El nombre que nunca uso

    El GPS del carro de renta en Miami anunciaba que estábamos a 21 millas de distancia. Me tomaría una hora llegar si agarraba la autopista con peaje. Lo pensé dos veces porque no había incluido el servicio y el contrato establecía que si tomaba alguna ruta pagada me cobrarían una multa de cincuenta dólares por encima del valor del tol. Preferí perder dinero antes que tiempo, aun cuando no había fijado hora exacta para el reencuentro con mi padre.

    21 es también mi número favorito y los días de nacida que tenía cuando mi padre sentó a mi madre en un parque y le pidió el divorcio. Hubiese tenido una semana menos de vida, de no haberse adelantado el parto tras la muerte de mi abuelo materno. Siempre digo que vine al mundo adelantada y por eso carezco de paciencia. La hora que debía manejar me resultaba insoportable, pero tenía muchas ganas de «salir de eso».

    Habíamos hecho «as paces» por teléfono tres meses atrás. Su presencia invocaba el pasado y pactaba el futuro. No tenía idea de cómo lucia aquel hombre, salvo por una foto que le pedí me mandara la última vez que hablamos. Más allá de su apariencia, su olor, aura, postura y energía me intrigaban. Sus ansias por verme se manifestaban en constantes llamadas a mi teléfono mientras conducía. Desaparecía el GPS de la pantalla del carro siempre que aparecía su nombre y aumentaba mi ansiedad ante la posibilidad de tomar la ruta equivocada, no solo física, sino emocional también.

    Perdonarle su ausencia en los primeros treinta años de mi vida fue la decisión más difícil que he tomado. Debatí mucho si lo merecía, pero entendí que lo hacía por mí misma, más que por él. No había sido él quien inició el contacto, a pesar de que cuando respondió a mi llamada lo hizo pronunciando mi primer nombre. Ese que odio y nunca uso, e imagino tenía registrado bajo mi contacto en su celular. 

    La persona que inicia la comunicación carga el deber de la primera palabra, de explicarse y justificar el motivo de la llamada, y él nunca ha sido bueno en esas cosas. Cansada de esperar que lo hiciera, fui yo la que le dije que lo «entendía» y lo «perdonaba». No era esta la primera vez que se lo decía, pero fue la primera vez que lo aceptó.

    El día que cumplí la misma edad que tuvo cuando lo hicieron padre en contra de su voluntad, lo llamé también y le dije lo mismo, consciente del miedo que hubiera sentido de haberme descubierto en su situación y de mi falta de responsabilidad en ese momento. Descubrí que no estaba hecha a semejanza de mi madre, capaz de sacrificarlo todo por traerme al mundo sola, sino esculpida en el molde del cobarde que nos abandonó. No había solo heredado su nariz, sus ojos pequeños y el color de su piel, sino también el egoísmo de anteponer mi bienestar. El mismo egoísmo que me llevó a concederle la paz sin ganársela y me insistía en salvarme de cargar tanta rabia y remordimiento. Le ofrecí la posibilidad de liberarse de sus «errores» solo porque mi propia libertad estaba condicionada por su participación. El proceso de entenderle y compadecerle lo hice por salvarme a mí misma de las consecuencias de su ausencia.

    La diferencia entre yo y mi padre es que yo pude ver mis faltas a corta edad, en gran parte gracias a las conversaciones con terapeutas y amigos que tuve a través de los años para reconciliarme con su abandono. A él le tomo más tiempo. En concreto, le tomó ser testigo de todo el daño irreversible que me causó para corregirse.

    Pasaba de los cincuenta años cuando respondió el teléfono. No le di espacio a justificarse o a entablar una charla banal como en otras ocasiones. Quien llamó fui yo, consciente del deber de decir lo que ha de ser dicho y fui directo al grano: «Tengo más de treinta años y estoy decidiendo si tener un hijo o no. Mi novio me dice que va a cuidar de los dos, pero yo no puedo creerlo, aunque quisiera. Me gana el miedo de que a la criatura le pase como a mí y crezca buscando la aprobación y compañía de su padre. Me da pavor que tenga la vida que he tenido yo (la que he manejado como un piloto de Fórmula 1, pero hubiera preferido menor riesgo y velocidad emocional.) Siento pánico de que un hijo mío pueda vivir lo mismo que yo y prefiero evitárselo».

    Trató de convencerme de lo contrario, pero si no lo había logrado mi madre, aun calzando con acciones su discurso, poco podía esperarse del causante de mis faltas. Lo único que acepté fue su disponibilidad para remediar nuestra historia e interacción. Aunque tarde, bienvenidas y curanderas fueron sus ganas de cambiar.

    Me sudaban las manos al timón después de haber recorrido medio camino. La boca reseca y el pecho apretado me informaban la presencia de mi enemiga ansiedad. Tomé agua y me di cuenta de que había olvidado lavarme los dientes. Una de las cosas que odio es la mezcla del agua fría con el sabor de la pasta de dientes. Odio también la suciedad y violentar mis rutinas, pero en los días difíciles se fracturan los privilegios. 

    La última vez que le vi, casi diez años atrás, fue para informarle que me iba de Cuba. Viajé de La Habana a Holguín a despedirme de la casa donde nací y le pedí que pasara a verme. De casualidad apareció, contrarrestando todas las veces que le esperaba de niña sentada en la puerta con mis mejores vestidos y nunca llegaba. 

    Se sentó en el sofá y empezó a llorar. Nunca le había visto llorar, pero no lloraba por mi partida, sino al compartirme la noticia del divorcio que le había impuesto su última mujer semanas atrás. De todas las mujeres que le conocí, esta era su preferida y la mía también. Quizás porque fue la única que vi más de una vez y con la que construyó lo más parecido a un hogar que había tenido hasta ese entonces. Me extrañé un día que fui a visitarles y descubrí una foto mía en la sala. Ella me dijo que fue idea suya, arrancándome la esperanza de que hubiese sido él. 

    La mujer tenía un hijo adolescente, al que mi padre lloraba mucho más que a ella. Su rechazo le calaba más hondo y le cogió de sorpresa. «A ese niño le di hasta mi ropa», me dijo entre sollozos, y no me pude resistir a llorar también, pero no dejé que me viera. Le pregunté si tenía hambre y me fui a la cocina a hacerle un sándwich. Cortando el pan dejé escapar toda mi tristeza y odié mucho más que él a la mujer ingrata que le llevaba el hijo de su lado. El que tenía todo lo que quise tener.

    Mi madre, que hasta ese momento se había resguardado en el cuarto para darnos privacidad y conoce mis debilidades, me siguió hasta la cocina. «No llores», me dijo. «Me tienes a mí.» Poco sabía ella que lloraba de alegría. Había descubierto que aquel hombre poseía las cualidades y sentimientos para ser un buen padre, solo que hasta ese momento no las había puesto en mí. Verle amar a alguien «como si fuese su hijo», citando sus propias palabras, me dio esperanzas de que en algún momento estuviera listo para hacerlo conmigo.

    Me pregunto si ese niño, producto también de un matrimonio roto y confinado a la misma cruz que cargo, supo que alguien lloraba por él. Si fue testigo de estas lágrimas en algún momento, o si alguien le contó los hechos, como mismo me contaron a mí, años más tarde, que mi padre lloraba cuando le hablaban de mí. Después que le dejé de buscar y lo eliminé de mi vida adulta. 

    ¡A mí tampoco me llamó llorando para pedir perdón! Asumo, con ansias de entenderle, que soy/era la personificación del error más grande de su vida. Error que fue creciendo conmigo hasta llegar a un punto sin retorno. Error que tiene piernas y le persiguió hasta su casa reclamando atención en la adolescencia. Que maduró su voz y nunca calla. Más que eso, escribe textos lacerantes y los publica en internet ante el mundo. ¿Cómo se deshacen los errores? Yo he sentido lo mismo con las cosas que causan demasiado dolor. Las meto en una gaveta y los evado hasta que se me van de las manos. Como una bomba de aire, se agrandan hasta que me explotan en la cara. 

    Estaba a punto de llegar a su encuentro y comencé a sentirme molesta. Me descubrí en el retrovisor del carro llorando, no como adulta, sino como la niña pequeña que pataleaba por su padre. Sentí lo mismo que sentía en ese entonces, la única sensación grabada en la memoria emotiva de mi cuerpo en respuesta a su persona: Rabia.  

    Me había citado en casa de su familia, todos extraños para mí. Sentí que iba a la guerra sola y él disponía de un ejército. Según sus declaraciones, todos tenían muchas ganas de verme. Cosa que no dudo, pero cuestiono. Ninguno de ellos estuvo presente tampoco. Crecer sin padre fue también crecer sin primos y tíos. Me faltó la mitad de lo que tienen otros y aunque la parte que me tocó hizo el trabajo doble, nunca es suficiente. Comprometerme a extender mi gentileza y perdón a todos los que le rodean fue un egoísmo de su parte, pero hizo las cosas más fáciles para los dos. No era fácil para mí el reencuentro, pero no es justo asumir que lo era para él tampoco. Me alegré de que contara con el apoyo que necesitaba y de no tener que quedarnos a solas por horas mirándonos la cara. No sabría que decirle. 

    Las llamadas por teléfono que comenzaron en los últimos tres meses no tocaban la profundidad del pasado. Yo hablaba de las cosas que tenemos en común y él de la cosecha de ajís que sembró en el patio de la casa que se compró en Miami y de cómo ha cambiado su ideología política en los últimos años. Se quejaba de los trabajos que tuvo desde que emigró: en una gasolinera, lavando carros, ensamblando ventanas y en la construcción. No pude evitar sentir pena por un Licenciado en Física viviendo al mínimo de su capacidad intelectual.

    Le llamaba mientras caminaba al mercado, cocinaba o sacaba a pasear al perro. Nunca respondí cuando podía dedicarle todo mi tiempo sin interrupción. Un encuentro en persona era otra cosa. Por eso cuando me bajé del carro y toqué el timbre de aquella casa estuve a punto de arrepentirme. Conociéndome como me conozco, soy capaz de mandar el perdón a la mierda e irme a vivir veinte años más de angustia, pero me salvó su aparición.

    Me quedé inmóvil, con los dos brazos tendidos al lado del cuerpo mientras me abrazó. Noté que estaba llorando, pero me despegué de su cuerpo flaco y extraño al mío. Entré a la casa donde esperaba el resto de su familia. «¿No lloraron ni nada?», preguntó su primo al verme en la cocina sonriendo. «Yo he llorado suficiente hasta aquí», le dije. «Ahora quiero reírme.» En la noche, hablando con mi novio le conté del encuentro y me cuestionó mi frase pasivo-agresiva. Me molestó mucho que se tomara la atribución de juzgar lo que sea que haya salido de mi boca. «¿Sabes lo que es crecer sin padre y pasarte la vida esperando que aparezca?», le pregunté sin esperar respuesta, porque la conocía. «Entonces no sabes lo que hubieras dicho tú en mi situación. Pude haber dicho mucho e incluso pude haber empezado una nueva guerra, y no lo hice».

    El motivo de mi viaje a Miami no era ver a mi padre, sino asistir al casamiento de una gran amiga y conceder un par de entrevistas sobre mi libro Gorrión. El encuentro con mi padre lo incluí en el tiempo libre que me quedaba o quizás me reservé el avión un día antes de lo necesario para verle. No lo sé. Tal vez el siguiente viaje sea solo por él sin necesidad de entre otras cosas, pero ese día que pasamos juntos necesitaba comprarme un vestido para la boda y le pedí acompañarme a un centro comercial.

    Probarme ropa es de las cosas que más detesto, sobre todo las que usas un solo día y engavetas hasta la siguiente ceremonia, pero al hacerlo con mi padre adquirió otro valor. Me esperaba impaciente, afuera del probador de cada tienda. Reclamaba que le luciera los vestidos, pero no lo hice. Me compré el mismo que exhibía uno de los maniquíes del lugar. Me dijo que se veía bonito en la tienda y estaba seguro de que a mí me quedaría aún mejor. También quiso pagarlo, pero no lo acepté. Al siguiente día le mandé una foto desde la boda para que me viera con el vestido puesto. Me respondió con un mensaje lindo, como los que me escribe ahora a cada rato.

    Sentado en el asiento de pasajeros de mi carro de renta, no sé cómo llegamos al tema, pero comenzó a hablarme de enfermedades de diabetes, tipos de cáncer y causas de muerte en su familia. Decía: «En mi familia hay patrones de…» y yo le escuchaba como si estuviese hablando de gente extraña. Como si la familia de él no fuera la misma mía. Incluso le respondí con la misma estructura y hablé de «mi familia», refiriéndome al lado materno, acostumbrada también a que sean los únicos que incluye el término para mí.

    Pasados los quince minutos de charla me vino a la cabeza la realización/racionalización de que esa genética era también la mía. Una cosa tan simple como esta y no la había pensado nunca. Mi familia no era su familia, pero la de él era indiscutiblemente la mía. La información genética estaba en mi sangre y formaron mi ser. Desde que sus espermatozoides coincidieron con el óvulo de mi madre y se hizo la vida. Quiera yo aceptarlo o no, es mi realidad. Puede que mi alma haya venido de otro lado y que no se parezca en nada a la de los suyos (aunque cada día lo dudo más), pero estamos unidos por siempre. Todos sus ancestros viven en mí y vivirán en mis hijos. Y en los hijos de mis hijos y en los hijos de los hijos de mis hijos. 

    Le pregunté por mi abuelo, del que creí haber heredado el misterio de mis ojos verdes, que no se sabe de dónde salieron. Me dijo que murió en un accidente muy joven y que tenía los ojos marrones. La biología nos impone el lazo filial en el momento en que se forma la criatura, pero la verdadera paternidad y vocación de padre llega por decisión propia. Afortunados los que son capaces de vivir el proceso al unísono, valientes los que tratan de corregirse. 

    ¡Es muy jodido llevarle la contra a la genética! ¡Mi padre no estuvo a mi lado por mucho tiempo, pero siempre estuvo dentro de mí!

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    8 COMENTARIOS

    1. Como se puede ser tar hermosa y escribir tan bien , cuando éramos jóvenes siempre te admiré y porque no si lo traías todo !!! Aún sigues cautivando mi atención…

    2. La presencia de un padre es tan importante yo crecí con el mío y me siento afortunada. Hoy soy madre y leyendo esto no puedo evitar pensar en tú madre y todo lo que debió luchar por llenar un espacio que es irremplazable lo sé por mis hijos. Y una madre ve sufrir a sus hijos por el amor de un padre que es, yo pensándolo ahora, el único amor que no llenamos aunque queramos aunque pidamos que ese dolor/angustia/duda/impotencia,pase a nosotras y los hijos no lo noten no se comparen con otros niños con su padre cerca, no crezcan con miedo a el abandono. Te admiro mucho

    3. hola mi historia es algo parecida a la tuya. A mi papá nunca le importo mi existencia me conocio a los 3 años y nunca mas me vio hasta hace un año atras cuando yo decidi buscarlo 35 años despues. la relacion es buena nos vimos 1 vez, per tengo tantas cosas por hablar con él.

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