Mi esposa ha comenzado a buscar casa en lo que habitamos las de varios amigos suyos; así que hasta cierto punto somos nómadas. Mientras, comienzo a leer un libro que me regalaron cuando recién llegué: El vértigo horizontal, de Juan Villoro. Se supone que esta lectura sea una suerte de guía exprés de la Ciudad de México, pero avanzo muy pocas páginas cada noche como para conocer algo de esta urbe. De hecho, no sé ni siquiera cómo es este barrio más allá de las pocas manzanas que me atrevo a caminar.
Sigo pegado a las redes sociales, pendiente de cada cosa que pasa en la isla. Aunque tengo pensado pasar un buen tiempo en este país, no me detengo a ver las «mañaneras» de Andrés Manuel López Obrador, sino los bodrios del Sistema Informativo de la Televisión Cubana. Tampoco he dedicado ni un minuto a leer sobre las víctimas de la pandemia, el narcotráfico o los feminicidios que aumentan en México de forma alarmante. Invierto horas en enterarme sobre la escasez de alimentos, las campañas difamatorias del gobierno y la represión policial que aumentan en Cuba, también de forma alarmante.
No creo tener mi cabeza en Cuba, sin embargo, estoy convencido de tener a Cuba en mi cabeza. Me pregunto si al resto de los cubanos que andan desperdigados por el mundo les pasa igual. Quisiera preguntarles cuánto tardan en disolverse los apegos y las nostalgias.
—Esto está malo —me dice un viejo amigo desde Cuba.
Le pido que me explique. ¿Hay tensiones políticas? ¿La gente ha reaccionado a lo sucedido en San Isidro y frente a las puertas del Ministerio de Cultura? ¿La atmósfera en Cuba ha dejado de causar el sopor de siempre y ahora hierve a punto de explotar?
—No, qué va. El problema es que hace rato no hay comida ni café, y ahora, para rematar, ni siquiera hay cigarros. ¡Coño, que en este país ya uno no puede ni joderse la vida como desee!
1 de noviembre

Luis Manuel Otero está libre, al menos por unas horas. La Seguridad del Estado lo suelta, lo encierra, lo vuelve a soltar, lo vuelve a encerrar y así, una y otra vez, hasta que este macabro juego con la libertad de un hombre, finalmente, comienza a parecer algo natural. Natural para nosotros, digo, los que no somos Luis Manuel Otero y acostumbramos a saber de él solo por las noticias que nos llegan a cualquier hora. El régimen repite hasta el infinito una misma arbitrariedad, como si quisiera derrotar, por cansancio, el ya débil sentido de la justicia que sobrevive en ese país.
En la noche hablo con un amigo al que quiero mucho. Me llama para recomendarme un video que transmitieron hace unas horas por la televisión cubana. Le digo que ya lo vi.
—¿Y qué te pareció?
—Me pareció que la dictadura se ha superado a sí misma, y también que debe estar muy desesperada para presentar semejante disparate. De pronto informan sobre supuestos actos terroristas que nadie conocía, algunos ocurridos hace tres años, y todos unidos por una trama malograda que supuestamente conduce a los sucesos de San Isidro. ¿En serio? ¡Es tan oportuno que no es creíble! Las teorías conspirativas suelen ser más elaboradas. De hecho, creo que un terraplanista paranoico pudiera ser más verosímil que el régimen cubano —bromeo, pero él insiste en creer la versión oficial.
Convencidos de que la conversación no llegará a ningún lado, terminamos hablando de cosas banales, como del invierno en Ciudad de México y la necesidad de comprarme un par de zapatos decentes, cálidos.
Mi amigo fue la primera persona a la que escuché decir que la Revolución se traicionó a sí misma. Por lo general, comenzaba hablando de los años felices de su juventud, cuando no escaseaban ni la comida ni las convicciones reales de que el sistema cubano era justo, inclusivo y casi perfecto. «Luego todo se vino abajo y abrí los ojos como mucha gente», concluía, como si le costara demasiado reconocer tal cosa. Nunca supe si con eso de que la Revolución se traicionó a sí misma me quiso decir que la Revolución lo traicionó a él, o que él se traicionó a sí mismo por la Revolución. Como sea, siempre tuve la impresión de que las tres ideas convivían en aquella frase.
Aunque a veces dura mucho, su rabia contra el gobierno era intermitente. Al final se diluía en una mezcla de derrota, frustración y aceptación, como la de quien tropieza y comienza a maldecir, para después caer en que quizás la razón del golpe no fue tanto de la piedra en el camino como de un despiste suyo. Mi amigo creció leyendo a Fidel Castro, viéndolo, escuchándolo, adorándolo, y todo eso sin darse cuenta. Ahora tiene 53 años, justo la edad de mi padre.
2 de diciembre
El editor de la revista me dice que necesario mantener una cronología de cuanto sucede en Cuba por estos días. Como apenas me alcanza el tiempo y me cuesta centrarme en realizar un texto elaborado, le prometo lo único que tengo: mis notas diarias.
Hoy liberaron al preso político Silverio Portal Contreras, quien cumplió la mitad de una condena que le impusieron por los supuestos delitos de desacato y desorden público. Veo un video que circula por las redes y descubro las diferencias que existen entre el Silverio Portal que llega sudoroso a casa y pide sentarse a tomar aire y el que detuvieron en el 2018. El de ahora tiene una sutil inclinación en los labios, producto de la isquemia y el derrame cerebral sufridos en prisión. Al Silverio Portal de ahora se le notan demasiados esos dos años de más que tiene con respecto al que protestaba frente a edificios en ruinas por las muertes causadas por los constantes derrumbes en la ciudad. Que lo hayan liberado antes de cumplir su sanción no revela el reconocimiento de una arbitrariedad por parte del gobierno, sino el hecho de que cada cubano está sujeto a las conveniencias de un régimen desentendido de la justicia.

Llegan noticias de que han detenido y soltado varias veces en los últimos días a Tania Bruguera, algo así como lo que hacen con Luis Manuel Otero. En Facebook, Bruguera cuenta que los interrogadores de la policía política le han insistido en que confiese quién o quiénes lideran el grupo 27N. Ella les dijo que nadie, pero la Seguridad del Estado no parece creerle. Es lógico que los represores no puedan concebir un poder horizontal a ninguna escala, dado que sus funciones no son consustanciales a la idea misma de la democracia. La policía política solo sabe moverse en la lógica verticalista del pater familias, y no cree que pueda existir un orden mejor que el de una voz de mando imponiéndose por sobre las demás.
Decía Hanna Arendt en Los orígenes del totalitarismo que, en toda gran revolución, mientras el pueblo lucha por la verdadera representación, la chusma siempre grita en favor del hombre fuerte, del gran líder.
3 de diciembre
He hablado con algunos de los que participaron en la protesta del 27N. En verdad, los he entrevistado, y aunque no es motivo de este diario hacer una transcripción de dichas entrevistas, sí cabe recoger mis impresiones al respecto.
San Isidro y el 27N rompieron la inercia de un país paralizado. Cuba ahora se mueve tan rápido como pudiera hacerlo una máquina cuyos resortes y ruedas dentadas llevasen décadas cubiertos de polvo y óxido. El proceso de cambio que ha echado a andar será entonces dilatado y cansino, pero es necesario que así sea. La lentitud causada por las tibiezas y las indecisiones de algunos, tal vez sirva para lograr consensos en una sociedad extremadamente fraccionada. Eso sí, hasta tanto no se acepte y generalice la idea de que en Cuba gobierna una élite totalitaria y déspota, no habrá cambio real alguno.

El grupo de cientos de personas que se plantó el 27 de noviembre a las puertas del Ministerio de Cultura (MINCULT) en La Habana cubre un espectro heterogéneo que va desde quienes aspiran públicamente a transformaciones radicales hasta quienes disfrazan de precaución su espíritu timorato. Son estos últimos los que más llaman mi atención, pues me saben a nostálgicos de un tiempo que nunca fue. Estos intelectuales y artistas pusilánimes gustan del relato del «socialismo con rostro humano», y muchos hasta se atreverían a localizarlo en un punto de nuestra historia, aunque son incapaces de decir exactamente cuál. Ese punto, al final, es solo una ilusión que confunde la ausencia de rebeldía con la presencia de libertades. No hay ahora más censura y represión que antes, sino más frustraciones acumuladas y también más deseos de resolverlas. El «socialismo con rostro humano», lo que sea que esto signifique, requiere, primeramente, de un espacio democrático que no ha habido en Cuba y que la élite senil no está dispuesta a aceptar.
Las dictaduras nunca aceptan versiones suaves de sí mismas. Desde la madrugada del 21 de agosto de 1968, los adoquines deformados de Praga nos lo recuerdan.
4 de diciembre
Por un accidente asociado a mi analfabetismo tecnológico y mi mala memoria, me vi obligado esta mañana a abrirme un nuevo perfil en Facebook. Al principio me preocupé mucho, pero luego sentí un alivio tremendo al poder reiniciar mi existencia virtual y escoger cuidadosamente a mis contactos. Alguien me dijo que no siguiera, que me fuera a Twitter, pero siempre he pensado que esa red social no puede convivir con uno de los defectos crónicos nacionales: la incapacidad de resumir.
Después de agregar a unas pocas personas que conozco y a tres o cuatro medios que realmente me interesan, comienzo a seguir a varios sitios oficiales. La misma persona que me aconsejó Twitter me aconseja que no haga esto último. «Estás recién llegado. Aprovecha ahora para desintoxicarte», dice. Creo que está en lo cierto, pero llevo unas horas sin saber qué vociferan los acólitos del régimen y eso me incomoda.
Lo primero que me llega de estos medios es un video donde un presunto terrorista, de nombre Abdel Cárdenas, confiesa haber participado en la protesta del 27N y luego haber apedreado los cristales de una tienda por «un pago» que le daría alguien. De adolescente leí novelas policíacas en cuyas primeras páginas adelantaban más datos que los ofrecidos por Cárdenas. Lo primero que hago es buscarlo en Facebook, con ningún éxito.
«Si de verdad es un terrorista, es el más mediocre de los terroristas. Yo creo que es de la Seguridad del Estado. En ese caso estaríamos frente a una mezcla de Stirlitz, Ramón Mercader, los “Cinco Héroes” y Octavio Sánchez Guzmán. Es para cogerle miedo ¿No crees?», me escribe un amigo en un chat colectivo, y todos comenzamos a reír.
En la noche, cuando aminora la carga de trabajo, leo la Declaración del 27N ante el posicionamiento del MINCULT y extraigo del texto dos fragmentos:
«Hoy no nos detiene el temor».
«Apostamos por un diálogo de reconciliación que pueda saldar nuestras diferencias».
Ambas frases están unidas por una gran verdad: dialogar con el poder en Cuba requiere de valor, y hasta de cierto espíritu de mártir. Creo que estos artistas bien saben que las dictaduras no dialogan.
A veces, cuando desde la sociedad civil cubana se habla de un diálogo con el poder, pareciera que se infiere de antemano que el poder es uno, que es homogéneo. Pero no creo tal cosa. La élite política cubana no es una excepcionalidad entre las élites políticas del mundo. La cúpula de la dictadura debe entretenerse también en sistemas de favores, chismes de cama, intrigas palaciegas y pequeñas revanchas. No obstante, el poder sabe parecer hermético y entiende que en tiempos de crisis debe, además, ser una escuadra hoplita, arrolladora e impenetrable.
Hay más heterogeneidad en la sociedad civil que al interior del poder político, sin embargo, muchas veces lo heterogéneo se traduce en diferencias prácticamente irreconciliables, algo normal en un país tan empobrecido en cuestiones como el activismo y las luchas sociales. De tal forma, creo que la sociedad civil debería, primero, agenciarse un diálogo interno y fortalecerse mediante el consenso y, luego, plantarse frente al gobierno.
El poder solo sabe ejercer el poder, y eso ya lo ha dejado bien claro el régimen. Cualquier fuerza inferior a la suya no podrá jamás aspirar a un diálogo. Los poderes no dialogan, solo negocian con supuesto iguales. La democracia solo puede surgir de la tensión entre voluntades con similar alcance. Al final, la democracia se trata de convivir en esa tensión, sabiendo que, de romperse el equilibrio, solo quedan dos caminos: el despotismo o el caos infinito.
5 de diciembre
El MINCULT monta una farsa con un grupo de artistas e intelectuales que viven bajo las faldas institucionales; de esta manera, traicionan la esencia misma de lo que significa ser un artista o un intelectual. El MINCULT, en realidad, dialoga consigo mismo frente a un espejo para, como buen narcisista, enamorarse de sus propias formas.
Me gustaría pensar que los artistas e intelectuales del país —«la comunidad creativa», como le llamó recientemente un amigo a esta amalgama de personajes— se divide en quienes participaron del monólogo institucional de hoy y quienes apoyan las exigencias del 27N. Pero no es así. Una gran masa, incluyendo nombres de peso en la esfera cultural cubana, permanece oculta, temerosa de posicionarse; quizás porque alrededor de ella todavía sobrevuelan los fantasmas del Quinquenio Gris.
La «comunidad creativa» es compleja e indecisa por naturaleza. Los artistas y los intelectuales a menudo resultan una pieza de rompecabezas muy particular; un comodín que puede completar vacíos de cualquier ideología u opción política. Cuando se apartan, no lo hacen porque creen que no encajan en ningún sitio, sino porque saben que pueden encajar en cualquiera, y temen decidirse por el lado que peor será juzgado más tarde.
6 de diciembre
Tengo un código con mis amigos para referirme a la masa de cubanos desentendidos, esa que no puede más que ocupar todo su tiempo en llevar un plato de comida a la mesa familiar, de manera que cuando llega la noche no se detiene a pensar en huelgas de hambre, protestas ni represión policial, sino en la jornada de supervivencia que le espera mañana. Le decimos: «la cola del pollo». El término, en verdad, no me parece nada despectivo. Más bien resulta triste.
Un amigo me escribe para decirme que el cambio hacia una Cuba democrática está cerca, que lo huele, que casi puede sentirlo en el paladar.
«Los artistas y los intelectuales serán quienes logren el cambio. Estoy convencido de eso», dice.
Le contesto que está equivocado y que, si bien los artistas e intelectuales son una vanguardia, solos no pueden generar nada decisivo. Mientras «la cola del pollo» sea «la cola del pollo», no puede haber cambio. La masa es necesaria y siempre tiene para aportar algo más que carne de cañón, aunque la «macrohistoria» de las revoluciones diga lo contrario.
«Esa gente al final no cuenta», me responde, y cambiamos el tema de conversación para evitarnos un disgusto.
Si tuviera la seguridad de que muchos piensan como él, lo mejor sería ir olvidando cuanto tiene que ver con Cuba y concentrarme en terminar de leer mi guía exprés de la Ciudad de México.