‘Fantasía roja’: argumentos hacia una identidad abierta

    Lo que define una imagen —y por extensión, lo que define una idea— no son solo los detalles que aparecen a la vista o que destacan en su descripción. Explícita o implícitamente, detrás de las miradas y las palabras que la conforman, se halla siempre el origen, la perspectiva que las hace posible, o, para ser más precisos, la cuestión del quién o el qué las está figurando. Como en un paneo cinematográfico de 360 grados, las cámaras no muestran el punto sobre el que rotan, pero es fácil intuir que allí hay algo que es determinante. 

    Un movimiento similar es el que dibuja Fantasía roja, un ensayo de Iván de la Nuez reeditado en 2021 por Rialta Ediciones en un libro doble titulado La larga marca. Parte de un recorrido exuberante por las miradas «de izquierda» al símbolo Cuba; se complementa con el análisis crítico de las dinámicas que las articulan y, finalmente, bosqueja un tercer perímetro en el que sus lectores pueden intuir perfectamente los rasgos de una visión del mundo autónoma y singular. El primer nivel lo hace un texto delicioso a la lectura. El segundo lo sostiene como una reflexión inteligente y auténtica. Y el tercero lo convierte en una contribución indispensable para comprender el lado «problemáticamente de izquierdas» y «problemáticamente cubano» (p.57) de la generación del fallido «hombre nuevo»; la fisonomía general de una identidad política que se formó a partir de la impugnación, y que luego se propagó, refractada, entre quienes le siguieron. 

    Nivel 1. Un requerimiento al imaginario (exterior) de Cuba

    El texto se estructura en una serie de acercamientos a la experiencia cubana de personajes de la más diversa procedencia intelectual. Sucesivas pinceladas que cubren el amplio campo visual que va desde quienes quedaron prendados de la «llama» del espíritu juvenil de la «revolución sin ideología» (p.39) —en el año1959, el filósofo Jean Paul Sarte— hasta los que, ya a finales del siglo XX, creyeron redescubrir el antiguo secreto perdido de la cubanidad en El Dorado de exportación de los septuagenarios del Buena Vista Social Club —el empresario y músico Ry Cooder. En el medio, aparecen cineastas habilidosos, escritores desencantados, militantes entusiastas y cualquier combinación entre ellos. Todos capaces de encontrar en Cuba algo «único» y, por extensión, sentirse ellos mismos también especiales, «importantes». 

    De la Nuez les desnuda con perspicacia: 

    Cualquier turista sale de allí como empresario de música, editor, curator de una exposición de artistas afrocubanos, iniciado sacerdote de Ifá, amado hasta el delirio por una adolescente hermosa, «amigo de sus amigos» (esa frase absurda), traficante de reliquias o de cuadros revalorizados de Sorolla, experto en la revolución mundial… (p. 25).  

    Visto así, la lectura de la primera capa del texto ya nos devuelve el placer de ver reunida una excepcional colección de miradas; todas complementarias y, al mismo tiempo, todas discordantes. En cada una de ellas, a su manera, los nuevos exploradores con salacot buscan colocar sus fantasías y espantar sus insatisfacciones. Pero siempre de visita. Por un lado, disfrutan de la satisfacción de haberse transportado a otra dimensión; por el otro, al retornar revigorizados a sus países de origen, se sienten estimulados a divulgar sus respectivas versiones del relato maravilloso de la isla, ampliándolo gradualmente y perpetuándolo hasta el absurdo. Por eso también, cada versión termina siendo más «orientalista» que la anterior —en el sentido que le dio al término Edward Said— y nos recuerdan, de paso, que el etnocentrismo no entiende de conservadores ni de progresistas y «está siempre empedrado de buenas intenciones». 

    De la Nuez acierta cuando enfatiza las dificultades de la izquierda global para hablar de Cuba en términos que puedan interesar a los cubanos, a «los de adentro» y a los que han emigrado. A una distancia suficientemente segura de las contradicciones de la vida cotidiana en la isla —de los peligros de disentir y de las escaseces—, el país del «extranjero» ha sido, demasiado a menudo, un símbolo —un signo, una herramienta, un utensilio; «algo que está en lugar de otra cosa», como lo definió perfectamente Paul Ricoeur—, un dispositivo que le ha permitido operar con sus propios conflictos —el anticapitalismo, el antiamericanismo, el antimercantilismo, la redistribución de la riqueza, etc.— pero que al mismo tiempo ha obstruido su capacidad para percibir los conflictos que allí se viven. 

    Supuestamente, gracias a sus visitas a Cuba, las ideas de los visitantes se han enriquecido y han escapado de las trampas del «universalismo liberal». Pero, por desgracia, precisamente ese interés por avanzar en la búsqueda de la superación «humanista» es lo que les ha mantenido alejados de una realidad que para los cubanos es mucho más áspera que la incorporación de nuevos códigos pintorescos a su visión del mundo, la reforma de los esquemas cognitivos «occidentales» y la demostración —curiosamente absoluta— de que no existen las ideas absolutas. 

    Este movimiento semiótico sería relativamente inocuo si no fuera porque, como daño colateral, relega a un «invariable segundo plano» a los protagonistas de la cotidianidad cubana, que apenas aparecen en este tipo de relatos sobre Cuba, «ocupando el lugar de figurantes» o, en el peor de los casos, prestando el distinguido —pero poco solvente— servicio de resistencia frente a los fantasmas universales.

    No abundan ensayos como este sobre el tema Cuba y muchos menos las críticas al «neocolonialismo de izquierdas» (p.16), pero el texto no se queda ahí y se despliega también en otros niveles. Una máxima de la crítica decolonial dicta que, además de renegar de lo que piensen «los otros», la mirada emancipada necesita desplegarse como acción práctica —no solo como discurso crítico o exhortación axiomática. En este caso, una segunda capa de lectura de Fantasía roja nos devuelve precisamente eso: el hecho consumado de pensar fuera de los requerimientos impuestos y de los esquemas prefabricados, y, con ello, de contribuir singular y afirmativamente a la formación de una identidad propia —una que perfectamente pueden apropiarse los cubanos de «adentro» y de «afuera».

    Nivel 2. Una praxis decolonial

    Los múltiples tótems de la cultura contemporánea que van apareciendo en Fantasía roja entran y salen con total naturalidad. Cada una de las observaciones que alguna vez hicieron sobre Cuba encajan perfectamente en el ritmo de la argumentación y obedecen a requerimientos precisos —ni a pedanterías, ni a artificios—, sin reverencias y sin frivolidades. La lógica que los guía es la de las problematizaciones individuales de su autor —en las que también muchos nos reconocemos. Tanto los íconos pop Peter Gabriel, Sting, Paul Simon y Warhol como las también estrellas globales Foucault, Lafarge y Marx, entre otros, están ahí porque toman parte en una conversación perfectamente coherente en la que intervienen —sin necesidad de transiciones— sus pares «nacionales»: Fernando PérezLeonardo PaduraRafael Rojas… Por una vez son ellos los «utilizados» para satisfacer las necesidades de una identidad «periférica», y no a la inversa.

    ¿Qué hace una referencia a Peter Sloterdijk en un libro sobre Cuba, cuatro páginas después de un comentario sobre Buena Vista Social Club y Pablo Milanés? Todo y nada al mismo tiempo. Sorprende e instiga al lector. Como de pasada y sin imposiciones, ayuda a reordenar las conexiones significativas, ensancha las posibilidades de interpretación. El lector puede aprovecharlo o dejarlo pasar, pero el estímulo está ahí. De la Nuez no le obliga a nada, porque las cuestiones que le interesan no tienen que ver con razonamientos absolutos. Mas bien, el texto reproduce la dinámica de un tipo de conversación que, imagino, pudo tener sentado en el muro de la Universidad de La Habana, frente al cine Chaplin o simplemente caminando con amigos, para no tener que esperar una guagua durante horas. Y lo imagino, porque sus palabras redondean —completan— las conversaciones similares que han seguido sucediéndose en la isla hasta hoy. Conversaciones donde el atrevimiento para intervenir en los debates de «la época» no conlleva penitencias y en las que se transita entre supuestos desniveles intelectuales con total inmunidad. 

    En esa identificación entre vivencias aparentemente distantes —su capacidad para dejar por escrito lo que otros hubiéramos querido decir—, es donde el texto accede a un registro de mayor trascendencia. Libera a su generación y a las que le siguieron de ser la caricatura con que las han dibujado. Arruina los estereotipos y rompe un ciclo bizantino de definiciones y contra-definiciones que solo los malos hábitos epistemológicos han permitido definir como «la cubanidad». Y con ello abre el resquicio necesario para que una concurrencia diferente de imaginarios se vaya delineando.

    Un ejemplo en esta línea nos los ofrece en un pasaje sobre la conocida foto de Ernesto Guevara que hizo Korda en 1960: 

    Símbolo y síntesis, aquella fue también la proyección de un rostro sobre un puente. Al igual que el cuerpo ardiendo de Giordano Bruno, que se plantó como una antorcha entre el medievo y el mundo del Renacimiento, en los años sesenta la fotografía de Korda fue, junto al Marat-Sade de Peter Weiss o el Sargent Pepper’s de los Beatles, un producto cultural a caballo entre la utopía moderna de un mundo que no pudo ser y la realidad posmoderna de un mundo que, por imposible, no ha quedado otro remedio que estetizarlo (p.68).

    En El queso y los gusanos, un paradigma de la microhistoria de la década de los setenta, Carlo Ginzburg consiguió darle una dimensión inusitada al proceso de la inquisición contra un molinero anónimo del siglo XVI, en una pequeña región al noreste de Italia. Partiendo de las transcripciones de los interrogatorios, Ginzburg encontró que, en la apropiación que Menocchio hacía de los escasísimos libros que había leído en su vida, se superponían, por un lado, la potencialidad interpretativa que solo tienen las ideas fijadas por escrito —habían pasado poco más de cien años de la Biblia de Gutenberg— y, por el otro, la influencia del sistema de referencias que la tradición rural le había traspasado al molinero en su formación oral.  Con ello, Ginzburg encontró —a partir de una historia aparentemente insubstancial— un nexo singular y concreto entre la experiencia de la vida cotidiana y la enorme transformación intelectual que se estaba produciendo en la civilización Occidental en aquel momento. Un nexo que describía, en el terreno de lo cotidiano, algo tan abstracto y general como el paso de la cultura oral a la escrita y el inicio de la Modernidad. 

    Salvando las distancias y la escala, De la Nuez sigue un movimiento argumental similar. Razonamientos como el anterior —decididamente antiesencialistas y al mismo tiempo sumamente ambiciosos— recorren continuamente y sin medidas preconcebidas el abismo entre lo intangible y lo material de la experiencia cubana, entre el nivel más abstracto del mundo de la significación y las prácticas de vida. Con sus constantes recontextualizaciones e interconexiones, coloca en situaciones inesperadas las interpretaciones al uso y desafía algunos de los iconos más conocidos de la cultura «nacional». Lo que es más importante, pone en práctica una visión del mundo que reenfoca el debate cultural-identitario sobre Cuba a través de la acción. Una acción que se realiza a través del texto, en el sentido que él mismo define: como intento de encontrar un lugar en el mundo.

    Nivel 3. Una apertura identitaria transnacional

    La mayor parte de quienes pudieran sentirse identificados con el libro viven fuera de Cuba, y este es un detalle muy importante. La suya es «la primera generación posterior a la revolución […] que ha vivido una experiencia cosmopolita» (p. 109). No cabe duda de que no fue la última y que el ciclo aún no ha acabado. Por eso resulta tan importante la oportunidad que ofrece este texto como dispositivo interpretativo autónomo, como vehículo de una identidad que necesita encontrarse en la dispersión geográfica. Una identidad de este tipo no tiene sentido si no es admitiendo la mezcla de las múltiples situaciones de sus lectores y transponiendo continuamente significantes y significados según demanden los respectivos contextos —siempre muy diferentes. 

    Un conocido principio de la escritura de ficción aconseja que, en lugar de definir directamente los rasgos de los personajes, es mejor mostrarlos en la narración de sus peripecias. La idea puede ser perfectamente extendida al ámbito de la no-ficción y Fantasía roja es un ejemplo de su eficacia. Detrás de la historia que nos cuenta De la Nuez —la sucesión de argumentaciones alrededor de las fantasías de Cuba—, existe una evidente unidad de origen que emerge cuando seguimos el camino inverso del haz de encadenamientos argumentales que la constituyen. Nos encontramos con una especie de foco emisor de las motivaciones del texto que, en su conjunto, le dan forma al carácter de un protagonista: el narrador/autor. 

    Este tiene todo lo que necesita para sostener una vida textual propia. Evoluciona en la medida en que avanza la lectura. Transita de la simple negación —la impugnación de las fantasías orientalistas— hacia la afirmación de un perfil generacional que, a su vez, abre las problematizaciones a un debate mucho más general —sobre la dimensión abstracta de su identidad política y nacional. Por el camino, presenta sus conflictos y los ofrece al lector para que los continúe desarrollando. Le incita a ponerle en relación con los protagonistas de otras historias, con otros puntos de vista y con otros conglomerados de intereses. En pocas palabras, va modelando un ser con una identidad particular, que a la vez se mantiene disponible para que los lectores puedan trans-formarlo y reconocerse libremente en él a partir de sus respectivos intereses y realidades.

    La dependencia de la trama —que como decíamos es en realidad una sucesión de actos argumentativos y expositivos— lleva a que la identidad del protagonista —el autor y su generación— nunca se cierre del todo y que el texto permanezca abierto a múltiples usos. Y esto es exactamente lo contrario que hubiera pasado si hubiera intentado definir, aunque fuera una sección de la identidad cubana a través de una explicación tradicional. Al final, en lugar de dejarnos con una descripción acabada del ser de una generación —que clausuraría irremediablemente la interpretación—, lo deja abierto y como demandando sucesivas revisiones. Estas pueden partir de unas situaciones concretas, de un protagonista, con sus dudas y sus conflictos, y precisamente por eso pueden también acceder en un nivel más abstracto, en un ciclo hermenéutico infinito que permitiría desarrollos que su autor no quiere ni tiene por qué prever, en lugares y tiempos diferentes:

    Crecimos, en fin, como una amalgama destinada a ser el sujeto de la Revolución en una isla que ha aparecido, según mitologías pasadas o recientes, como la Isla del Tesoro, la Isla del doctor Moreau, Utopía, la Isla Misteriosa, el paraíso sexual, la Llave del Golfo o la última Tule del proyecto comunista. // Todos esos seres en uno, todas esas islas en una. Como producto de una utopía, uno reconoce rápidamente —más allá de la semántica y los antiguos griegos— que está fuera de lugar y, asimismo, fuera del tiempo: anacrónico. Marginalmente latinoamericano, marginalmente comunista, marginalmente poscomunista, marginalmente occidental, marginalmente liberal. Sea por haber llegado pronto a algunos de estos epítetos, sea por haber llegado tarde a otros, siempre nos enfrentamos a un asunto complicado (p. 104).

    Dudas como estas hacen del texto de Iván de la Nuez una contribución notable a lo que Pierre Nora llama la formación de los lugares de la memoria. La memoria no es la Historia, no está sujeta a los mismos requerimientos de veracidad y precisión. No necesita solucionarse. Se consolida por adición de capas y no gracias al modelo de falsación. Con su flexibilidad permite que grupos de individuos se encuentren en espacios simbólicos que, al ser recreados en la literatura y el arte, socializan problematizaciones como las que el libro recoge. Problematizaciones que pueden ser compartidas, discutidas y, quizás, precisamente por eso, solucionadas en común. Los lugares de la memoria han tenido siempre reconocimiento comunitario, generacional y, por extensión, nacional. Lo difícil y lo interesante es cuando se abre la posibilidad de anexarlos a una comunidad atomizada en múltiples imaginarios y asentamientos geográficos. 

    La impugnación de la Fantasía roja con que comienza el ensayo perfila muy bien uno de esos lugares, el del rechazo a «un país casi virtual parecido a un videojuego» (p.107). Y continúa después, cuando la pone en uso como negación, la practica como rechazo. Por último, el texto aprovecha el vacío que ha generado y se desdobla en una serie de enunciados y sugerencias interpretativas que los lectores pueden y deben asimilar individualmente. Con cada una de estas propuestas, tiende un puente entre abstracciones colectivas —identitarias— e interpretaciones singulares y, entre todas, lo postulan como un dispositivo excelente para el encuentro simbólico-significativo de la sociedad cubana —la actual y la del futuro. Una sociedad que solo puede existir desperdigada en el mundo, fragmentada en contextos y situaciones materiales que son evidentemente disímiles, pero no necesariamente inconexas. 

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