Naipe natural

    A José Luis Cortés le habíamos escuchado decir en una entrevista que siempre soñó con ser el Jean Pierre Rampal cubano. Y aquello, dicho así por un músico popular en un programa de máxima audiencia donde sonaron «La cachimba» o «Picadillo de soya», pudo arrancarle la risa a algún despistado. Para otros significó una de esas rotundas epifanías que explicaban cosas y de paso matábamos un fin de semana.

    A algunos tendría que sonarle raro, faltaría más. El Tosco estaba allí para hacer lo que nadie más podía hacer. Estaba rompiendo los moldes. Le aplicaba otra vuelta de tuerca a todo. Fue la cabeza del movimiento timbero. Le dio a la música cubana otra sonoridad. La puso donde nadie, porque la entendió como pocos. Y con su música nació otro bailador, otra gramática del cuerpo. El precio a pagar por ello suele ser alto, pero ya sabemos que nadie es grande impunemente.

    Por suerte hay gente enterada, que siempre supo a quién le hablaba y para quiénes tocaba cuál fraseo o tal cita, y no, no era para la galería, mucho menos para el museo. El Tosco se burlaba, a veces finamente, a veces con brocha gorda, de esos tontos de salón que se daban el lujo de despreciarlo. Orlando Valle ha dicho que el Tosco revolucionó el instrumento. Adquirió un sonido reconocible, un discurso personalísimo. Los demás parecían sus imitadores. Tengo amigos que llegaron a Hubert Laws por el «Cha Cortés». Nadie revoluciona nada de verdad pensando que va a terminar colgado en los paneles de un palacio.

    Si de algo se puede hablar con propiedad en la música cubana, además de cueros y percusiones, es de la flauta. Ninguna otra cultura musical sintetizó tanto un sonido ni hizo que acompañara cada melodía danzonera y charanguera como si hubiera estado ahí siempre o la hubiéramos inventado para que alcanzara su definición mejor en un salón de baile.

    Quiero creer que no pocos se fijaron en ese detalle: la timba es estridente, pero el Tosco en NG La Banda no renunció a la flauta. Es cierto que era su instrumento, pero no imaginamos que hiciera con ella lo que hizo. La puso en el frontline; no acompañaba, era ella misma protagonista, era parte del sello de la orquesta. Otra vez tenía que estar allí, como hacía cien años, porque resumía la esencia misma de los ritmos caribeños. Hay que volver a escuchar «Danzón Río Sumida» y «Club 4 Cha cha cha» para saber de qué hablo.

    Alguna vez contó que siendo estudiante lo expulsaron de la escuela de arte y se pasaba las noches montando rutas de guaguas, con botas rusas que le quedaban grande y uno supone que con el instrumento a cuestas. Habrá sido para intentar dormir un poco, acaso para estudiar porque no tenía dónde, cuando lo cierto es que a todo genio le espera su estoica peregrinación a Lübeck.

    Pregúntense ustedes quién tuvo tanta voluntad para persistir y acabar integrando las dos más grandes formaciones de la música popular cubana, Los Van Van en los setenta, e Irakere en los ochenta, y luego fundar la síntesis de ambas, una eclosión sonora que no tuvo igual en aquel momento, NG La Banda.

    En Irakere, por cierto, debió también tocar el saxofón. Chucho Valdés tenía un all stars, pero le faltaba un saxo barítono. El Tosco se puso a practicarlo (se decía que Beatriz Márquez lo había ayudado, esa historia tendría que escribirse si no quieren que siga siendo leyenda urbana) y por supuesto no solo se integró a una cuerda de metales fundamental en aquel momento, sino que hizo que Chucho incluyera temas de su autoría en algunos discos, como «Rucu rucu a Santa Clara». También lo había hecho con Formell cuando se sumó a Los Van Van.

    Entre NG La Banda en la calle, aquel primer disco, y Desde el patio de mi casa, el último que llegó a interesarme, alcanzó una cumbre de calidad musical que es muy difícil de superar. Habría que repetir hasta los contextos para volver a lograr algo así. El Tosco reunió a los mejores en cada instrumento y aun así quedaba lugar para un hermano (Pablo Cortés, bongosero) o un amigo en desgracia (Raúl Cárdenas, Yulo, y más tarde Tony Calá).

    Al Tosco lo distinguió, además de su virtuosismo, una rara capacidad para convocar. Un tiempo antes, en el paréntesis que va de su salida de Irakere a la creación de su orquesta en 1988, se había lanzado a organizar un proyecto «todos estrellas» que arrojó cuatro discos de jazz y lo que el propio Tosco llamaba con cierta picardía «música popular bailable de concierto», uno de ellos bajo el rótulo de Abriendo el ciclo (1986).

    Allí comenzó a cuajar un pensamiento musical que solo podía concretarse si estaban los mejores. Juntaba metales con violines y guitarra eléctrica, y de paso se colaba algún bolerón, que de eso siempre hubo en sus discos. De memoria recuerdo a un muy joven Gonzalito Rubalcaba, Carlos Averhoff, Ernán López Nussa, Miguelito Núñez, Juan Munguía, Feliciano Arango, Omar Hernández, Calixto Oviedo, Osmani Sánchez, Dagoberto González, y Luis Téllez, Pedrito Calvo, Anabel López, Aymée Nuviola, Tony Calá y Puchungo en las voces, entre muchos otros. Nada de eso se ha remasterizado, aunque puede escucharse en plataformas de video Youtube, algo que ahora mismo estoy haciendo (no importa cuándo leas esto).

    Y el que no era un virtuoso salía mejorado de la experiencia. Y el que decidía irse de la orquesta, caso Giraldo Piloto, Germán Velazco y otros, debía comprobar que fuera de ella hacía mucho frío. Pero no hay que culparlos. Al pico de rendimiento de la gozadera cubana se le llamaba «carnavales» y es como ese tren que en un desolador cuento de Arreola pasa solo una vez. La mayoría se queda esperando toda una vida. Los que allí estuvieron pueden decir, con todos los rigores de una edad que ya va siendo provecta, he vivido, he sabido vivir.

    «Yo traigo naipe natural», dice un estribillo de «Échale limón». Habrá que volver sobre ese oído callejero, una senda de doble sentido que recibe del barrio, pero también propone. La música popular vive bastante de ahí y el Tosco hizo de ello un arte. Alguna vez Lezama bromeó con el supuesto hermetismo de expresiones como «El tíbiri tábara» y «El cuini tiene bandera». Lo que vino después fue ya el colmo: las letras de reguetón subieron el barrio en pleno a la tarima.

    Es cierto que al Tosco muchos lo miraban con cierta indulgencia, como a un demente al que se le tiene cariño o hay que tolerar. Todo genio es demencial. Probablemente se equivocó muchas veces. Cuando hablaba era difícil seguirle el hilo. Cometió excesos que por donde quiera que se los mire son reprobables. En 2019, la cantante Dianelys Alfonso, «La Diosa», ex integrante de la orquesta, lo acusó de maltratos, lo cual generó, en una sociedad profundamente machista como la cubana, un necesario intento de traer a la vía pública el tema de los abusos y acosos sexuales, a lo cual jamás ha escapado el mundillo musical. El caso no pasó a mayores. Algunos amigos y familiares salieron en defensa suyo y, hasta donde sé, El Tosco ni siquiera se disculpó. Había obtenido el Premio Nacional de Música dos años antes y nada sucedió más allá del escarnio en las redes.

    En cada despedida que he leído desde ayer se repite un patrón: dicen que era una persona distinta de cómo se proyectaba. No sé muy bien cómo entender eso. En la cima de la popularidad, en los noventa, ya se decía de él que era un hombre generoso, un caballero, amigo de los amigos. Un perfil que está mucho más cerca de su legado musical.

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