Monólogo para mi madre

    Alguien me salva. En cada uno de mis escritos, despierta o dormida, acude una mujer. Adentro, en mi soliloquio, se esconde. Está ahí, a la espera, para salir en cualquier momento.

    Trazos de memorias, permanencias, disidencias, desvíos. A algunos se nos permite caer en un estado, en una emoción, aunque no totalmente. Refugiados, tal vez, en el arte, pero revelados ante una muerte de Jinete sin cabeza.

    Alguien me salva. En cada uno de mis escritos, despierta o dormida, acude una mujer. Adentro, en mi soliloquio, se esconde. Está ahí, a la espera, para salir en cualquier momento. Pero no quiero esa reminiscencia, cuando se la llevaron tras el muro, esposada. Ni deseo acordarme, cuando le privaron del habla y del movimiento. Y tuvo que estar atada por once días a una cama de hospital.

    Antes, era la anciana, la que iba de un lado al otro, cargando su joroba, enfundada en su bata de poliéster y en chancletas. Fregaba los platos y lavaba su ropa interior. Adicta al cine, le compré un televisor con el dinero de mi cháchara personal, de los artículos que me publicaban. 

    Nunca padeció de mudez, tampoco de inmovilidad; nada más en el sueño, en la cama. Esta señora emergió de un huevo, y reclamó su plumaje de colores, como un pavorreal macho, con su canto desafinado, encontró que decir, donde conectar.

    Bautizada y confirmada, cuando niña quiso ser novicia, aspirante a monja. Entonces le prohibieron la palabra «cuerpo», y mucho menos, pensar en él. El «cuerpo», le decían, es de un material impuro, es solo un vehículo para recibir y expresar el dolor.

    Aquella experiencia la saturó. Ya no quiso saber de Padres nuestros, oraciones, ayunos, mirra, y voces inaudibles. Cansada, se levantó con las rodillas adoloridas, y escapó. El muro se abrió en dos alas. Quedó el Cristo inmóvil, de ojos llorosos, y mirada de misericordia. Se aferró a esa imagen. La conservó cuanto pudo.

    Pasaron las estaciones, su cuerpo liberado andaba por las calles de La Habana Vieja, tocando puertas, vendiendo santos de yeso, oraciones y salmos para curar el alma. En muchas puertas se asomaban los rostros de la miseria, olían a estertores, a yerbas encerradas, a calmantes y trapos húmedos. Había rostros que abrían la puerta de par en par, y la invitaban a adentrarse tras la pared. Estos conseguían, quizá, una rebaja del santo encomendado para su espíritu. Invariablemente, la engañaban. Así envilecían al santo, y se olvidaban del cielo y de Dios. Acaso resultaban ser los nuevos Judas, discípulos del engaño. Entretanto, ella cedía en su inocencia. Y terminaba marchándose, con la bolsa vacía y tres pesos sucios.

    Una noche visitó un lazareto, en un sueño. Pegados a las paredes, en los pasillos, había numerosos camastros, tan cercanos unos de otros, que apenas se podía caminar por la sala. En diferentes poses, los dolientes permanecían acostados, anestesiados, dormidos en un sueño provocado. En un descanso de píldoras azules y rojas. Nadie quería involucrarse y que lo arrastraran al hueco. Los médicos, enfermeros y curanderos, repelían sus voces; odiaban sus alaridos, los susurros lastimeros de aquella prole de pieles grises. Solo las monjas se hacían cargo de los que no tenían acompañante. En el piso, debajo de las camas, los orinales despedían vahos fétidos. 

    Asustaba el espectáculo, análogo al set de una película surrealista. Las emanaciones del lazareto eran acaso las del lago fétido en La caída de la casa de Usher. Pero, contrariamente, aquella mansión no ostentaba los blasones de una de estirpe milenaria. O sí, ellos eran como una familia de necesitados, apestados, olvidados y obviados por el mundo. En ese sitio murió mi abuelo de tifus. Ella lo supo, cuando su madre se lo reveló, un año después.

    No le quedó más remedio que trabajar. Heredaba los empleos que abandonaba su hermana. El primero fue en un puesto de café. Allí se servían tazas por tres quilos. En cada cuadra podía haber varios puestos de venta con aquellas máquinas de vapor, no muy fáciles de manejar. Los dueños siempre contrataban a una joven hermosa, de buen ver, para atraer a la clientela. El aroma a grano molido levantaba a los muertos vivientes: al vendedor de billetes de lotería, que llegaba a las siete y cuarto; al chofer de la ruta 15; a la engañadora de Prado y Neptuno; al policía corrupto, y al policía decente.

    Luego, estuvo en una fábrica de botones. El dueño, un gallego gordo y grasiento, escondía a sus trabajadoras del auditor. Nunca las registró en los libros. Aunque ganaba un poco más, a todas les pagaba como empleadas fantasmas.

    Cuando se casó con papi, después de siete años de noviazgo, reuniendo todos los enseres para tener una casa, se convirtió en ama de casa y paridora de hijos. 

    La segunda temporada sobrevino mientras cursaba el sexto grado. Graduada en trapeología, quitaba el churre en un taller de confecciones en la Rampa. A menudo, traía pedazos de tela, de disímiles colores y texturas. Retazos que las costureras tiraban al piso y ella se los escondía entre la ropa. Quizás eran como trofeos, por romperse el lomo. «Sácale brillo al piso, Teresa». Sonaba la melodía bailable de Pacho Alonso y sus pachucos. También la cantaban a mis espaldas, o en mi propia cara, aquellos compañeros de clase, y se reían. Yo era la hija de la limpiapisos. El buylling es la actividad favorita de ciertos niños y adolescentes.

    Adoraba las cintas, las tenía en azul, morado, rosado y verde. Me cubrían parte de la frente y el pelo. Quizás imaginaba ser una princesa del Oriente.  Rasgo exótico que me separaba del montón. No quería parecerme a nadie.

    Y vinieron más burlas, castigos. Recuerdo que la maestra de Ciencia me abochornó delante de todos. Me gritó: «¡quítate la cinta, que no es parte del uniforme!» Creo que me puse más roja que un tomate. Sentí el ardor en mis orejas, como si me pusieran dos tenazas calientes. Solo miraba al frente. A la déspota y su cara de nazi. 

    Próxima a los cincuenta años, Teresa viajó por primera vez a los Estados Unidos. Sus tres hermanos se habían exiliado antes del 59. Aurora, su hermana menor, salió de última. Antes había enviado a su pequeño a la Florida, con unas tías, hasta que se reunió con él. Mi primo es uno de los niños del Proyecto Peter Pan. De mayor, se formó como oficial de la DEA.

    ¡Madre mía que estás en el cielo! Abro la ventana, entras. Nunca te vas. Te invoco ahora como una monja niña, vendedora de santos, limpiapisos, enfermera de mi padre durante su isquemia. Como La Bella durmiente que despertó y se hizo retocadora de fotografía. Descubrir tu talento enmendó mi vergüenza del pasado. 

    No se me olvida cuando iba a verte a la imprenta. Entraba sigilosamente, como un gato, y me colaba en el cuartico. Mientras tanto, trajinabas y hacías la labor con destreza. Rodeada con los materiales necesarios, para ser otra, una mejor, más inteligente, más cercana a una hija que comenzaba a escribir cuentos extraños, historias sin pies ni cabeza.

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    2 COMENTARIOS

    1. ¡Bellísimo homenaje, Irina! Una de tantas mujeres cubanas que trabajaron toda su vida y criaron hijos que reconocen que lo aprendido de ellas no se estudia en ninguna parte. Teresa, y todas ellas, son Cuba. Saludos.

    2. Monólogo para mi madre, es el titulo de un relato conmovedor, triste… de un realismo que, a mí, me recuerda a Zola o a Balzac, o los últimos dibujos de Goya, enérgicos, atrevidos, fuertes. Las imágenes que, en el texto-documental por momentos, pueden resultar desagradables recordarán a más de uno su propia infancia, su adolescencia, su familia…
      Es un relato que logra descubrirnos nuestra propia historia con la ternura que, como toda catarsis, esconde ¿o revela? nuestros propios sollozos.
      Bella tu madre, Irina, incluso sin ver la foto.

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