Recobrándote en el paraíso de tu lino blanco.
Lejana como Cuba, Wendy Guerra.
A este pueblo le gusta leer muñequitos.
El juego de la viola, Guillermo Rosales.
Un cubano ruega. Implora para que no le roben. Suplica para que no lo despojen a la cañona (léase: encañonado) de las dos únicas posesiones que son la fuente de su sustento vital.
Celedón es un guajiro noble, pacífico, que trabaja de sol a sol como un animal bruto. Es un campesino del siglo XIX cubano, un hombre mucho más cívico que la mayoría de la ciudadanía contemporánea.
Ese civismo natural se le nota a la legua, en su vocabulario y hasta en sus maneras de buen salvaje. Es un tipo educado, aunque no haya tenido acceso ni a media hora de instrucción institucional. Antes, en Cuba, la familia bastaba para formarnos como personas de buenos sentimientos y sentido común.
Se llama Celedón, aunque tú no recuerdes ese nombre en tus mil 959 horas consumiendo las caricaturas de Elpidio Valdés.
Celedón mal vive como han mal vivido siempre los desclasados, los marginados de la sociedad, los olvidados de la nación. Los que no fueron lo suficientemente vivos para vivir del bobo. Celedón subvive como tantos otros en la Isla de las Cotorras, subsumido en el baile de los que sobran, recibiendo patadas y putadas, en un país de payasos que se la pasan en el quítate-tú-pa-ponerme-yo.
Celedón es un ejemplo en dos patas de la mentira multitudinaria del progreso y otras porquerías del pensamiento sociologista. La realidad no es retórica para él, sino muy fáctica. Al respecto, Cuba apenas ha cambiado desde 1895 hasta la «continuidad» de Miguel Díaz-Canel: el ruego-imploración-súplica de Celedón bien podría estar ocurriendo no en el siglo XIX, sino en el anagrama del XXI cubano. Es decir, hoy.
Celedón sobrevive, en fin, como peor puede sobrevivir un «Don Naiden»: aruñando con dedos y dientes esa pobreza primordial que los expertos y poderosos llaman la «fertilidad» de nuestros suelos.
En plena guerra de independencia, él no puede hacer otra cosa que proteger su bohío a título personal. Esa es su «tregua fecunda», en medio de la barbarie ajena de sus compatriotas, empecinados en no dejar intacta el alma de ningún poblador.
El patriotismo es eso, por cierto: obligar a los cuerpos del otro a prestar atención, incluido el cuerpo analfabeto de Celedón. El paraíso de las ideologías y religiones es sólo una forma extrema (es decir, enferma) de patriotismo a perpetuidad.
Celedón, cará. ¿Los cubanos nos acordamos de ti?
Con tantas cosas importantes que hacer y tú teniendo que rogar, implorar, suplicar para que no te roben, para que no te despojen de las dos únicas posesiones que mantienen con vida a tu familia de tres: tú, tu mujer, tu bebé de brazos.
Ay, Celedón de cáspitas y recórcholis, tan convencido de que, comparado con el bienestar de tus seres queridos, la libertad de Cuba era un timo intimidante que bien podría esperar unos siglos. Digamos, por ejemplo, hasta el milésimo aniversario del «descubrimiento», en octubre del año 2492.
Aunque eso habría que verlo, compay Celedón. Porque en cada turuntutú-tutú de la corneta redentora repicaba la fanfarria de los fanáticos, en una sinfonía siniestra de notas afinadas con litros de sangre y caballerías de caña colimada entre la candela y contracandela. En concreto, el terror.
La libertad como tea incendiaria, como campo de exterminio más que de reconcentración. Una libertad que nació signada por el Decreto Spotorno, durante la década que duró la guerra civil anterior. (Para los olvidadizos del horror, el dictum de Juan Bautista Spotorno fue una infamia insular, una patente de corso para que los insurgentes criollos asesinaran al mensajero de la Metrópoli que portase, incluso ignorándolo, una propuesta de paz).
La pax cubensis, un patíbulo. La patria como un perpetuo paredón.
En cualquier variante, durante esa «guerra necesaria», la libertad de Cuba fue perfectamente innecesaria a la hora de alimentar a la mujer de Celedón, la que a su vez debía amamantar de sus pechos al primogénito del matrimonio en son de paz.
Toda esta genealogía la aprendimos, sin prestar atención, en un cine de nuestra infancia en Revolución. Los cubanitos de entonces nunca supimos del todo su nombre. Mejor así. Porque «Celedón» es un nombre risible. Y lo hubiéramos usado para hacer bullying, a la hora de humillar puntualmente a los más débiles del aula o la cuadra, tal como los ridiculizábamos a golpes de Agapito o Agamenón. No sé. Se me ocurre algo así como: «confiesa, canalla, camina de cabeza o cáete de culo como Celedón».
Sin embargo, sí recordamos románticamente (enamorados de su pelo negro, medio siglo después) el nombre de la ladrona, María Silvia. Incluso el de su compinche en aquella extorsión, Euteeelia. (La actriz que hacía sus voces por duplicado aún existe, recién exiliada.)
A los cubanos adultos se nos olvidan las víctimas de la violencia y sólo nos acordamos de los verdugos. Ojalá que esa amnesia selectiva esté hecha de amor por los nuevos celedones que nacerán. Nadie se merece habitar en el pasado de sus mayores. Ninguna identidad es higiénica.
Lo cierto es que María Silvia, la mambisa sexy de Juan Padrón, a estas alturas de la historieta está a punto de conocer al coronel Elpidio Valdés (ese clásico de clásicos de la cinematografía cubana). Ya se van a enamorar a primera vista, en un recodo de animación de la manigua insurrecta decimonónica, mientras nuestros padres se preparaban para el éxodo en masa por el puerto del Mariel.
Para sumarse a la Revolución, María Silvia y Eutelia deben probar primero su ética revolucionaria. Sin excepciones, ni blandenguerías. A rajatablas.
Así que pasan por casa de Celedón, sin conocerlo. Sin que nadie las haya invitado. Irrumpen en su conuco a pedirle cuentas, al verlo izar una bandera blanca a ras de las tablas de palma y el techo de guano de su barracón.
Ese gesto de autonomía de Celedón a ellas les atiza la rabia. No se preguntan por qué odian tanto una decisión que, en principio, no daña a nadie. Al contrario, es una opción que intenta salvar al menos a tres cubanos: Celedón, su mujer, el bebé que mama.
María Silvia, de vagina putativamente virgen, todavía arrastra unas esposas y una cadena, tras su última aventura al escaparse de un tren militar, siempre con la complicidad de Eutelia (una Cecilia de miniatura con la lengua suelta y picante, como buena hija liberta de esclavos africanos).
En la escena, es obvio que Celedón ayudó a María Silvia a quitarse esa marca de cautiverio, con la cual sería fácil que los «panchos» la volvieran a arrestar de inmediato. Esta solidaridad espontánea del guajiro, arriesgándose por dos desconocidas, el director de la película prefirió no mostrárnosla en cámara. No todo se le podía decir al pueblo cubano. Ni siquiera en unos muñequitos dirigidos a los fiñes que en el futuro seríamos el pueblo cubano. (Nunca lo llegaríamos a constituir.)
Celedón, repito, lo primero que hizo fue algo humano por la pareja de jóvenes forajidas en peligro mortal. Celedón no les pidió nada a cambio a ellas dos, excepto que lo dejaran en paz, con su pendón blanco ondeando en las alturas.
Celedón es bueno porque sí. Sólo por esa acción él encarna mucho mejor el espíritu de José Martí que el resto de los personajes de la saga independentista hecha en el ICAIC.
De pronto, toda vez liberada María Silvia por Celedón, la futura novia del héroe procede a un decomiso forzoso. Una nacionalización de propiedad a quien ya no posee nada, excepto su prole.
El agradecimiento de las visitantes resulta de una bajeza bestial, inolvidable. Son unas bandidas.
Sin mediar pretexto, el dúo de bandoleras le roba a la familia de Celedón su instrumento de caza y de autodefensa. De paso, como plusvalía, se dan a la fuga en su único medio de transportación.
A partir de ahora, gracias a María Silvia y Eutelia, cuando se enferme el bebé, Celedón tendrá que cargarlo en su cogote hasta toparse con algún curandero. Cada revolucionario requiere de un Rocinante o al menos de un Rucio.
«No me lleven la escopeta», les pide el decomisado.
«No llore más, compay», dice una de las confiscadoras.
«¿Usted la va a usar contra el enemigo?», alega la otra recuperadora de bienes malversados.
La respuesta de Celedón es simple, por sincera. Les está hablando un ciudadano sin culpa, que no merece castigo. Alguien que no ha cometido hurto, ni ha macheteado a nadie al son del tingotalango del «adegüello».
«Pues, no», alega Celedón. «Si puse bandera blanca es porque no quiero lío con los españoles».
Más claro, ni el agua. Él mijmito se embarcó, con su guanajería de guájaro gentil.
Para María Silvia y Eutelia (y hasta para la Irela Bravo de sus voces en off), este argumento de Celedón es una asquerosa provocación. Con rimita reaccionaria y todo, vaya. No querer lío con los españoles era meterse en lío con los otros españoles que, como ella, canturreaban en octosílabos una Cu-ba-pa-ra-los-cu-ba-nos.
«Váyase con los mambises», le ordena la casi coronela Valdés.
Aún no ha sido reclutada por el Ejército Libertador y ya está reclutando a terceros. Es obvio que su hoja de ruta con los rebeldes ascenderá a marcha redoblada, tan pronto como ella pueda vestir un uniforme de campaña.
María Silvia se comporta de facto como nuestra Primera Dama en Armas (un arma que, como corresponde, ella no compró, ni ha cuidado con esmero, y es probable que no sepa ni cómo recónditamente usar).
«No, qué va», Celedón intenta convencerlas de que él no es el enemigo de nadie. «Yo no me meto en política».
Error craso de confesión. Despierta, que estamos en Cuba.
Celedón no se ha dado cuenta de que sufre el interrogatorio de una contrainteligencia en ciernes. Y acaba de incriminarse como traidor (Cuba es una plaza sitiada), sin reparar en que no son dos «vejigas» las que él acaba de salvar, sino, en la práctica, un par de oficiales del próximo poder policial.
En este punto, amazona a lo macho sin montura, María Silvia arremete contra Celedón, antes de clavar las espuelas y huir con su botín pirateado (Eutelia escarranchada en su entrepierna).
«Entonces tomamos el potro y la escopeta en nombre del Ejército Libertador», le gritan como epitafio.
Fin del escarmiento ejemplar.
El ecuánime Celedón no las ataca. Él es un hombre a todo, ante todo. Mucho menos las ofende con su palabra.
«Están locas», es lo único que rezonga, con cara de preocupado por lo que les pueda pasar a dos chicas solas, en medio del macherío local o peninsular que pulula por la campiña. (De hecho, María Silvia y Eutelia pronto serán atacadas por una jauría de perros jíbaros, uno de los cuales se le encarama encima a la «mambisita» con ínfulas de violación.)
Toda esta parábola de Celedón es el único pasaje del largometraje que no da risa. Es la escena obligatoriamente seria de esta comedia animada, donde lo mismo los castizos hispanos que los chapurreantes latifundistas yanquis quedaron como creaciones cómicamente entrañables en nuestro cinéfilo corazón.
El castrismo aristotélico se manifiesta entonces en la dramaturgia y cae, con esa fuerza más, sobre el cauto Celedón, quien después será obligado a reconocer en el guion que el robo que sufrió estuvo bien robado.
Juan Padrón no podía arriesgarse a otra solución actancial, rodeado por los Elpidios de verde oliva de la consola rigurosamente vigilada de edición.
¿Resultado #1? Que los españoles no respetaron la bandera blanca de Celedón. El tipo respetable, al parecer, era Spotorno, quien sobrevivió a todos sus crímenes de guerra y murió en 1917 como un ricachón, en la Trinidad republicana, honrado al ritmo de aé, aé, aé, la chambelona por el populacho neocolonial.
¿Resultado #2? Los malos de la película le quemaron el bohío y la boniatera a Celedón. Solo el potro y la escopeta se salvaron, gracias a la generosidad cleptómana de la Revolución.
¿Resultado #3? Como coda carcelaria, los «rayadillos» de la Corona los reconcentraron a los tres: Celedón, su mujer (quien culpó al marido de toda esta tragedia), y el bebé de brazos.
María Silvia, «la muchacha de la escopeta», a la corta y a la larga estaba del lado correcto del storyline. Es Celedón quien debe autoflagelarse en un plano medio de Juan Padrón, estigmatizándose a sí mismo por ser «el imbécil que le puso bandera blanca al enemigo».
En semiótica esto se llamaría un punto de inflexión muy bien resuelto. A ras del socialismo a la Castro, es una especie de recreación (también en 35 milímetros, pero en colores y sonido estéreo) del otro Caso Celedón, filmado en la primavera parametrizada de 1971 en la UNEAC.
Al volver a coincidir en presidio con María Silvia y Eutelia, siendo él uno de esos «desgraciaʼos guajiros de porra», Celedón es tratado peor que como los feroces iberos tratan a las prisioneras políticas. Una de ellas es familia del mandamás español. Supongo que por eso las pusieron en una celda espaciosa, solo para ellas dos (descontando el cameo ventrílocuo de Irela Bravo).
Aquí uno infiere que los tres Celedones morirán de inanición e inocencia. Ah, pero sobreviene de súbito un golpe de teatro totalitario, para rematar este evangelio con un toque umap-makarenko de reeducación.
Celedón se convierte a la causa. Ajá. Y su mujer también resulta ser una Mariana o una Celia de armas tomar. Ajá. Y hasta el bebé de brazos es capaz de baquetear la escopeta, recuperada por el coraje combativo de Celedón. Ajá.
¿Moraleja #1? Mientras más temprano un cubano aprenda a tirar (y a tirar bien), mucho mejor para no estar en mala con la Revolución. (Tres cosas tiene La Habana que nos las tiene Madrid: El Morro, La Cabaña, y fusilar cubanos allí.)
¿Moraleja #2? La bandera blanca nunca ha sido una opción entre nosotros, dentro o fuera del archipiélago. El pacifismo es pacificado en Cuba con mayor saña que la contrarrevolución armada.
¿Moraleja #3? No participar es la vía más expedita de garantizar que otros cubanos garanticen el ultimátum de tu participación.
¡Genial! Saludos.
«Nadie se merece habitar el pasado de sus mayores. Ninguna identidad es higiénica. »
Gracias, Orlando, por recordar y desmitificar ese filme infantil que adoctrina y distorsiona la historia para imponer el relato épico que baila en la historiografía cubana.
Saludos,
Miguel Iturria
Un pasaje gris que pusiste en la picota. Hay que verlo de nuevo para darse cuenta del engaño.
Estupenda disección del venenoso engendro animado.