami que asimilaba a Trump con Castro, y en varios mítines donde, ante una fervorosa audiencia de exiliados anticastristas, Trump ha denunciado por enésima vez la amenaza comunista que representaría el Partido Demócrata. La defensa de la identidad nacional, que fue, por cierto, el centro de la campaña de Vivek Ramaswamy —un esfuerzo, similar al de Vance, por intelectualizar o estilizar el trumpismo, por parte de otro de los candidatos a hacerse con el liderazgo del movimiento «America First» una vez que Trump salga de escena—, es propia de la tradición reaccionaria, antiliberal, que se conjugó de alguna manera con el anticolonialismo en los años sesenta y fue reciclada por el castrismo cuando la doctrina marxista-leninista perdió legitimidad al desaparecer la Unión Soviética.

    Y así como la historia intelectual del castrismo aúna elementos de izquierda con elementos de derecha, el trumpismo contiene elementos revolucionarios. Se trata de una revolución conservadora, o restauradora, donde el regreso a un idealizado momento de esplendor nacional pasa por una ruptura, necesariamente violenta, forzada, acelerada, con el «sistema». Ver, por ejemplo, la referencia de Blake Masters, fallido candidato al Senado, al Unabomber. O el librito de Jacob Chansley, el «shaman de QAnon» popularizado en las fotos del asalto al Capitolio (One Mind at a Time: A Deep State of Illusion, 2020), cuya crítica del «deep State» procede en gran medida de la New Left. La continua referencia por parte de gente como  Ramaswamy y Tucker Carlson a la «ruling class» está obviamente tomada de la retórica de la izquierda radical. 

    Y en el propio debate sobre Ucrania no es raro encontrar, reciclado, el antimperialismo: qué moral groundpuede tener, dicen algunos, los Estados Unidos para condenar a Putin, si ellos invadieron Irak, si intervinieron en Guatemala, si le robaron territorios a México… Este curioso uso de los tópicos del más rancio antimperialismo latinoamericano para justificar si no una defensa de Putin al menos una cómplice neutralidad nos conduce, por cierto, de nuevo al otro paralelo entre esos dos populismos de signo opuesto que son el trumpismo y el castrismo: ambos son, to their core, teorías de la conspiración. La cruzada contra el «diversionismo ideológico» es un ejemplo perfecto. Lo que era espontáneo —el gusto de la gente por usar pitusas, o hacer una pintura abstracta, o componer una canción pesimista— fue visto como consecuencia de un complot antinacional, cuyo centro de operaciones estaba en la CIA. En el caso del trumpismo, el lugar que tiene el imperialismo en esa megateoría de la conspiración que es el castrismo lo ocupan, a partes iguales, las élites globalistas y los inmigrantes.

    La retórica, con su abuso de epítetos —así como la Ley de Ajuste Cubano, en lengua castrista, es siempre «asesina», la izquierda es, en lengua trumpista, siempre «radical», y así como, para aquellos, todos los adversarios son «burgueses», para estos todos son «comunistas»— no hace sino confirmar el paralelo. En la cosmovisión de MAGA, los cambios sociales que desde los sesenta han resultado de una compleja historia de progresos legislativos, movimientos civiles e inevitable secularización son vistos como producto de un único, organizado esfuerzo de siniestras fuerzas abocadas a destruir la civilización cristiana, una guerra sorda donde ellos son siempre los agredidos: si hay quien prefiere decir «Happy Holidays» en lugar de «Merry Christmas», es «war on Christmas»; si hay dos o tres transexuales compitiendo a nivel escolar, es «war on women sports». Las falsas guerras se multiplican: «war on men»; «war on White Americans», «war on gas stoves», «war on red meat», etc.

    El tropo de la «invasión» es, desde luego, el ejemplo más actual del trumpismo como teoría de la conspiración. Es un hecho que los inmigrantes ilegales o bajo parole cometen menos crímenes que los ciudadanos norteamericanos —no porque sean menos proclives a la delincuencia sino porque se encuentran en constante riesgo de deportación—, pero en Fox News hablan de un alza alarmante de lo que han dado en llamar «migrant crime». Lo que es un proceso espontáneo —la entrada de gente de Latinoamérica en busca de oportunidades— es, de nuevo, por arte de magia de la propaganda, cargado de sentido, convertido en una agresión, el resultado de un complot: los demócratas quieren que vengan más inmigrantes para que voten por ellos, o para reemplazar a los blancos por gente de piel oscura. 

    La historia del siglo XX —no solo en los años veinte y treinta, pero sobre todo entonces— evidencia el extraordinario atractivo de ese tipo de discursos ultranacionalistas. Lo singular del trumpismo, me parece, es que ha prendido en un terreno de relativa prosperidad económica: cuando hay altos índices de desempleo no extraña que aumente la xenofobia. La explicación de esta singularidad la ofrecen los que han estudiado el fenómeno desde el punto de vista sociológico: por un lado, la llamada «economic anxiety» que siguió a la crisis de 2008, agudizando un aumento de la desigualdad iniciado en la época de Reagan; por el otro, el auge de la propaganda de derechas en la radio y la televisión de cable, que unido a las redes sociales ha dado al traste con el relativo consenso sobre los hechos que persistió hasta comienzos del siglo XXI, creando las condiciones para ese mundo orwelliano de ilegales que votan, infanticidios legales, y un pacífico tour por el Capitolio. 

    Pero no habría que perder de vista que el trumpismo, como los movimientos fascistas y como la URSS en tiempos de la guerra fría o la propia Rusia de Putin, proyecta más fuerza de la que en realidad tiene. De hecho, si no fuera por el Colegio Electoral y la composición del Senado, que otorgan un desproporcionado poder político a los votantes de derecha, Trump no habría llegado a la Presidencia ni contado con tantos aliados en el Congreso. He ahí esa otra paradoja del movimiento MAGA: debe su relevancia a una reliquia que puede ser comprendida como la forma más antigua de «afirmative action», en tanto es una manera de darle voz y representación a una minoría —en este caso estados rurales, con escasa población y pujanza económica. El hecho de que el populismo trumpista haya prosperado en un tiempo de relativa estabilidad económica se explica también, en parte, justamente por la urgencia de esa minoría, que es bien consciente de que, ante el inevitable cambio demográfico y la creciente popularidad del Partido Demócrata en cuestiones como el derecho al aborto, la lucha contra el cambio climático y la legalización de la marihuana, puede que no tenga ya otra posibilidad de ganar el Colegio Electoral. 

    De ahí procede el Project 2025. El Partido Demócrata está más interesado en la «policy», en propuestas para resolver problemas concretos. Es el trumpismo el que, como Podemos en su momento de mayor auge, propone una transición, un cambio de régimen. El supuesto marxismo del Partido Demócrata es, desde luego, una falacia, una última, estrafalaria versión del macartismo, que no hace sino trivializar el verdadero horror de las dictaduras comunistas. Fuera de la academia el marxismo carece prácticamente de predicamento; en modo alguno informa las propuestas básicamente socialdemócratas de los legisladores y gobernadores demócratas. De hecho, al amenazar de manera efectiva, inmediata, a la democracia —esa democracia llamada «burguesa» cuya crítica el marxismo comparte en alguna medida con otras teorías radicales como la deconstrucción y el esquizoanálisis—, el trumpismo no ha hecho sino enseñar el valor de la misma, el hecho de que la diferencia entre esta, la democracia liberal, y el autoritarismo, sea de izquierda o derecha, es mucho mayor de lo que la lectura de autores como Adorno, Foucault o Deleuze nos haría creer. 

    Las teorías —siempre fascinantes, por extremas— pasan entonces a un segundo plano. En vez de la dialéctica de la ilustración, el movimiento MAGA pone de manifiesto, a contrario, la vigencia de la ilustración: QAnon, cierto, no habría surgido sin esa revolución tecnológica que ha sido Internet, y en este sentido viene a constituir, acaso, un ejemplo de ese tipo de paradójica regresión a la mitología que descubrieron Adorno y Horkheimer en la sociedad desencantada, anómica, del capitalismo postindustrial, pero cabría preguntarse si es el exceso de razón, el triunfo definitivo de la misma, o más bien su defecto, la falta de pensamiento crítico, lo que subyace a ese curioso revival contemporáneo del pensamiento mágico desde los rincones más oscuros de la red. El balance global, frente a un movimiento populista que, desmentido una y otra vez por los hechos, adopta el relativismo posmoderno para verlo todo como «historias» —«relatos», diría Lyotard—, la lección primera de esa educación política que ha sido el trumpismo, es justo la importancia de la razón crítica, la crucial distinción entre objetividad y neutralidad. El antídoto para las supersticiones del siglo XXI no es Derrida sino Voltaire.

    El Partido Demócrata es, entonces, en la cuestión fundamental, en lo constitucional, conservador. Son los ideólogos del movimiento MAGA, los autores del Project 2025, los pensadores de la alt-right, quienes han leído a Lenin y la Técnica del golpe de Estado de Malaparte. Ellos, los prolíficos creadores de teorías conspirativas, son los verdaderos conspiradores, los complotados contra el orden establecido. A la democracia, en una gran ironía, porque —¿no eran ellos los que denunciaban la «dictadura» de lo políticamente incorrecto?— quieren renombrarla como «dictator-fobia», un prejuicio más del que habría que librarse para superar la actual decadencia civilizatoria. Argumento que resulta, de nuevo, reminiscente de un punto central de la doctrina marxista. En el Manifiesto Comunista se plantea que la burguesía, si bien ha sido progresista, revolucionaria en el pasado en tanto destruyó, con la globalización del mercado y la revolución industrial, el mundo estamental, cerrado, del feudalismo, se ha convertido, hacia mediados del siglo XIX, en un obstáculo para el progreso de las fuerzas productivas. Asimismo, los campeones de la nueva revolución conservadora plantean que la democracia liberal, el sistema parlamentario, es ya un freno para el desarrollo tecnológico y para la libertad misma. 

    Es esa la tesis fundamental de Peter Thiel, multimillonario de Silicon Valley que financió la campaña senatorial de JD Vance. Aunque obviamente obra de un diletante, su ensayo «The Straussian Moment» (2007) es una lectura reveladora, en tanto muestra algunos de los antecedentes y fundamentos filosóficos del movimiento MAGA. Según Thiel, filósofos como Locke, y los principios ilustrados sobre los que se fundó la República norteamericana, comportan el olvido de las grandes cuestiones sobre la divinidad y la naturaleza humana que por siglos habían desvelado a teólogos y filósofos. Tras el parteaguas del 11 de septiembre de 2001, el siglo XXI sería, entonces, el momento de «mirar el mundo desde una nueva perspectiva, concebir extraños pensamientos, y así despertarse de ese largo y fructífero período de modorra y amnesia intelectual que, engañosamente, conocemos como la Ilustración».[ii] Hay aquí, de nuevo, un eco de aquella visión marxista, ya presente en el Manifiesto y llevada al extremo por Benjamin, del capitalismo como sueño del mundo (la revolución sería un despertar); solo que en lugar del capitalismo el sueño es aquí el liberalismo, esa democracia liberal que ha sido el correlato político de la doctrina filosófica de la Ilustración.

    Frente a ello, Thiel propone un regreso a los autores de la contra-Ilustración: Carl Schmitt, la tradición católica medieval…, que no evaden confrontar la cuestión de la naturaleza humana para evitar la violencia, sino todo lo contrario. Hay, significativamente, en «The Straussian Moment» una crítica explícita de la Constitución: «La maquinaria constitucional de los Estados Unidos impide avanzar. Al hacer que una ambición siempre contrarreste a otra, su elaborado sistema de “checks and balances” impide a cualquier persona ambiciosa reconstruir la envejecida República. Los fundadores disfrutaron de una libertad de acción mucho mayor que la de cualquier político posterior. Con el tiempo, la gente con ambición llegaría a comprender que hay poco que hacer en la política y toda carrera meramente política culmina en el fracaso. La parálisis intelectual del autoconocimiento tiene su contraparte en esa parálisis política que es inseparable de la transparencia de nuestro sistema de gobierno».[iii] Justamente en la transparencia, esa cualidad distintiva del «open government» que permite a los ciudadanos supervisar a los gobernantes y garantiza la libertad de prensa, radica, paradójicamente, la parálisis del sistema constitucional, de modo que se precisaría de otro tipo de régimen, decididamente antidemocrático, para desbloquear el curso de la libertad y de la investigación humana.

    Y este cambio, de la democracia al autoritarismo, está lógicamente anclado en una idea pesimista de la naturaleza humana. «Puede definirse a un “liberal” como alguien que no sabe nada del pasado y de esta historia de violencia, y aún se aferra a la concepción ilustrada de la bondad natural de la humanidad».[iv] Se busca, entonces, frente a la Ilustración —o más bien, esta caricatura de la Ilustración, que parece reducirla al absurdo planteamiento de Rousseau— recobrar aquella otra ilustre tradición, la de los enemigos intelectuales de la Revolución Francesa, que denunciaron no solo el optimismo utópico de El contrato social y el sueño de la razón de los jacobinos, sino la idea misma de los Derechos del Hombre y del Ciudadano. De Maistre, Donoso Cortés, Carl Schmitt, cuya afirmación de la naturaleza caída de la humanidad, su irredimible maldad, conduciría a la restauración del poder soberano, sea de un monarca, sea de un dictador que ha de declarar el estado de excepción, suspendiendo indefinidamente la Constitución.

    En mi opinión, tal idea de la naturaleza humana no se encuentra solo, como principio filosófico más o menos explícito, en los ideólogos del movimiento MAGA sino también, como táctica, en los esfuerzos de Trump para deslegitimar la política parlamentaria y corromper al Partido Republicano, arrasando con todo atisbo de principio e idea de servicio público para imponer el oportunismo y la voluntad de poder. Trump no es solo un gran corrupto, que presidió la administración más corrupta en décadas e indultó a más corruptos que cualquier otro presidente; es, sobre todo, un gran corruptor. Al propiciar la grosería, la venalidad, la doblez, la pusilanimidad, la guataquería, la crueldad, el trumpismo, lejos de «drenar el pantano», según reza su consigna original, lo repleta para que se desborde, inundando la ciudad toda, haciendo pública una bajeza que no se sospechaba o que se tendía a pasar por alto. Los casos más lamentables, como los de Elise Stefanik, Tulsi Gabbard, Lindsay Graham o Marco Rubio, son, por ello mismo, los más ejemplares. De esos rasgos que, en otras circunstancias, no habrían salido a la luz y que otro tipo de política tiende a disimular, el trumpismo hace un espectáculo.  

    En un momento revelador recogido en la serie documental que en 2017 le dedicó la televisión británica, Trump, que seguramente nunca ha oído hablar de Carl Schmitt, dice: «People are meanand you have to be mean». El célebre jurista nazi, el improvisado filósofo de Silicon Valley y el inculto magnate de Mar-a-Lago coinciden ahí, en una simple premisa que conduce, llevada a sus últimas consecuencias, a una teología política, justo lo contrario de lo que Jefferson y Madison idearon y plasmaron en la Constitución. El trumpismo es mal gusto y es mala fe, pero es, sobre todo, una apelación al mal.


    [i] «I did not serve in the Marine Corps to go and fight Vladimir Putin because he didn’t believe in transgender rights, which is what the U.S. State Department is saying is a major problem with Russia».

    [ii] «Look at the world anew, think strange thoughts, and thereby to awaken from that very long and profitable period of intellectual slumber and amnesia that is so misleadingly called the Enlightenment».

    [iii] «A direct path forward is prevented by American constitutional machinery. By “setting ambition against ambition” with an elaborated system of checks and balances, it prevents any single ambitious person from reconstructing the old Republic. America’s founders enjoyed a freedom of action far surpassing that of America’s subsequent politicians. Eventually, ambitious people would come to learn that there is little one can do in politics and all merely political careers end in failure. The intellectual paralysis of self-knowledge has its counterpoint [sic] in the political paralysis embedded in our open system of government».

    [iv] «One may define a “liberal” as someone who knows nothing of the past and about this history of violence, and still holds to the Enlightenment view of the natural goodness of humanity».

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    3 COMENTARIOS

    1. Querido lector:
      Por si no terminas de leer este excelente texto, sólo recuerda que, como ciudadano norteamericano, puedes votar por Donald Trump simplemente porque todavía es legal votar por cualquiera de los dos candidatos presidenciales en estas elecciones democráticas en los Estados Unidos de América.
      Gracias.
      Soy Orlando Luis Pardo Lazo y yo apruebo este comentario.

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