Lo ocurrido tras el 27N muestra con nitidez el avance y la madurez política de una nueva generación de artistas y creadores cubanos. Hablamos de algo no menor puesto que, tal como han señalado algunos de los sociólogos más importantes del siglo pasado, el cambio de hábitos y marcos mentales no solo es una ardua tarea a la hora de modificar formas sociales, sino que tiende a dilatarse en exceso a lo largo de etapas generacionales. Si hace un poco más de una década episodios como la «guerrita de los emails» (2007) o un performance como «El susurro de Tatlin» (Tania Bruguera, 2009) tuvieron lugar en el plano simbólico de un imaginario heredado, en 2020 el desplazamiento se ha dado contra la simbolización y hacia el orden concreto. Esto significa que la nueva generación de creadores cubanos no está interesada exclusivamente en insistir en el marco de la autonomía del arte, sino también en las condiciones formales que dan a ver la ilegitimidad del Estado total. Dicho Estado se configura de tal modo a causa de su dimensión totalitaria (de diseño soviético, con ribetes de nacionalismo martiano), como es obvio, pero también debido a que entiende el orden social desde un punto de vista estrictamente moral. En otras palabras, uno de los efectos decisivos del 27N es la posibilidad de construir una forma política nítida contra la absolutización moral. Y, como sabemos, esa absolutización es el fin mismo de la política.
Resulta evidente que esto no responde a una demanda que se hace circular de manera puntual, sino que exige un trabajo lento y pausado, lo que concierne a las nuevas capacidades de comprensión, proyección y articulación de una forma que debe ser nítida y atractiva. Esta, que no es una aspiración normativa, necesita de un tipo de mirada que ya poseen algunos de los creadores más jóvenes. Pienso, por ejemplo, en la artista Camila Lobón, que en el encuentro de este 27 de noviembre con funcionarios del Ministerio de Cultura declaró: «La calle y el espacio público no es de los revolucionarios, sino de todos los ciudadanos nacidos en este país. Y tienen que acabar de entender eso o al menos respetarlo». De manera intuitiva este razonamiento rompe con el espíritu goliardesco del Estado total, ya que para este la separación entre institución y sociedad civil, pueblo y representación política, es a todas luces hegemónica e indiferenciada. Sin embargo, sabemos que toda política tiene como condición la separación, porque únicamente de esta manera el conflicto puede mitigarse sin que un enemigo sea catalogado como «inhumano».
El hecho de que el Estado cubano y sus custodios institucionales tilden a estos jóvenes de «enemigos de la patria», confirma la intuición de Lobón. Esto es, para la razón moralizante revolucionaria, la política entendida como disenso no es otra cosa que la producción de la guerra civil por otros medios. De ahí la necesidad de producir enemigos absolutos que no pueden ser reconocidos en ninguna disputa política. Insistir en la separación irreductible entre Estado y sociedad civil, institución y calle, tal como sugiere Lobón, es un paso en firme hacia la consolidación de una forma política que descrea del absolutismo moral. En realidad, esta es la condición mínima de todo republicanismo, puesto que la separación en política es más deseable que los llamados a la unidad, a la comunidad, o a la integración de un consenso. Y resulta más deseable no por ser intrínsecamente «buena», sino justamente por constituir la única manera en la que ninguna instrumentalización de lo «bueno» puede ser elevada a rango hegemónico. En esa declaración, Lobón puso en cuestión el cosmos del Estado total, introduciendo una cesura que, quizá, dé comienzo a una verdadera comprensión política de la realidad.
Vale la pena recordar que esto —que se suele pasar por alto en las sociedades de fundamentos republicanos actuales (más allá de las crisis de la democracia actual o del agotamiento del ius reformandi del liberalismo contemporáneo, problemas políticos secundarios) — no es un problema menor en Cuba desde 1971. El ascenso del Estado total revolucionario se sostuvo bajo un único principio de legitimidad con tintes personalistas: la autoridad carismática de Fidel Castro como complexio oppositorum de la institucionalidad. Esto explica cómo, tras su muerte, la administración del disenso, la producción de enemigos absolutos, y la escalada de censura se ha intensificado como compensación del déficit de legitimidad.
Pero no es menos cierto que durante décadas tanto los disidentes como los creadores cubanos han carecido de formas políticas nítidas. Históricamente, este déficit ha tenido dos vertientes. Por un lado, el gremio «intelectual» ha caído en el autoengaño de que la política es homologable a una guerra entre intelectuales de diversos bandos. Y de esta manera no ha comprendido que escribir novelas o ensayos no es una forma política en sí, ya que, en tanto formas autónomas, estas obras dependen de mediaciones institucionales para llegar a producir efectos políticos. Por otro lado, se ha pensado que hacer política es sinónimo de elaboración de un discurso militante o «crítica». Un grave error. Es importante recordar que las formas políticas tienen más que ver con una mirada de la realidad, con un carisma intuitivo, con la nitidez del discurso de las élites, con recursos para dar lustre a formas que resulten atractivas para una mayoría.
Soy consciente de que todo esto es más fácil decirlo que hacerlo en un contexto de Estado total. Aunque mi hipótesis de la necesidad de la construcción de una forma política se nutre de la experiencia de madurez hermenéutica que ya ha tenido lugar con el 27N. Es precisamente ahora cuando debería comenzar un lento trabajo político para salir del impasse. El pensador Jorge Dotti recordó en una ocasión que el problema más importante de una revolución no es cómo hacerla, sino cómo cerrarla. En otras palabras, la Revolución del 59 fue «realizada» pero hoy carece de toda autoridad. Este tiempo de imprevisibilidad es el que demanda la reinvención de una forma política que lleve esa Revolución a su fin. Por eso un paso decisivo post-27N sería la construcción de una forma política contra un Estado moral que desde hace mucho carece de proyecto.
*Gerardo Muñoz es profesor en Lehigh University, Pensilvania. Sus libros más recientes son La fisura poshegemónica (Doblea editores, 2020) y la edición crítica de Vendaval en los cañaverales (Linkgua, 2020). @GerardoMunoz87