Mi amiga cumplió 35 años y yo quería regalarle algo memorable. Ella vive hace cuatro años en Madrid y, más o menos, sus necesidades básicas están cubiertas. En Cuba siempre tuve la sensación de que los regalos satisfacían una carencia material. Así regalé y recibí blúmeres, jabones, ropa, champú.
Una vez en el exilio decidí que, como aquí alcanzamos a comprar blúmeres, jabones, ropa y champú, empezaría a regalar experiencias. Mi amiga es, además, muy importante: compartimos el sudor de la zumba, las lágrimas de la emigración, las depresiones del diario. Entonces decidí llevarla a un spa. No sé a ciencia cierta si el regalo era solo para ella o también para mí, en días grises invernales y de futuro incierto.
Mi compañera de piso, una española de clase media, me había comentado que en el centro Comercial Plenilunio el spa era increíble. Como señal de que está al tanto de que probablemente por mí se paga más gas en el piso, un día me dijo, mientras me contaba su fin de semana:
—A ti que te gusta estar dos horas bajo la ducha con agua hirviendo, los chorros del spa te dejan la espalda nueva.
—¿Y cuánto vale? —dije yo, cubana emigrante para la que un spa calificaba como una experiencia del primerísimo mundo.
—Son 21 euros por persona y te incluye las piscinas, la sauna, el baño de vapor y los chorros.
Yo podía imaginarlo, pero no con nitidez. Desde que llegué a España no paro de pensar qué han hecho mal los cubanos para no tener o conocer cosas tan poco sublimes como un spa. Si voy a tomar té con mis amigas la cafetería me sigue pareciendo de ciencia ficción, si voy a la nieve me imagino que estoy en una película, cuando veo los dulces en las vidrieras, con o sin hambre, pienso en cuánta gente puede probar ni siquiera una marquesita.
Deben ser los rezagos del subdesarrollo, a veces no sé por dónde abrir la puerta del metro, dónde poner la tarjeta para pagar, dónde se acciona el botón que enciende una televisión, y así día a día. Cuando creo que me estoy adaptando, me enfrento a otra nueva cosa sin saber qué hacer con ella.
Para ir al spa había que comprar un bañador y un gorro, además de llevar chanclas y toallas. Los primeros fueron resueltos con seis euros en Decathlon. Lo segundo ya lo teníamos.
***
Era sábado. Hacía un frío de enero y lloviznaba a ratos. Mi amiga y yo no tenemos coche, pero nos propusimos llegar como fuera al centro comercial del spa, por lo que caminamos casi dos kilómetros. Yo había hecho una reserva. Aunque llevaba varios meses entrenando en un gimnasio, aquel no era como el mío. La sofisticación iba un paso más allá. Nos explicaron con resuelta amabilidad todo lo que se podía o no hacer y ya luego nos dieron la bienvenida.
Nos entretuvimos al principio elogiando la ropa deportiva. Para mí, que hago ejercicios con el primer short que me encuentro en Shein, pagar 30 euros por un chandal Nike me parecía propio de «gente de nivel».
—Voy a hacer pis.
—Oye, ahí hay mas secadoras que en todas las peluquerías de la Habana —le dije a mi amiga.
—Y no cualquier secadora. Hasta tienen el difusor para los pelos rizados.
Se notaba que éramos novatas, que ese no era nuestro espacio habitual y que en la vida habíamos estado en un sitio así. La gente actuaba con naturalidad, se paseaba con sus neceseres Victoria Secret, se cambiaban la ropa deportiva de marca, se secaban el pelo, salían de la ducha. Mientras, nosotras, «una fotico aquí para que nos vean, otra fotico allá, que estamos en el nivel spa».
Casi volvemos a la recepción buscando la entrada al spa, si no es porque una cincuentona con piel de treinta nos dijo: «Al final de los baños está la puerta».
Dos piscinas, una para nado casi que profesional y la otra para pasar el rato. Yo nunca aprendí a nadar, ni siquiera floto. A veces sueño que me ahogo y ese día digo que debo aprenderlo, se me pasa el efecto y sigo sin intentarlo.
—Primero a las burbujitas —le dije yo, aunque el regalo en teoría era para ella.
Entramos en una especie de estanque donde salía agua con burbujas de los bordes. Nosotras nos acercamos, pero las burbujas no salían. El agua estaba más caliente que tibia y al lado de cada hierro había botones para activar una u otra función. No fue hasta que alguien nos dijo: «tienen que tocar allí», que tuvimos contacto con la primera burbuja. ¡Y se hizo la luz! ¡Se hizo la burbuja! ¡Y se hizo la luz! ¡Se hizo la burbuja!
Era tanto un viaje al fisio como uno a la playa. Las burbujas salían calientes y producían un efecto masaje. Unos chorros enormes daban directamente en la espalda, y desde unas tumbonas metálicas dentro del agua salían más burbujas. Burbujas iban, burbujas venían.
Una vez nos cansamos de estar ahí, hicimos la respectiva foto para Instagram, porque había que poner que estábamos en el spa. Las fotos eran casi a escondidas. Allí nadie tenía el teléfono. Intentamos entrar al baño de vapor. Luego de fajarnos con la puerta lo primero que vimos fue a un hombre desnudo. El vapor me hizo mirar directamente a eso que solo veo en la intimidad. Cerré la puerta. No sabía si volver a abrir. Al lado ponía sauna. Entramos y nos sentamos.
Eran casi diez personas. Adentro había unos 50 grados. En algún punto, la humedad que ya traía de las burbujitas empezó a mezclarse con sudor. Sentía que me faltaba oxígeno.
—Esto es un P12 Boyeros-La Habana a las dos de la tarde de un día de julio —le dije a mi amiga.
—Deberían poner en los P: «experiencia sauna». Los cubanos no saben todo lo que tienen gratis.
Aguantamos cerca de 20 minutos allí adentro. Ni siquiera sabíamos el tiempo que había que estar.
Pasamos a la piscina que no era para profesionales. Mi metro sesenta daba pie allí. Conversamos sobre nuestras aspiraciones laborales y recordamos experiencias en Cuba.
Me parece inverosímil cómo una no logra enajenarse y decir: «Lo pasado es pasado, ahora estoy aquí y pertenezco aquí».
La sensación de culpa me acompaña desde que aterricé el 2 de marzo de 2021 en Barajas. Cuando viajo digo: «Coño, mi papá me pidió un par de zapatos y yo aquí gastando el dinero». Cuando como dulces: «Coño, en mi casa seguro no hay luz». Si me compro un vaquero: «Coño, ya tengo cinco, mi mamá me estaba pidiendo uno para trabajar».
Hay un punto donde la culpa puede más. Y una llora y se lamenta. Y se pasa varios días así, culpándose por lo más mínimo.
***
Al final nos quedamos cerca de tres horas en el spa. Nos duchamos. Como buenas principiantes, no habíamos llevado ni champú ni jabón, pero sí pasamos dos horas secándonos el pelo, mi amiga con difusor de pelo rizado incluido.
Hace unos meses fui a Cuba. Me sorprendió lo que aquel espacio había cambiado desde mi salida. Lo veía todo sucio, la comida mala, los lugares caros, la gente mustia, los abuelos luchando por sobrevivir al final del día. Hace un año me propuse terminar mis estudios en España y poder trabajar de periodista. Ambas cosas han sido logradas. Este año también quiero ir a Cuba. Y cada día que me levanto tengo más ganas de abrazar a mis papás, pero de abrazarlos aquí. Sin embargo, creo que, si se vienen conmigo, se desdibujará aún más el mapa de lo que para mí es la Patria.
A veces siento que nunca voy a pertenecer aquí, a veces pienso que tampoco pertenezco allá. A veces quiero contar que estuve en un spa, y veo a mis amigas que viven en Cuba o a mis papás remendando la barbacoa y digo: «¿la culpa se va?, ¿soy yo la que va a un spa?, ¿podrán mis papás ir a un spa?, ¿podrá Cuba sentir las burbujas calientes?»
—Me siento limpia —me dijo mi amiga cuando salimos del centro.
—Y yo relajada.
Llevaba varios días durmiendo muy poco. Esa noche dormiría bien.