Contra la tiranía (De San Petersburgo a San Isidro)

    La renuncia de un nonagenario Raúl Castro a la jefatura del Partido Comunista, el puesto más importante en la jerarquía cubana, hace suponer que por fin a estas alturas «la incomodidad» o «la enfermedad» del cuerpo han derrotado a la voluntad o al capricho de poder. Pasiones que en el discurso del poderoso suelen confundirse con un mandato colectivo, con un deber patrio o un sacrificio en el altar de la Revolución y del futuro. Pasada una eternidad de 62 años, sin embargo, la abdicación de otro Castro ya no significa demasiado en términos prácticos. Como era de esperar, el reciente Congreso del Partido no ha trazado una línea divisoria en la realidad de Cuba. 

    Tras el coitus interruptus del deshielo con Estados Unidos, si algo desveló a Raúl Castro en los últimos años es el traspaso de ese poder omnímodo que heredó tardíamente: su mérito ha sido este descenso controlado —pese al sempiterno desaguisado económico— en la nueva situación. Una fase maquinal del totalitarismo que Joseph Brodsky conoció en sus años soviéticos y describió en su ensayo «Sobre la tiranía» (Menos que uno; Siruela, 2006). En rigor, la salida de Raúl Castro solo formaliza una modalidad de autoritarismo burocrático de partido único despojada (por vía biológica) del liderazgo original y vaciada finalmente de todo contenido o aspiración presuntamente trascendentales.

    Cierto que él también supo esperar, supo ser fiel y eficiente, y que a lo largo de décadas templó su mando dentro de un orden militar que es el espejo en que se mira el Partido. Raúl Castro supo esperar como quien nada esperaba. Pero también es cierto que el hermano de Fidel Castro portaba vitola de «histórico». La doble vía del nepotismo y del mito fundacional revolucionario lo apartan quizá decisivamente —de una manera que no mereció su gestión gubernamental, y mucho menos su arisca personalidad pública— de la variante del tirano integralmente burocrático definida por Brodsky.

    Un hombre del Partido como Miguel Díaz-Canel —una pieza tautológica que espera en su órbita funcionarial hasta que una serie de descartes o de purgas la elevan a la primacía del mecanismo— sí cumple con ese perfil. «La monótona estolidez de un programa de partido y la apariencia gris y mediocre de sus dirigentes gustan a las masas como su reflejo que son», escribe Brodsky. «Para llegar a ser un tirano, lo mejor es la estolidez».

    «Ahora todo eso ha desaparecido: cuestiones candentes, barbas falsas, estudios marxistas», dice el gran poeta ruso, refiriéndose al antiguo apogeo de los partidos clandestinos. «Lo que queda es el turno de espera para el ascenso: papeleo interminable y la búsqueda de compinches fiables. Ni siquiera hay la emoción de no irse de la lengua, pues seguro que [el elegido] carece de detalle alguno digno de atención para las paredes plagadas de micrófonos ocultos». Y agrega: «Lo que hace llegar a la cima a alguien es el lento paso del tiempo, cuyo único consuelo es la sensación de autenticidad que da la empresa: lo que tarda mucho es real. Incluso en las filas de la oposición, el avance de los partidos es lento; en cuanto al partido en el poder, no tiene que apresurarse hacia ningún sitio y, después de medio siglo de dominación, puede, a su vez, distribuir el tiempo».

    La descripción de Brodsky remite a la última etapa del socialismo real en el siglo XX. Un momento que el aparato del régimen jamás llega a aceptar como terminal puesto que un déficit masivo de intelección histórica, o bien una dosis altamente narcotizante de hipocresía, son condiciones necesarias para su reproducción durante algún tiempo.

    Hace años que la historia natural de la enfermedad totalitaria arribó en Cuba a ese punto de gravedad. Y ahora, sin reconocerlo, han tenido que decretarlo formalmente.

    Vista de la Plaza de la Revolución / Foto: Jesús Adonis Martínez
    Vista de la Plaza de la Revolución / Foto: Jesús Adonis Martínez

    Se ha agotado el capital simbólico del líder carismático (que ha muerto); se ha diagnosticado el fracaso irrevocable de la utopía y se ha aplazado indefinidamente el proyecto. Ha sido dilapidada la energía histórica de la Revolución, que solo perdura a nivel sintagmático («la Revolución»).

    En la Cuba actual, los discursos cabecean definitivamente hacia el pragmatismo extremo, salvo por esa interfaz épico-reumática que insisten en diseminar los medios oficiales. Predominan, a escala social, el exitismo y la búsqueda de salvación individual. En cuanto al gobierno, prospera el economicismo, el reformismo continuista o viceversa, y el legalismo punitivo, es decir, el apuntalamiento obsesivo de las propias estructuras: se televisa durante horas la amenaza y la descalificación puntillista contra adversarios que, en la lengua paranoide del Estado, parecen reproducirse como hongos sobre las paredes de una mazmorra. Se hacen cada vez más populares esos géneros menores, breves y antiguamente velados: la multa, la cita policial, el interrogatorio.

    Y, para colmo, muchas piezas del engranaje han comenzado desde hace tiempo a conspirar —aunque tal vez solo de manera preconsciente en lo que propiamente atañe al sistema— contra sí mismas.  El capitalismo de Estado de facto que —bajo gestión militar, y con un estricto control de sus inmediatos beneficios— por ahora mantiene a flote al régimen cubano es el mayor síntoma en la práctica de una contradicción decisiva, fatal.

    «Un tirano siempre utiliza el tiempo que se debe dedicar a pensar en el alma para tramar planes encaminados a preservar el statu quo», dice Brodsky. Y en tal sentido un poder que solo busca reproducirse a toda costa —abandonado todo horizonte de sentido original, y todos aquellos principios que ahora semejan palos en la rueda sectaria y burocrática del gobierno— constituye la tiranía por antonomasia.

    En todo caso, los lineamientos marcados por la «generación histórica» ordenan que Díaz-Canel no será un gobernante vitalicio. Tiene 60 años, y una década como límites respectivos al frente del Estado (desde 2018) y del Partido.

    Y ese lindero no biológico[1] refuerza, si acaso fuera posible, la noción del Partido como «una base industrial [para] la reproducción de tiranos»: «Ahora que pienso», apunta Brodsky, «las sustituciones en el partido son la cosa más cercana a la resurrección que nos es dado ver. Naturalmente, la repetición engendra aburrimiento, pero, si se repiten las cosas en secreto, aún hay margen para la diversión».

    Es el juego al que tercamente nos ha invitado el VIII Congreso del Partido Comunista. El juego tiránico de la repetición, una vez dado ese pequeño salto cuántico entre lo histórico, lo dinástico o lo castrista… y esa edad pretendidamente sin fin de la total reproductibilidad técnica del poder.

    La paradoja o la ironía reside en que seguramente hayamos asistido en Cuba, el 27 noviembre último, a la cancelación por adelantado de es(t)a era profundamente reaccionaria del castrismo tecnocrático y de la pretendida hermetización política según la lógica vacía del Partido único.

    Puesto que el totalitarismo decreta la invasión de la intimidad, y ordena incluso una suerte de estado de excepción sobre la conciencia y la memoria del sujeto, que se espía, se condena y llega a castigarse a sí mismo…, fue justamente en esos territorios esquivos donde, a lo largo del siglo XX, se instalaron las últimas fronteras de la singularidad y se libraron las últimas batallas del albedrío contra el poder del Estado. Las ideas estéticas y políticas que circularon gracias a los samizdat; la Librería de Escritores (Moscú; 1918-1922) y todas las obras contrabandeadas desde o hacia (para su publicación) el extranjero; el miedo confesado por Virgilio Piñera en la Biblioteca Nacional; los versos de Osip Mandelstam contra el oseta Stalin que nadie vio escritos pero que tantos memorizaron, y luego el testimonio de su esposa Nadeyda; la sensibilidad torturada y libérrima del tierno Reinaldo Arenas; la poesía de Ajmátova, Tsvietáeva o Padilla; miles de hombres en busca de sentido en las noches del gulag o las UMAP; el exilio interior y el suicidio de los poetas; la complicidad o el asco hilvanando la muchedumbre de ciudadanos anónimos…, por solo mencionar algunas realidades soviéticas. Todos esos son en primera y última instancia eventos —escaramuzas o dilatadas campañas bélicas— de la memoria y la conciencia refractarias, verificados bajo una férrea atmósfera de vigilancia, secreto y conspiración.

    En Cuba, a fines de 2020 e inicios de 2021, también se trata de eso. La diferencia está en la inmediatez y el alcance potencialmente viral con que logran comunicar su oposición al poder totalitario iniciativas como el Movimiento San Isidro (MSI) y el grupo 27N, surgido tras una protesta de más de 300 artistas, activistas y periodistas independientes a las puertas del Ministerio de Cultura de La Habana.

    Estatua de José Martí. La Habana / Foto: Jesús Adonis Martínez
    Estatua de José Martí. La Habana / Foto: Jesús Adonis Martínez

    Si los tiempos históricos sobre los que opera el escritor tradicional —digamos, un poeta como Josep Brodsky o José Martí— son el pasado y, con suerte, el futuro; el tiempo del performance (véase Luis Manuel Otero, coordinador del MSI), el post de denuncia y la «directa» en Facebook, es justamente el instante actual, la más rabiosa e «innombrable» actualidad.

    El giro tecnológico de la Internet por datos y las redes sociales —el servicio de 3G comenzó en la isla a finales de 2018— no solo ha favorecido el surgimiento y la relativa influencia de una prensa y unos artistas independientes, sino que implica la emergencia una nueva sintaxis —múltiple, sincrónica, asistemática, pero cada vez más solidaria— para la crítica, el activismo y la disidencia política.

    Ocurre, tal como señalaba Brodsky, que la temporalidad de los partidos es demasiado lenta, como lo es también, en términos comparativos, la temporalidad de los medios de propaganda oficiales, los aparatos represivos y la maquinaria judicial del Estado autoritario.

    Entonces, si «el secretismo es un antiguo complejo de los partidos» y «la redundancia visual» es una de las armas predilectas del totalitarismo, nada mejor que transmitir en directo las secuencias disruptivas de la protesta y la represión.

    Todavía buena parte de los cubanos en la isla permanecen apoltronados —inmóviles y afásicos— en su condición de espectadores de una puesta en escena única que se les presenta como absoluto. Quienes estuvimos pendientes del proceso de normalización de relaciones entre Washington y La Habana, iniciado el 17 de diciembre de 2014, éramos apenas eso: espectadores. Y quienes se han limitado a emigrar en estos años han sido, a lo sumo, espectadores que han ganado una nueva perspectiva.

    Sin embargo, el 27 de noviembre de 2020 varios cientos de habaneros inauguraron en unas horas su condición de ciudadanos de una República democrática «con todos y para el bien de todos» donde era posible exigirle cuentas, directamente, al poder. Esa República estaba justamente prefigurada en el gesto colectivo de haberse reunido allí para condenar la represión de la noche anterior —el desalojo violento y las detenciones llevadas a cabo por la Seguridad del Estado— contra los huelguistas de hambre (y en algunos casos también de sed) y el resto de los acuartelados en la sede del MSI, calle Damas 955, barrio de San Isidro, La Habana Vieja.

    Quizá valga la pena observar por un instante la vertiginosa secuencia de los acontecimientos de noviembre: el rapero Denis Solís, integrante del MSI, es acusado y condenado en juicio exprés por «desacato» a un oficial de policía que antes había entrado sin permiso y sin orden judicial en su domicilio (el video del hecho se hizo viral en redes sociales).

    Obsérvese entonces cómo una cosa lleva a la otra… Y cómo todo empieza con un acto de cruda afirmación individual —cuyo contenido básico no está en las palabras de Solís («Trump 2020», etc.)— frente a un Estado que aspira a traspasar todos los umbrales, sin excepción. Y cómo eso se convierte, más bien pronto, en un gesto colectivo de desobediencia radical y pacífica en Damas 955. Y cómo tal gesto solidario, en que se pone o se ofrenda el cuerpo, va a instalar en pocos días una narrativa de vida o muerte que hace colisionar el pasado y el futuro de la nación en el tiempo presente de esos sujetos que tenemos ante nuestros ojos. Una narrativa que se transmite en red y en directo, y que al parecer tiene la virtud de metabolizarse a nivel celular (a fin de cuentas, estamos en terreno de la «biopolítica»), en la mente y en el cuerpo de otros. Y cómo es justamente eso, el diagnóstico apresurado de ese efecto decisivo, lo que termina atrayendo el operativo policial del 26 de noviembre en la noche. Y cómo es ese nuevo ramalazo ciego de violencia estatal la definitiva condición de posibilidad para el estado colectivo de lucidez ciudadana que afectó a los manifestantes del día 27.

    En estos meses los acontecimientos han seguido acumulándose.

    De un lado, asesinatos de reputación televisados en horario estelar y actos de repudio contra activistas y opositores, vigilancia, retenciones domiciliarias, limitación arbitraria de movimientos y cercos policiales, o bien arrestos, interrogatorios y encarcelamientos (como el de Luis Robles).

    Del otro, la tensión performática y, sobre todo, la irreductibilidad ideológica del MSI, cuyos gestos instalan bajo nueva luz categorías como «negro», «pueblo», «opositor», «cultura popular», y sacan al «barrio pobre» del fondo de nuestro relato nacional. También, el activismo del 27N que se articula sobre la premisa básica de las libertades cívicas y creativas: el «derecho a tener derechos». «Queremos un país inclusivo, democrático, soberano, próspero, equitativo y transnacional», se lee en su Manifiesto de este 12 de abril.

    La declaración del 27N salva con la sencillez de una enumeración la falsa dicotomía antagónica, esa trampa dialéctica, que tiende el poder en Cuba: soberanía o democracia. El discurso oficial exalta la soberanía de la nación o de la Patria al tiempo que niega o descalifica, como apostasía y mercenarismo, cualquier iniciativa autónoma para democratizarla o, según el dialecto al uso, cambiar de régimen. La deliberada confusión consiste en omitir que la soberanía de una República virtuosa residiría, no solo en el gobierno o las estructuras formales del Estado, sino ante todo en sus propios ciudadanos plenos de derechos humanos y políticos.

    De ahí que sea mi calidad de ciudadano —asumida como postura intelectual y política— lo que define mi oposición en el mismo ademán y con la misma naturalidad a la administración totalitaria del tiempo, el espacio y las fuerzas vivas de la nación, y asimismo —tratándose, por ejemplo, de una política que toma como rehén una parte del bienestar y la soberanía de la gente común, y que sirve de coartada para el despotismo en la isla— al necio embargo de los Estados Unidos contra Cuba.

    La sucesión y la interconexión de los acontecimiento recientes supone la eventualidad de un conflicto cada vez más agudo y más extenso. Últimamente, hemos visto elevarse en Cuba las magnitudes de la protesta y, por supuesto, de la violencia estatal. El poder intentando reprimir la traducción efectiva, el viaje político desde el mapa de las redes sociales y la comunicación virtual —un mapa interactivo y multidimensional— hasta el territorio de la polis: las calles, los muros, la plaza pública.

    Como tantas veces ha sucedido, la sustancia catalizadora puede ser (la posibilidad de) una muerte que en realidad nadie quiere, pero alrededor de la cual volamos todos en círculos: el peso magro de la condición humana evocado por un individuo inerme que desafía a la máxima potestad. Justamente eso —esa pérfida conspiración simbólica que rasgaría irreversiblemente el artificio de nuestra realidad— quiso evitar la Seguridad del Estado cuando, antes que amaneciera este último domingo, entró de nuevo en la casa de Luis Manuel Otero.

    La semana anterior, Otero se había declarado, soberanamente, en huelga de hambre y de sed. Conocemos los antecedentes inmediatos. Este abril, había sido detenido y encarcelado por enésima vez. Su domicilio, allanado (como en noviembre); sus obras de arte, destruidas o confiscadas.

    Y ahora sabemos que una lógica fatal prescribía lo siguiente.

    Si el hombre y el ciudadano Luis Manuel Otero es vigilado a todas horas, si es censurado, calumniado, encerrado y vejado siempre que, con puntualidad, el Estado así lo (re)quiera… Si sus pinturas, sus dibujos o su garrote vil —instrumento colonial de tortura convertido en instrumento de un performance en que Otero permanecería inmóvil por muchas horas durante cinco días, sujeto del cuello y con las manos atadas a la espalda—; si su arte es deshecho o expropiado en el colmo del cinismo y la impunidad… Pues llegará entonces el día en que el ser humano y el artista Luis Manuel Otero se pondrá a labrar esa materia, última y primera, que es su propio cuerpo y emprenderá en soledad la prueba —la ordalía— más íntima y devastadora a que puede entregarse el «animal político» (Zoon politikón).

    Porque sabemos bien que no se trata solo de los hechos inmediatos, como sabemos bien que no es solo la última ola o la última tormenta, sino todo el poderío del océano lo que arrastra al náufrago.

    Y ahí vamos navegando todos…

    Digamos por fin que el naufragio autoinfligido de Otero es el arte de ilustrar en un solo cuerpo, a golpe de hambre y sed, en qué consiste la tiranía del mar inmenso y qué somos cada uno de nosotros, por separado, a su merced. (Luego, a no ser por solidaridad o por empatía básicas, ya nada importan los valores exactos de su química sanguínea).

    Me pregunto, en los últimos meses y en los últimos días, ¿cuántas personas habrán iniciado ese tránsito político, y antropológico, entre la condición de mero espectador y la de ciudadano? ¿Cuántos ya habrán cumplido ese viaje y cuántos lo cumplirán en el futuro inmediato? ¿Y cuál es el punto crítico para que la transformación del individuo precipite la transformación de un país y de una época?

    No lo sabemos en Cuba. No lo supo en su día Joseph Brodsky, que para entonces ya se había marchado de San Petersburgo.

    El Partido acaba de estrenar otro quinquenio hacia la Eternidad. Sabemos que las tiranías prefieren siempre los finales inesperados.


    [1] Desde ahora, también un máximo de 60 años para ingresar en el Comité Central del Partido, y de 70 años para los altos cargos de dirección.

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    Jesús Adonis Martínez
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    Es, como Dios o cualquier otra cosa, posterior al Big Bang. Es, por tanto, nuestro contemporáneo. Lee, y a veces escribe. Cuando alza la vista se descubre, siempre asombrado, en medio del mundo.
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