Esta mañana salí a caminar por Nueva York con una banda sonora apropiada para un día luctuoso como hoy: Pablo Milanés. Qué mejor homenaje al artista que acaba de morir en Madrid y que marcó a más de una generación de cubanos. La ironía es que, cuando niño, la música de Pablo Milanés —y de los demás integrantes de la Nueva Trova— estaba circunscrita también a los días luctuosos, junto a las fechas patrias, los aniversarios del 26 de julio, del desembarco del Granma, los Comité de Defensa de la Revolución, el triunfo de la Revolución.
Mi abuelo decía que la Nueva Trova era un instrumento de la Revolución para tener al pueblo adormilado, para acallar a la verdadera trova, la de Sindo Garay. Según mis padres, Pablo Milanés y Silvio Rodríguez eran simplemente cantantes políticos. Ellos aún estaban atados a la música de los años que la Revolución borró: Olga Guillot, Celia Cruz, La Lupe.
Mis primos, que eran jóvenes cuando Pablo y Silvio se convirtieron en la banda sonora de la Revolución, estaban más bien detrás de la música prohibida: cada día entraba un nuevo cantante o grupo a la lista. Recuerdo que en su casa escuchaban los discos de los Beatles con las ventanas cerradas.
En mi temprana adolescencia fui a un concierto de Silvio en la pequeña sala de la Biblioteca Nacional. A Pablo nunca lo vi en vivo en Cuba, creo. Me viene ahora a la memoria un debate sobre Silvio y Pablo que se inició en una clase en el Instituto Superior de Arte. Era la década de los ochenta. Quién tenía más talento, quién era más honesto (Silvio acababa de cantar en los 15 de la hija de un general de las Fuerzas Armadas).
A salida de clase, el profesor, Rine Leal, quien era a su vez el tutor de mi tesis, me dijo que él se quedaba con Pablo, siempre. Cuando fuimos a su casa en la azotea de un edificio en el Vedado me aclaró el porqué de su elección: Pablo había estado preso en uno de los campos de concentración de Cuba en los años sesenta. «Al final todos son víctimas, todos somos víctimas», recuerdo que me dijo.
Ahora, la muerte de Pablo ha despertado una batalla en redes sociales; como si se tratase de dos partidos: los que pertenecen al de Pablo y los que no. Esas batallas nos gustan mucho: los que están a favor de Trump o en su contra; los que son groupies de Ana de Armas y los que no ven en ella ni una pizca de talento.
Zoé Valdés escribió, en su artículo «Pablo… y Silvio», que ambos artistas le fueron cercanos por «ausencia de elección»; o sea: «No había nada más. Nos prohibieron a los artistas de antes de 1959, también a los artistas extranjeros de habla inglesa (el problema no era solo que algunos géneros musicales molestaban, también el idioma inglés fue considerado “idioma del enemigo”). La “vieja trova” fue amargamente tildada de decadente, como el resto de la música tradicional cubana, entonces surgió la Nueva Trova con un plan detrás que, aunque revindicaba a su manera a los patriarcas de la “vieja trova” hicieron [sic] lo posible por teñir de profundos tintes políticos inclusive los temas de amor más profundamente líricos».
Jesús Rosado va más lejos. Ha confesado: «sin remordimientos, que la Nueva Trova, al margen de su estética renovadora, es, para mí, un proyecto ideológicamente nazi. Recurso sofisticado en función de la opresora e indetenible autocracia tropical».
Llevo más de dos décadas de estudios sobre el nazismo, y cada vez más me impresiona cómo la Revolución cubana se ha inspirado, desde sus orígenes, en la ideología de Adolfo Hitler. Léanse La historia me absolverá, y ya me dirán si ven algún paralelo con Mein Kampf, también escrito en la cárcel. Uno pedía la pureza de las ideas; el otro, la pureza de la raza aria. El primero en llamar «gusano» y «escoria» a los desafectos fue Hitler. A los judíos, antes de ser desterrados de su país, Alemania, les hacían la temible Vermögens-Erklärun [«declaración de activos»]. Si algo faltaba, si algo se rompía antes de irse, les podían negar la salida. ¿Recuerdan los inventarios que hacían a los «gusanos» en Cuba? Los judíos, cuando se iban, eran agredidos por sus vecinos en mítines de repudio a la salida de sus casas: los escupían, les gritaban «escoria»… «¡Qué se vayan!», era un titular en los periódicos.
Se escribieron canciones que se hicieron himnos en la era nazi. Canciones nostálgicas sobre la gran Alemania. Hubo un actor que «no pudo» negarse a actuar en el filme más antisemita y popular de la Alemania nazi: Jud Suss (1940). Ferdinand Marian fue el elegido como protagonista quizás en contra de su voluntad. Goebbels lo vio interpretar a Otelo en Berlín y pensó que era el artista ideal para representar al «malo» de la película: el judío. Al final, Marian fue una víctima más, tal como lo refleja la película Jew Suss: Rise and Fall (2010), de Oskar Roehler.
Fue durante el juicio contra el nazi Adolf Eichmann que la gran Hannah Arendt —quien cubrió el proceso para The New Yorker en 1961— definió el término «la banalidad del mal» («the banality of evil»). Eichmann, secuestrado por el Mossad en Argentina y llevado a juicio en Jerusalén, «había realizado actos malvados sin malas intenciones». Y: «Nunca se dio cuenta de lo que estaba haciendo debido a su incapacidad de pensar desde el punto de vista de otra persona».
En 2015, al finalizar la investigación para mi novela La niña alemana, fui a Berlín a reunirme con una amiga editora. Mientras recorríamos las calles de las dos Berlines, la del Este (de la era soviética) y la del Oeste, me dijo que lo que más le había impresionado de mi novela era descubrir el daño que seguía haciendo Hitler. Cómo su ideología servía aún de inspiración a los dictadores. Me dijo además que, tristemente, donde más proliferan los grupos neonazis es en la zona de Alemania que estuvo ocupada por los soviéticos. «Hitler estuvo solo siete años en el poder; los soviéticos, 40: eso te daña el ADN», dijo.
Y nosotros llevamos más de seis décadas. ¿Cuántos siglos necesitaremos para limpiar nuestro código genético?, pienso, mientras sigo escuchando las canciones de Pablo. Ahora, en mi playlist de Spotify, escucho «Yo me quedo», el himno contra los «marielitos», aquellos 125 mil cubanos que huyeron de la isla durante la primavera de 1980 y que fueron víctimas de los más atroces actos de repudio. Pablo inicia la canción con varias preguntas: «¿Qué casa te albergará? ¿En qué esquina haz de pararte? ¿Qué barrio recorrerás para hallarte? ¿Qué vecino te hablará? ¿Qué compadre irá a buscarte? ¿Qué amigo compartirás para entregarte?».
Hoy, mientras le decimos adiós a Pablo Milanés, quiero dar gracias por haber crecido en Cuba, por haber podido salir a tiempo, por haber creado a mi familia lo más lejos posible del mal. Y como Pablo, prefiero quedarme aquí: «con todas esas cosas pequeñas, silenciosas».
Con esas yo me quedo.