La cubana Paola Martínez Fiterre (1992) es otra fotógrafa cubana que vive en Nueva York, y es otra joven cubana que regresa al hogar por unos días antes de volver a marchase.

Esta serie fotográfica (aún sin título) debería haber sido, quizá, una crónica íntima sobre el retorno al país natal, a la isla que es el centro del mundo para el isleño, al barrio mítico y a la casa familiar, un asomarse nostálgico al umbral por el que se salió de la infancia, o, quizá, un testimonio coherente sobre la incongruencia recién conseguida en el exilio.

Algo de todo ello habrá por ahí. Sin embargo, parece evidente que esta serie de Martínez Fiterre es más ensayística que narrativa: no hay un desvelo esencial por registrar el paso del tiempo, ni por tejer —¡coser y cantar en una máquina Singer!— una consecutividad totalizante; hay en cambio declaraciones escuetas y lapidarias, interjecciones, gestos presuntamente decisivos, silencios densamente elocuentes…

Se trata en cualquier caso de pequeños experimentos (ensayos en el laboratorio artístico de PMF) con la luz, la sombra, los perfiles del cuerpo propio y los ángulos del viejo hogar cubano redescubierto.

Del mismo modo en que no hay narración al uso en el conjunto del proyecto, cada pieza supone un fogonazo de autorreferencialidad fragmentaria: la muñeca ha sido desmembrada. Aquí están sus brazos, sus piernas, el torso, la inminencia de su sexo, esos pequeños actos que puntúan una cotidianidad que ya no es tal o que lo es, imposiblemente, durante apenas unos cuantos días.

Y ese desmembramiento que se objetiva en las imágenes, que se instala ante nuestros ojos (a veces como sutiles escenas del crimen, o bien como estilizadas desgracias hogareñas a punto o en trance de acontecer); ese cuerpo suyo que la artista desesculpe; ese relato que nuestra sensibilidad insiste en vislumbrar… pero no…

Es eso tal vez lo que en última instancia significa crecer, emprender el camino del arte, emigrar, volver por algunas semanas, marcharse de nuevo, recordar… Verbos que insistimos en trenzar para bien de nuestra biografía, que empalmamos en el Yo, eso que suele llamarse la identidad, pero que no son más que instantes: figurillas de un rompecabezas múltiple.

PMF es también escultora y artista del performance, así que es dable suponer que arma y desarma aquí, en este puzle fotográfico, una reflexión sobre la temible dialéctica sujeto–objeto. Y que eso le sirve para (des)articular un argumento feminista y, al mismo tiempo, (re)presentarnos, melancólicamente, a la mujer que va siendo Paola Martínez Fiterre.

A continuación es ella quien habla… mejor. 👇

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Hace un año que me pensé y me sentí libre por primera vez. Pero no, la vida es una perra. En diciembre de 2019 visité Cuba por primera vez después de tres años de haber emigrado a los Estados Unidos.

¡La expresión «visitar Cuba» me parece tan extraña! ¿Cómo se visita el hogar? ¿Cuándo pasó a ser un lugar a visitar? ¿Qué es hogar? ¿Y dónde está? Todo lo que estas imágenes son, todo lo que fui, y parte de lo que soy. 

Yo soy ese tipo de personas que, sin el objeto, le cuesta recordar. Por eso me apasiona la fotografía. Porque mezcla dos maneras de recordar: una, la manera en que mi cuerpo responde a estos objetos, ventanas, adornos, esquinas que formaron parte de mi vida hasta que me fui de Cuba; otra, la fotografía misma como objeto nuevo que a su vez crea una nueva memoria. En fin… 

No logro mirar estas imágenes durante mucho tiempo, porque soy una romántica y enseguida me pongo a llorar. El dolor así, el dolor del exilio, se llora con lágrimas de sangre.

A mí por desgracia solo se me da más o menos bien eso de hablar en imágenes; las palabras me cuestan mucho. Regresar a los recuerdos también me cuesta, pero sin ellos no vivo. Espero, pronto, regresar por más.

(Fotografías autorizadas por Paola Martínez Fiterre).