11-J: María Celia y los jimaguas solo quieren libertad para el tío Luis Armando 

    El 2 de noviembre de 2021, a las ocho de la noche, María Celia Aguilera García lleva 104 días sin ver a su hijo. Ese martes, horas antes, había recibido una llamada desde el Combinado del Este: «Mami, tienes que apurarte que me dieron visita para mañana». Ella corre en busca de los Rothmans rojos que necesita su hijo; también jabones, cuchilla de afeitar, y todo cuanto pueda llevarle en «el saco». Esta visita es la propina más generosa, e hipócrita, que ha recibido del gobierno cubano en estos meses.

    Celia sí que sabe de propinas, y sabe también de deudas. Fue dependiente muchos años en una instalación gastronómica ubicada en el reparto San Pedro del municipio Cotorro. Que la dejaran visitar a su hijo Luis Armando Cruz Aguilera, un par de días después de que ella y otras madres de presos políticos del 11-J se personaran en la mismísima sede de la Fiscalía General de la República para denunciar las violaciones de que estaban siendo víctimas, no era una propina demasiado bondadosa. Era, en todo caso, el pago de una deuda inmensa. 

    «Mamá, lo único que quiero es que no llores», le dice Luis Armando en la mañana del 3 de noviembre. «Lo único que quiero yo», responde la madre, «es que me digas todo lo que pase contigo acá dentro para yo denunciarlo»Celia sabe que su hijo oculta cosas, para protegerla, para que ella pueda dormir bien. Él sabe que su madre está siendo víctima del acoso de la Seguridad del Estado, sabe que, en las asambleas de rendición de cuentas de su CDR, en calle Gonzalo y Mario, municipio Diez de Octubre, ella ha sido objeto de reproches y repudio. No quiere preocuparla. 

    Luis Armando no sabe que Celia se ha convertido en una mujer mucho más fuerte desde hace unos meses. La madre logra arrancar algún dato. «Mami, lo único que te voy a decir es que aquí ninguno de ellos sirve».

    Luis Armando Cruz Aguilera, manifestante del 11-J y preso en Cuba / Foto: Cortesía de la familia
    Luis Armando Cruz Aguilera, manifestante del 11-J y preso en Cuba / Foto: Cortesía de la familia

    La madre abraza al menor de sus tres hijos varones, con la esperanza de que para febrero próximo esta pesadilla haya acabado y pueda tenerlo en casa celebrando sus 22 años. Hace dos días se enteró de que a los cargos de «daños» y «desorden público» han sumado el de «sedición», y que la Fiscalía quiere premiar esa suma con 18 años de privación de libertad para Luis Armando. 

    Pero Celia no desmaya. Se ha unido a otras madres con sus reclamos en redes sociales, y no ha parado de vocear «la injusticia» con que están siendo martirizados, ella y su hijo, los 33 manifestantes de Toyo, y todos los detenidos que tomaron las calles del 11 al 13 de julio de 2021 para pedir, entre otras cosas, «libertad».

    Veinticuatro días después de aquella visita, una amiga, madre también de un manifestante del 11-J, la llama al celular. «¡Celia, revisa las redes!». En el perfil de Facebook del activista político Ángel Moya, escucha hablar a su hijo. Una foto fija ofrece imagen a un audio: una llamada clandestina. Atónita, preguntándose cómo ha podido comunicar su hijo con este Ángel que ella no conoce, bajo qué riesgos, oye narrar la violencia física de que fue víctima al llegar, el 26 de agosto de 2022, a la Prisión Jóvenes de Occidente, en el periférico municipio habanero del Cotorro. 

    «Allí daban unas manos de golpes criminales», le dice a Moya, esposo de Berta Soler, cabeza visible de las Damas de Blanco. «Allí, cuando tú llegabas en el camión, te hacían un cordón por la izquierda y un cordón por la derecha, y el oficial Sandy —que es el que estaba al frente de eso ahí, que nunca se me va a olvidar el nombre de él— era el que mandaba a los [otros] oficiales. Cuando tú pasabas esposado, te caían a golpes. Tenías que pasar obligado por el medio de eso. [Te daban] con tonfas, con las botas… con todo». 

    Las semanas pasan para María Celia Aguilera entre viajes a la prisión, denuncias en Facebook, acoso de la Seguridad del Estado, y también apoyo de mucha gente. Tiene fe en que el 4 de febrero de 2022, último día del juicio contra su hijo, suceda el milagro. Pero la suerte no les sonríe. Ni a ella, ni a ninguno de los 32 muchachos enjuiciados en el Tribunal Popular de Diez de Octubre. El abogado hizo una defensa inmejorable: ella lo celebra. No solo lo hizo en nombre de Luis Armando, su cliente, sino que extendió su argumento a todos los acusados. 

    El 16 de marzo Celia llora junto a su marido tras conocer la sentencia. La consuela Osmani, su segundo hijo, quien no la ha abandonado desde el 21 de julio, cuando su hermano menor fue detenido. 

    ***

    Luis Armando Cruz Aguilera estudió en la Escuela Secundaria Básica «13 de Marzo», en el municipio Cotorro. Al terminar noveno grado optó por algo afín al oficio de su padre. Quería manejar rastras igual que él. Eso, o ser militar. Los padres aconsejaron al «Chino», como todos le decían, y terminó matriculando en la carrera de Explotación del Transporte, en el Vedado. 

    Al terminar esos cuatro años comenzó a buscar trabajo, pero en cada lugar solicitaban el «Anexo 1», documento que expide las Fuerzas Armadas Revolucionarias (FAR) a favor de los varones que han realizado el Servicio Militar Activo de carácter obligatorio. Sin «pasar el verde», y, por ende, sin Anexo 1, jamás podría trabajar para el Estado. Por eso, se presentó en el Comité Militar de su zona.

    A los cuatro meses de uniforme, botas y guardias agotadoras, fue seleccionado para un curso que lo convertiría en Sargento Instructor de las FAR. El Chino aceptó con gusto, y ese cargo le dio su primer salario. Tras seis meses mandando a reclutas en las «previas» del Servicio, ojos diligentes lo captaron para formar parte de las Tropas Especiales, las conocidas «Avispas Negras». «Ese muchacho viene bueno»había dicho a Celia el profesor de boxeo de Luis Armando cuando era adolescente, y no se equivocaba. La fisonomía del mulato hacía presumir generosas aptitudes para los deportes y el combate.

    Celia no lo vio durante seis meses en aquella ocasión. Por fin, su hijo llegó a casa de pase, desanimado, y sus palabras no dieron pie a réplica. «Mamá, no voy más a la unidad. No tengo temperamento pa’ aguantar las cosas que hay que aguantar ahí. Estoy decepcionado de eso y de toda esa gente».

    Luis Armando Cruz Aguilera, manifestante del 11-J y preso en Cuba / Foto: Cortesía de la familia
    Luis Armando Cruz Aguilera, manifestante del 11-J y preso en Cuba / Foto: Cortesía de la familia

    A los pocos días, oficiales de las FAR empezaron a visitar la casa para, primero, convencer al Chino de volver, y luego para amenazarlo con prisión si no lo hacía. Podía resultar baja de las Avispas, pero le quedaban meses de Servicio Militar por cumplir. El Chino siguió renuente. Triste, agobiado. Nunca contó a su madre o a su hermano Osmani las cosas que padeció allí. 

    Para no dar dolores de cabeza a su madre, se reincorporó al Servicio. En la anterior unidad, con pases más frecuentes. En marzo de 2021, supo por boca de Orula que Oshún era la deidad que fungía como su ángel guardián. «La persona vence por la palabra y debe ser firme siempre en su posición», reza su signo. En mayo recibió el licenciamiento, su baja como soldado. Era un hombre más libre.

    Semanas después, un día como otro cualquiera, luego de almorzar, se puso un pantalón y un pullover más negros aún que su pelo rizo, y en los pies calzó unos zapatos blancos. Dejó el celular encima de la mesa. «Vengo rápido mamá. Voy a pelarme». 

    Ese 11 de julio, a dos cuadras de la Calzada de Diez de Octubre y a tres de la calle Santa Amalia, sentado en la silla del barbero, vio pasar a gente cansada de la pobreza y el hambre, de la imposibilidad de tantas cosas. Los oyó gritar consignas, que sintió llenas de vida y esperanza. Luis Armando Cruz Aguilera intuyó quizá una oportunidad para liberarse del todo. Pagó el corte, y siguió a su conciencia y a la multitud.

    ***

    A las ocho de la noche de aquel 11 de julio, Celia llevaba seis horas yendo de la sala al balcón del apartamento 7 de Gonzalo, entre Mario y Alberto, en Santa Amalia. Su vecina salió en su motociclo hasta la esquina de Toyo y regresó sin información sobre el Chino. Minutos después aparecía en casa Luis Armando, con la ropa ajada, dos hematomas considerables y una herida en el pie izquierdo digna de preocupación. 

    La propia Celia lo cura, pues ir al policlínico sería entregarlo. «Mamá», dice él, «nosotros fuimos marchando hasta Toyo, pacíficamente. En el Café Colón fue donde la policía y los de la seguridad empezaron a ponerse agresivos, a darnos con palos, con tonfas y con piedras. Uno de la seguridad empezó a caerle a palazos a una muchacha y yo me tuve que meter y todo. Al final nos echaron los perros y hubo hasta tiros».

    Durante diez días la cama que compartían madre e hijo no fue testigo de ningún sueño placentero. Por el día, llegaban noticias de jóvenes detenidos en sus propias casas.

    El día 15 vinieron buscando al Chino. «Está en la unidad»fue lo que se le ocurrió decir a la madre desesperada. Lo habían visto bajar a encender el motor, pues era «día de agua». El 18, también. Pero esta vez no vieron a Luis Armando encendiendo el motor del agua, sino yendo a la bodega. Tras regresar con un cartón de huevos en las manos, el Chino habló a su madre: «Mami, me están siguiendo».

    Minutos después varios oficiales tocaron la puerta, pidieron entrar y reclamaron ver al hijo«¿Cuál hijo? Yo tengo tres…». Los agentes no supieron decirle y se marcharon. Ya habían investigado lo suficiente como para saber que Celia ocultaba a su hijo en el cuarto. También habían reparado en que, si cada tres días entraba el agua a la zona, tal vez el próximo 21 Luis Armando bajaría a encender el motor.

    Ese día concurrieron más de 12 efectivos, entre agentes de la Seguridad y policías. En los bajos de la casa estaban al acecho dos carros de patrulla y una camioneta. Los guardias venían con las tonfas a mano. Cuando Celia preguntó cuál de sus hijos buscaban, ellos supieron decir con exactitud el nombre y los dos apellidos. Osmani había dicho al Chino que se entregara, que no podría estar para siempre escondido, y si Luis Armando no lo había hecho antes era porque la madre se lo impedía.

    «Mi hijo está en casa de su novia. Deme su número y yo lo llamo cuando regrese», le dijo Celia al mayor Alberto. A las siete de la noche llamó al oficial, y en menos de una hora Alberto se llevaba a Luis Armando. El oficial prometió a la madre que en unas horas ellos mismos lo traerían de vuelta. 

    Quizás gracias a la audacia de pedirle un número de teléfono a aquel oficial, fue que Celia supo, más temprano que otras madres, dónde estaba su hijo. Pero aun así le impidieron verlo, saber más de él. Posteriormente, un oficial del Departamento Técnico de Investigaciones (DTI) de la Policía le enseñó un video donde sale un trigueño vestido de negro, con tenis blancos, poniendo un cesto azul de basura encima de un carro patrullero volcado en la céntrica esquina de Toyo. Le comunicó entonces que sería largo el proceso. Celia podía enviarle una tarjeta telefónica; ellos se la harían llegar a su hijo y le permitirán llamarla. Una vez más, mentira.

    El 26 de agosto Celia vuelve a escuchar la voz de su hijo. Lo oye articular las primeras palabras y luego cortársele la voz por el llanto «Mamá, estoy en Jóvenes de Occidente». A finales de septiembre lo trasladan para la prisión de Valle Grande, y allí tampoco ella puede verlo debido a las restricciones establecidas por la pandemia. Restricciones, al parecer, solo inviolables cuando se trata de los presos del 11-J.

    El 27 de octubre, Celia conoce la petición fiscal a través de una llamada de su hijo, a quien nuevamente se le corta la voz: «Mamá, estoy en el Combinado del Este. Me piden 18 años. Te tengo que dejar…». 

    ***

    Luis Armando Cruz Aguilera no quería abogados; de la misma forma que no aceptó en la prisión reintegrarse a las tropas especiales, por mucho que insistieran los oficiales de la Seguridad. Le dejarían libre si lo hacía. Pero no cedió. «Estar preso es lo mismo que ser militar», confesaría luego a su madre. La petición fiscal en su contra sería atenuada si identificaba algún otro rostro en aquel corto video con que le acusaban. Otra vez se mantuvo firme el Chino. 

    Se ganó tres meses de castigo por tomar el teléfono que le pasó el activista y preso político Carlos Zamir Cárdenas Cartaya para comunicarse con Ángel Moya y hacer aquella denuncia que se hizo viral. 

    Celia lo ha percibido animoso en las visitas y en las llamadas. Después del juicio de febrero, a única vez que recuerda haberlo visto triste se le hizo hasta gracioso. «¿Y a ti te pasó algo?». «Sí, mami. Tengo más deseos de singar que de vivir», respondió él. Ambos se echaron a reír.

    Luis Armando Cruz Aguilera, manifestante del 11-J y preso en Cuba / Foto: Cortesía de la familia
    Luis Armando Cruz Aguilera, manifestante del 11-J y preso en Cuba / Foto: Cortesía de la familia

    Rachel tuvo que esperar que la Seguridad del Estado la catalogara como confiable para permitirle visitar a su novio y luego entrar con él a «pabellón».

    «Yo creo que él la quiere preñar, porque les llevo condones y no los usan. Ay, Dios mío»la madre se echa a reír. Celia sabe que el zalamero de su hijo, hijo también de la Afrodita yoruba, no ha perdido la alegría que siempre lo distinguió. «Él no tiene dinero, ni se viste ostentoso, pero tiene algo que le trae muchísimas mujeres», confiesa.

    El Chino es un mulato cualquiera, jaranero, carismático, bien llevado. Amigo de todos; en especial, de los ancianos. Zorro y bailador. Celia ha rechazado numerosas cartas que quieren hacerle llegar a su mulato en la prisión. «¡No, mamá, no! ¿…tás loca? ¡Esas niñas no tienen ni 15 años!», le ha dicho él.

    Luis Armando, el menor de los tres hermanos, ha arrancado el cariño de sus amigos en el barrio, y la adoración de su familia. El niño lindo de la abuela Nely, quien partió con Dios hace cinco años. Cuando Luis Armando jura por ella, María Celia sabe que es en vano. 

    Todos lo extrañan. Sus dos sobrinos pequeños, hijos de Osmani, jimaguas de cinco años, lo extrañan de una manera peculiar. «¿Dónde está mi tío?», preguntan con frecuencia. «A tu tío se lo llevaron preso por decir “Patria y Vida”», les ha dicho una tía. Yasmany y Osmany terminaron aprendiéndose la canción en homenaje a su tío Luis Armando, quien antes de ir a la cárcel los enseñó a cantar y a bailar, y se pasaba horas con ellos jugando hasta el cansancio o el desastre de la casa. Un día oyeron a uno de los jimaguas gritar: «¡Mamá, Díaz Canel es un singao! ¡Sí, es un singao porque metió a mi tío preso!».

    María Celia Aguilera García, madre de Luis Armando Cruz Aguilera (manifestante del 11-J) / Foto: Mauricio Mendoza
    María Celia Aguilera García, madre de Luis Armando Cruz Aguilera (manifestante del 11-J) / Foto: Mauricio Mendoza

    En el juicio de casación ratifican la condena. Luis Armando y los otros 31 muchachxs deben pagar por todos los que salieron a protestar en Toyo el 11 de julio de 2022. Condenas ejemplarizantes. No es justo. Celia lo sabe. De algún modo, los jimaguas también. Ella no quiere llorar. Se lo ha pedido su hijo desde el Combinado. Pero esa tarde junio no puede evitarlo.

    La familia se reúne en la casa del Cotorro. Los jimaguas retozan. Yasmany está a punto de soltar uno de sus dientecitos. El padre le recuerda que deberá ponerlo en la almohada y pedir un deseo. «¿Qué le vas a pedir al ratoncito cuando venga a buscar el diente?», pregunta la abuela Celia. Su respuesta nadie la ve venir: «Voy a pedirle que me traigan a mi tío Luis Armando».

    *Este trabajo forma parte de una serie gestionada y publicada por el sitio Cultura Democrática.

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