Cualquiera que sea el resultado electoral el próximo 5 de noviembre, algo está claro: Donald Trump no aceptará una derrota. Lo que pase después podría poner a prueba la democracia norteamericana aún más que la fallida rebelión del 6 de enero del 2021 mediante la cual intentó perpetuarse en el poder.
En esa fecha una combinación de factores evitó que el país cayera en una crisis constitucional sin precedentes: la resistencia de funcionarios estatales (muchos de ellos republicanos) a colaborar con Trump en la confección de listas alternativas de electores, el secretario de Estado de Georgia desafiando las exigencias de Trump para que fabricara miles de votos, el secretario de Homeland Security negándose a confiscar máquinas de conteo electoral, varios jueces que desestimaron demandas sin base presentadas por la campaña del presidente y, por último, la negativa del vicepresidente Pence a cumplir el deseo de Trump y sus partidarios de no certificar el resultado de la elección mientras el Capitolio estaba bajo ataque.
Primero hablemos de los obstáculos para otro intento de robo electoral. Luego de la rebelión y las docenas de juicios que siguieron, ninguno de los cuales encontró pruebas del fraude electoral que alegaba Trump, el Congreso pasó en 2022 la ley de Reforma del Conteo Electoral, actualizando los procedimientos arcaicos mediante los cuales se contaban los votos del Colegio Electoral y cerrando varias de las vías por las que Trump y sus asesores trataron de alterar el resultado en 2020. Esto incluye la reafirmación del carácter ceremonial del vicepresidente, el establecimiento de instrucciones para dirimir disputas antes de la fecha límite en que cada estado certifica los resultados electorales, y la limitación de los modos en que congresistas y senadores pueden desafiar o bloquear la certificación final. Esta ley hace mucho más difícil otro intento de usurpación tras las elecciones presidenciales. El segundo obstáculo tiene que ver con qué partido dominará el Congreso en enero de 2025. Si pasa a control de los demócratas, sería casi imposible desafiar el resultado electoral. Por supuesto, la mayor garantía es que Trump y sus acólitos no estén en el poder y no tengan el peso del Estado y sus instituciones a su disposición.
Aun así, hay sin dudas varias maneras en las que Trump trataría una vez más de atacar el sistema electoral y hacerse con la Presidencia; sobre todo si los republicanos mantienen el control de la Cámara Baja y toman control del Senado. Estos escenarios dependen de diferentes circunstancias y tácticas, algunas de los cuales ya están en marcha. El escenario sería algo así… Primero, crear confusión y desconfianza en el sistema electoral, algo que Trump ya está haciendo mediante declaraciones infundadas sobre fraude electoral. Ya ha dicho de plano que cualquier resultado que no sea su victoria será fraudulento. La erosión de la confianza en la integridad de las elecciones en Estados Unidos es una de las peores secuelas del paso de Trump por la política.
Luego se apoyaría en acólitos suyos que hayan sido elegidos en posiciones claves en condados y estados para que se nieguen a certificar los resultados. Por supuesto, ello inmediatamente se respondería con demandas judiciales; algo que ya han indicado los gobernadores de los estados claves, donde las cortes obligarían a estos funcionarios a certificar la elección — esto ha pasado en Georgia, donde un juez le aclaró a una funcionaria trumpista que la certificación de las elecciones es obligatoria.
Pero, usando esa coyuntura, el expresidente demandaría entonces que sus aliados en las cámaras legislativas de los estados claves nombren listas de electores alternativos con el pretexto de que hay dudas sobre la legalidad del voto. Las razones según las cuales esas dudas justificarían el nombramiento de electores por Trump nunca serán expuestas, evidentemente. En estados como Pensilvania y Michigan, donde los gobernadores son demócratas —y junto con sus secretarios de Estado tienen la única autoridad legal para nombrar electores— pero la asamblea estatal está en manos de los republicanos, esta maniobra generaría dos listas: una oficial y otra extraoficial a favor de Trump. Claro, tal procedimiento ha sido declarado inconstitucional, va en contra de las leyes de la mayoría de los estados, que establecen que solo puede haber una lista. De hecho, los artífices de esa táctica, los abogados —de Trump— John Eastman y Kenneth Chesebro, están bajo proceso criminal por impulsarla. Chesebro se declaró culpable de conspiración —y ha implicado a Trump en el plan— para nombrar falsos electores en Georgia, uno de los casos criminales pendientes contra el exmandatario. Aun así, el Partido Republicano ha nombrado nuevamente como electores a varias personas que participaron en la conspiración en el año 2020, incluidos algunos bajo proceso judicial criminal. Esto indicaría que quieren repetir el intento.
Una vez nombradas estas listas de electores falsos, la pelota pasaría a manos del Congreso, donde legisladores fieles a Trump, incluyendo al líder de la Cámara de Representantes, Mike Johnson, podrían votar por la lista alternativa o sencillamente negarse a certificar la elección en un Estado con el pretexto de que hay dos listas, declarando nulos esos votos electorales. El resultado buscado sería darle directamente la Presidencia a Trump, o bien evitar que alguno de los dos candidatos llegue a 270 votos electorales, en cuyo caso la Constitución indica que el Congreso el elegirá al presidente. Los congresistas republicanos tienen una mayoría mínima y votarían por Trump, finalizando así el robo de la elección. De ahí en adelante nadie sabe lo que pudiera ocurrir, pero el caos probablemente llevaría no solo a múltiples demandas judiciales ante la Corte Suprema (de por sí ya manchada por acusaciones de partidismo), sino también a confrontaciones violentas entre ambos bandos.
Todos estos pasos irían acompañados de una guerra mediática, de opinión pública y judicial, donde se lanzarían feroces ataques en contra de funcionarios públicos y de los mismos procedimientos electorales, creándose aún más desinformación, desconfianza y encono entre los partidarios de ambos candidatos. Sería entonces el caos de la transición de 2020, pero aún más amplificado por un candidato necesitado de evitar los procesos criminales en su contra y por sus partidarios más acérrimos, a los cuales se ha aguijoneado durante cuatro años con desinformación y mentiras acerca de la derrota electoral frente a Joe Biden.
Una reciente encuesta mostró un resultado tan sorprendente como irracional: muchos de los partidarios de Trump no creen que Trump habla en serio cuando promete políticas draconianas como la expulsión en masa de emigrantes, las purgas de funcionarios que no sean leales a él o el uso del ejército contra enemigos políticos internos. Lo justifican diciendo que solo exagera, que está tratando de entretenerlos, que son chistes fuera de contexto o que lo hace para instigar a los del otro bando. Pero esas presuntas mentiras tienen ya consecuencias; nunca antes un presidente y candidato ha buscado socavar la confianza en las instituciones democráticas acusándolas de corrupción. La fortaleza de la democracia es también su fragilidad; depende de la confianza de los ciudadanos en la integridad del sistema. Trump y sus correligionarios están jugando con un fuego que podría consumir la República.
Un análisis que merece divulgarse. Acabo de hacerlo.
Tiene una frase clave: «La fortaleza de la democracia es también su fragilidad; depende de la confianza de los ciudadanos en la integridad del sistema».
La justicia social es la muerte de la plusvalía. A esto hemos llegado: ahora es la izquierda la que le dice a los proletarios del capitalismo que confíen en lo democrático que es ese gobierno (y el FBI y la CIA y la NSA) del propio sistema capitalista. Es que somos los mismos, pero ahora estamos aquí.