Aún Donald Trump no ha empezado su segunda Presidencia y ya tiene su primer escándalo: los anuncios de varios acólitos sin experiencia ni calificaciones para altos cargos en su gabinete, y la exigencia de que el Senado se someta a sus demandas y los apruebe obviando el proceso constitucional de advice and consent (consejo y consentimiento). O de lo contrario forzará un receso del Senado y los nombrará sin su consentimiento.
Están claros los objetivos de Trump al nombrar a candidatos que obviamente no tienen la preparación, experiencia o temperamento para desempeñar estos cargos. El primer objetivo es rodearse de adeptos que no cuestionen sus tendencias autoritarias. Trump siempre ha tratado de gobernar como maneja sus empresas, tomando decisiones impulsivas y basadas antes que nada en su beneficio. Incapaz de dominar el tamaño y la complejidad del mecanismo estatal que rige a la mayor economía del mundo, trató de reducirlo al «pantano» (swamp), pero este mismo aparato terminó maniatando muchas de sus promesas, como el famoso muro. El segundo objetivo sería entonces usar la disrupción y el caos como herramientas para domar ese aparato estatal. Los elegidos para su primer gabinete no fueron convencionales, pero sí tenían competencia o experiencia específicas para los respectivos cargos, con las excepciones de DeVos y Tillerson. Esta vez la experiencia o la competencia son obstáculos; lo que importa es la obediencia. Trump no quiere a un secretario de Comercio que le recuerde que los aranceles tienen consecuencias inflacionarias; un secretario de Justicia que le impida perseguir a enemigos políticos, o un secretario de Defensa que le diga que no es posible ordenar al ejército que dispare sobre manifestantes pacíficos. El tercer objetivo es la revancha política: emplear el aparato del Estado para castigar a quienes se le han opuesto. Y el cuarto objetivo es evitar una aplicación de la Enmienda 25 de la Constitución, impidiendo así su propia remoción del cargo haga lo que haga.
Estos objetivos, que responden a Trump más que a los intereses del país, han llevado por lo pronto a un presunto gabinete compuesto por personas tan incompetentes que es difícil entenderlo como otra cosa que el chiste que no es. No solamente será disruptivo para la vida de votantes que simplemente querían que bajaran los precios, sino además peligroso para la seguridad nacional. La excongresista demócrata Tulsi Gabbard, nominada para dirigir la comunidad de inteligencia, no tiene experiencia en un campo tan delicado y, además, se ha puesto constantemente del lado de los adversarios de Estados Unidos, especialmente Putin. También el controversial activista Robert Kennedy Jr. se encargará de Salud y Recursos Humanos sin experiencia alguna que lo califique para el cargo, y presumiblemente impondrá su ideología anticientífica a 13 agencias tan importantes como la FDA, NIH y CDC, donde laboran decenas de miles de científicos. Y quizá la peor elección, por sus posibles consecuencias, haya sido el comentarista de Fox Pete Hegseth para dirigir el Departamento de Defensa; se trata en este caso de un veterano, pero nunca ha estado a cargo de una organización, mucho menos de una tan vasta como el ejército norteamericano, con un presupuesto anual de 850 mil millones de dólares, más de tres millones de empleados y soldados, y 750 bases militares por todo el mundo. Hegseth ha sido además acusado de abuso sexual, ha dicho que las mujeres no deben estar en el ejército e, incluso, ha sido señalado, por sus tatuajes supremacistas blancos, como un posible riesgo de seguridad.
Este atropello del proceso de nominaciones y confirmaciones para el gabinete ya ha tenido su primer revés: la retirada de consideración del congresista Matt Gaetz —quien había sido nominado para fiscal general y cabeza del Departamento de Justicia—, un provocador que tiene varios escándalos, incluido el uso de drogas, y acusaciones de abuso sexual. Su valor para Trump era que no dudaría en comenzar las investigaciones contra enemigos políticos, como Mark Milley, Adam Schiff o Jack Smith, que el expresidente ha prometido durante la campaña. Luego de su nominación varios detalles de las acusaciones en su contra han salido a la luz —por ejemplo, haber pagado a menores de edad a cambio de relaciones sexuales—, a pesar de los esfuerzos para enterrar el correspondiente reporte del Comité de Ética del Congreso. Gaetz demostró ser intragable para la opinión pública y para varios senadores, en parte por los escándalos y en parte por su baja popularidad entre la mayoría de los miembros de ambas cámaras, a muchos de los cuales atacó en el pasado. En su lugar Trump ha nombrado a Pam Bondi, exfiscal general de la Florida y una de sus abogados en el juicio político que enfrentó el exmandatario.
La segunda exigencia es una píldora difícil de tragar para los senadores republicanos acostumbrados a usar el poder de sus curules, pero que se han doblegado una y otra vez ante Donald Trump. El líder saliente, Mitch McConnell (R-Kentucky), tuvo la oportunidad de deshacerse de él de una vez por todas, si hubiera permitido un voto de culpabilidad luego del segundo impeachment, en febrero del 2021, a raíz del asalto al Capitolio, pero entonces prefirió creer que Trump no regresaría. Otros como Lindsay Graham (R-Carolina del Sur) ya han hecho costumbre no solo plegarse ante Trump sino además defenderlo en público; no importa cuán absurdo sea el argumento.
Es de ilusos esperar que el Senado —donde se habla mucho del bipartidismo y de las tradiciones y normas democráticas, pero que se ha polarizado en extremo bajo McConnell (recuérdese la negativa a aprobar la nominación de Merrick Garland a la Corte Suprema)—, represente un obstáculo serio para las intenciones de Trump. Los consabidos moderados —como Lisa Murkowski (R-AK) y Susan Collins (R-ME), quienes se opusieron a nominaciones para cargos menores en la primera Presidencia de Trump, y se rumora que ahora se oponían a Gaetz— probablemente terminarán obedeciendo la línea del partido tal como hicieron al aprobar todos los candidatos de Trump a la Corte Suprema. Pero aun si montaran una resistencia mínima, Trump tiene de su lado al líder de la Cámara Baja, Mike Johnson, quien ya ha indicado que obedecería la orden de forzar al Senado a un receso para despejarle el camino a Trump.
Todo esto es importante porque muestra una vez más el desinterés de Trump en trabajar dentro de las normas democráticas; prefiere atropellarlas hasta lograr sus objetivos. El caos constitucional que crearía una maniobra como empujar el Senado a un receso —una vaga provisión legal que nunca se ha usado, y que la misma Corte Suprema ha considerado una reliquia del pasado— es precisamente lo que busca Trump. De ser aceptado ese camino, se sentaría el mayor precedente sobre la autoridad casi total del presidente y se colocaría a Trump aún más cerca de su objetivo de gobernar como un autócrata, o como él mismo dijera: «dictador en el primer día». Quedará por ver si los que votaron por él pensando que todo esto era una exageración o un chiste estarán de acuerdo con la destrucción que venga a continuación.