El castrismo produce sus sepelios hieráticos en interiores oficinescos. Anónimos decoradores crean atmósferas entorchadas y claustrofóbicas donde velar los despojos de la nomenclatura faraónica.
Un motivo recurrente de esas composiciones es la pared solitaria, forrada con tablas de caoba profusamente barnizada. Un resplandor obsceno cae sobre los oscuros listones desde un gran plafón de escayola pespunteado con cuadrículas de luz fría. La ausencia de ventanas contribuye a la cerrazón penitenciaria.
En el ángulo recto donde la madera se encuentra con el plano oficial de losetas calcáreas, aparece, invariablemente, un pequeño invernadero decorativo. Arecáceas y helechos arborescentes descuellan en un seto de malanguitas, cucarachas y aglonemas. La dracaena fragrans es la novia que espera, como fiel secretaria, por el próximo fantasma que vestirá la guayabera de palo.
Podría hablarse aquí de naturalidad contrahecha y de fotosíntesis trajinada, o evocar el estado de cosas que el novelista Benjamín Labatut ha descrito como «verdor terrible».
Las matas parecen condenadas, igual que sus contrapartes humanas, a permanecer en posición de atención y servir de descargo a un régimen marchito, pasivas recipientes de una crueldad institucional que compromete sus funciones vegetativas. Nada como los sotos de las exequias castristas para mostrar la banalidad del totalitarismo.
El general Luis Alberto Rodríguez López-Calleja ha muerto. Tres mesitas burguesas fueron dispuestas delante del cofre de caoba que guarda sus cenizas. Un medallero, también de caoba, exhibe las preseas de nuestras guerras sucias. Hay puchas de lirios en cestos decorativos. La flor de muerto es el único elemento vivo, como soporte vital del espectáculo.

El rostro vulgar del tenedor de libros aparece en una foto colocada en un atril. Su mirada desciende sobre los subordinados como un ave de rapiña. La cabeza esquiva adopta un gesto de impudicia congénita. Los ojos son verdes, rasgados, incrustados en contrafuertes orbitales. Los labios morados, en permanente rictus. La sonrisa trunca constriñe los mofletes.
En segundo plano, un pelotón de criminales en formación escolar viste uniformes infantiles. En vez del trajecito de marinero, abundan las guayaberitas y las chamarras verdeolivo. Ninguno ha trabajado ni un día de su vida. Todos se han dedicado al atraco y la rapiña, a hacer el mal sin mirar a quién. El yate a relieve que cubre la pared del fondo es la nave espacial que los teletransportó a este preciso momento, catapultados a través de la Historia y las efemérides por unas fuerzas disparatadas que ni ellos mismos entienden. Los enfants terribles se acercan en fila india a las mesillas de caoba y van depositando sobre el tablero una rosa solitaria de tallo largo.
El castrismo es un misterio y esta es su capilla de marquetería y luz fluorescente, la catedral del vulgo que profanó palacios, pisoteó decretos e hizo su nido en la barriga inmobiliaria de la República. La funeraria es un agujero de gusano, y el bosquecillo miniaturizado, otra reminiscencia de la Sierra, el área verde de la gesta fundacional y la manera burda en que el filisteísmo patentiza una manigua.
La jeta del general será un banquete para el detective lombrosiano, pero la gestalt funeraria es la fiesta del analista lacaniano. La revolución se define en el velorio con el gesto simbólico de arrojar margaritas a los cerdos. Daría lo mismo si las arrojara al océano: un mar Muerto circunda nuestra ínsula.
La cámara fúnebre, en todos sus detalles sórdidos, solo podría ser representada por un Francis Bacon. Estas son las figuras al pie de una crucifixión y en alguna parte debe haber un Castro viviente, omnipresente y omnisciente. Incluso la geometría del lugar es baconiana. La vacuidad opaca, la sodomía implícita, la toxicidad masculina de un grupo de vejetes encerrado en un armario.
El lugar sagrado parece una bodega, el cuarto del fondo de una pizzería clandestina. Los dolientes son pandilleros, acólitos de un padrino, capos que vienen a lamentar el deceso de uno de los suyos. Representan la regla de su Cosa Nostra, por lo que no me extrañaría que existieran otros cuartos en el mismo edificio donde se almacena mercancía robada, cartones de cigarros, latas de arenque, botellas de whisky, caviar, relojes y trajes Armani.
Pero lo que realmente me ilusiona es el depósito oculto donde se mantienen vivas las plantas decorativas, las dracaenas y las malanguitas, las cucarachas y las aglonemas, esas que militan en la disidencia entre tanta mortandad. Las que corrieron la suerte de los condenados a muerte, pero sin permitírseles morir del todo. Esas representantes del pueblo, encargadas de transmitir a los espectadores la idea de la necesidad, y diría que hasta la naturalidad de un «viejo gobierno de difuntos y flores». La idea capciosa de que el castrismo morirá en su cama, rodeado de un verdor terrible.