Balada contra la guerra en el Lower East Side

    El Lower East Side

    me está quitando la vida.

    Ninguna maldita cuadra

    es mía.

    ¡Ningún maldito ladrillo!

    Miguel Piñero

    Jacquie, amiga, profesora de literatura en la Universidad de Connecticut, me invita junto a mi novia a un bar ruso en el Lower East Side, uno de los barrios de Manhattan donde las ráfagas de la jerga emigrante ensucian todavía —una brisa persistente, un polvillo fantasmal— el implacable aire seco de la gentrificación. Casi en la esquina de la 2da Avenida y la 2da Calle del East entramos a un sótano melancólico y abigarrado, que anuncia vodka en un tosco pizarrón hipster.

    No hay nadie dentro, solo una mesera eslava, alta y diligente. Me agrada su falso candor. Pedimos paté de hígado de pollo, un tartar de salmón con sabor a pepino y cervezas de San Petersburgo. Sentados en la mesa del medio del sótano, nos rodean unos asientos empotrados en la pared de ladrillos terrosos, algunos micrófonos mudos y un cubo sobre una silla de auditorio para la propina de los músicos aún inexistentes.

    Jacquie me había dicho, antes de encontrarnos, que ya no podía llevarme al bar ruso del que me había hablado. Distraído, no entendí por qué, y le pregunté. «Por la guerra», me dijo, medio en broma medio en serio. Fuimos, por supuesto, pero me quedé pensando que seguro habría mucha gente en Occidente, y en esta misma ciudad liberal y disléxica, que ahora estaría cancelando su visita a establecimientos rusos para practicar una solidaridad pasiva a través de la confusión y homologación terrible entre las categorías de gobierno y nación. Algo parecido, xenofobia disfrazada de sanidad, ya había sucedido con el barrio contiguo de Chinatown cuando se destapó el furor de la pandemia.

    Un grupo de señores y mujeres entre sesenta y setenta años caen en el bar como un goteo intermitente y se saludan entre ellos con naturalidad. Elegantes a su manera, le oponen al tiempo una resistencia coqueta, atrincherados en sombreros de cowboys, tenis rojos, melenas medio ralas, pantalones ajustados y bisutería nostálgica de hippies insumisos. Son la versión entrañable de sí mismos. Se trata de la vieja guardia del East Village y le imprimen al sótano una atmósfera primorosamente municipal.

    Anyway Cafe / Foto: El Estornudo

    Se reúnen para tocar un rato la guitarra y entregar su arte de todos los días a los amigos de todos los días. Una mujer llamada Puma, boina calada, botines plateados con una estrella dibujada con navaja a la altura del empeine, y pulóver con calavera diseñada por cualquier grafitero vecino, hace lo que se llama spoken word, que es el acto de mordisquear el lenguaje y construir con sus sobras tus versos prosaicos, líneas que imitan el ritmo de la calle o que lo inventan, porque el ritmo de la calle, propiamente dicho, no es algo que exista. El tráfico bullicioso, la rabia desarrapada de los homeless y el trasiego empresarial constante se tragan los tonos frágiles de la voz humana.

    Puma dice —o algo así— que cuando ve desde el puente las luces reflejadas en el río no siente miedo de su ciudad. Había trovadores de mi pueblo con versos similares sobre su tierra, versos que incluso podían entonarse con mayor justificación. Casi cualquier enclave inspira infinitamente más miedo que Nueva York, aunque los neoyorkinos no lo sepan, entendido neoyorkino como la gente que no se ha movido nunca de sitio, que van eternamente del Hudson al East River y adquieren, encerrados en una libertad envidiada por el resto, ese raro provincianismo cosmopolita.

    Entre un poema y otro, Puma nos pregunta a mi novia y a mí de dónde somos. «De Cuba», contestamos. Entonces Puma cuenta que tuvo un perro mexicano y que el perro le podía ladrar en dos idiomas. Hay algunas risas tímidas de fondo, pero el silencio de mi mesa electrifica con un chispazo el ambiente distendido de los entusiastas rockeros septuagenarios (bien mirado, esa es la única edad digna para un rockero hoy). El acompañante de Puma quiere arreglar la situación y dice algo que no escucho, y que si escucho, no entiendo.

    Mi amiga Jacquie me mira con cara de espanto. Yo pienso cómo voy a decidir tomarme aquello. El acompañante canta «Pale Blues Eyes». Quiero tararear, pero no lo hago. Jacquie me pregunta si nos vamos. Digo que sí y me dirijo al baño. Luego no recojo mi abrigo. Vuelvo al asiento y Jacquie me sugiere que le demos una oportunidad. No estoy de acuerdo.

    En el intermedio, Jacquie llama a Puma, que se disculpa antes de que le digamos nada. Es una judía pizpireta. Le suelto algo para desahogarme y no logro fijar la indignación. Puma me cuenta que ella se hizo poeta en el Nuyorican Poets Cafe, un bastión del mestizaje más genuino enclavado en el truculento Lower East Side de los setenta. No lo puedo creer. La rueda que ha dado Puma tiene muchas millas ya. Mi novia le dice algo desde el otro lado de la mesa y ella se agacha un tanto y le aclara que está sorda, que repita. Me río, pienso que es una broma, pero me cuenta que un novio le pegó un puñetazo en el oído izquierdo y la jodió.

    Puma recita versos en Anyway Cafe / Foto: El Estornudo

    Le pregunto si conoció a Miguel Piñero y me dice —creo que me dice— que fue su cuñada, pareja de su hermano. Me emociona profundamente cada vez que me encuentro con alguien que tuvo la oportunidad de conocer a un poeta. Me viene a la cabeza la película El jefe de todo esto, de Lars von Trier. En el compás último del filme, el actor que dirige la empresa en venta decide fallar en beneficio de los trabajadores, hasta que el viejo millonario comprador menciona, casi sin querer, a un dramaturgo olvidado que el actor venera, un dramaturgo que a nadie más le importa. Los trabajadores terminan en la calle, despojados de su negocio.

    «Hicimos bien en quedarnos», me dice Jacquie, «es una opción política que Estados Unidos hoy no te la permite». Difícilmente yo, o quien sea, pudiera agregar algo a aquel comentario. Pedimos una nueva ronda de cerveza. La mesera, y otros en el público, tienen ya pegatinas de banderas ucranianas enganchadas a la ropa. Pienso que nunca he visto una bandera que pueda significar dos cosas juntas. Rusos que se solidarizan con el país vecino o rusos que enseñan, de antemano, el pasaporte político tácito que les permite pertenecer a Occidente. Ambas, seguramente. De hecho, no he visto banderas ucranianas en otro lugar que no sea este bar ruso, porque quizá, también, en ningún otro lugar las he buscado.

    Miguel Piñero, un pandillero puertorriqueño que conquistó Broadway con una obra de teatro sobre la vida en la prisión, y que pidió en uno de sus poemas que esparcieran sus cenizas por el barrio de Loisaida (así llamaban al Lower East Side), fue capaz de escribir versos que dicen así: «En el tercer día/ porque en el segundo Dios estaba fuera de la ciudad/ en el tercer día/ la nariz de Dios escurría/ y comenzó la eriza y Dios/ en su absoluta sabiduría/ supo que estaba enfermo/ que necesitaba su dosis/ así que Dios/ creó los patios traseros de los guetos/ y los callejones de las barriadas/ cuando estaba perico y en heroína/ y con su infinita sabiduría y gracia/ Dios creó la hepatitis/ que engendró el tétanos/ que engendró la malaria/ que engendró la degradación/ que engendró/ EL GENOCIDIO…»

    Puma me regala un libro de poemas suyo, de impresión casera, titulado Belinda y sus amigas, mientras que Piñero murió a los 41 años con el hígado consumido por la bebida, después de decir que cirrosis parecía el nombre de una flor.

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    Carlos Manuel Álvarez
    Carlos Manuel Álvarez
    Bebedor de absenta. Grafitero del Word. Nada encuentra más exquisito que los manjares de la carestía: los caramelos de la bodega, los espaguetis recalentados, la pizza de cinco pesos. Leyó un Hamlet apócrifo más impactante que el original de Shakeaspeare, con frases como esta, que repite como un mantra: «la hora de la sangre ha de llegar, o yo no valgo nada». Cree solo en dos cosas: la audacia de los primeros bates y la soledad del center field.
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