Ars Moriendi

    «At the end of my suffering

    There was a door.»

    Louise Glück 

    Cuando mi padre murió a mi lado, yo llevaba meses preparándome para ese momento. La mañana de su último día, un sábado, pude vislumbrar las señales inequívocas: lo notaba demasiado débil y le pedí por primera vez a la asistente de baño que no viniera. No pudo desayunar ya; los dedos de sus manos hermosas comenzaron a tornarse color violeta a pesar de que llevaba días conectado a un balón de oxígeno. Era uno de los presagios aprendido en mis lecturas.

    Cerca del mediodía reconocí el estertor de la muerte que había escuchado en videos. Era un sonido angustiante, pedregoso, como si estuviera haciendo gárgaras, pero mi padre no se estaba asfixiando, estaba entrando en la etapa final del proceso de morir. El estertor (death rattle) es causado por la mucosidad y la saliva que se acumulan en la garganta del agonizante, que ya no puede carraspear o tragar. Supe que le quedaban de 24 a 48 horas más.

    Era difícil detectar si estaba de alguna manera consciente. Llevaba más de una semana administrándole morfina oral, un opiáceo que aliviaba sus dolores. A duras penas tragó dos cucharadas de helado de dulce de leche casi líquido, su postre favorito.

    Después del mediodía llamé a la compañía de hospicio Vitas, que se encargaba de sus cuidados principales desde hacía un año, porque no había llegado la enfermera de turno. Unas cuatro horas después llegó una a quien yo no conocía, y se negó a moverlo mucho. Ordenó de inmediato cuidados permanentes —cuando se designan enfermeras 24 horas continuas en espera de la muerte— y me dijo que ella quizás regresaría a la mañana del día siguiente… si él pasaba de la noche.

    Mi padre tenía el pañal suelto, y yo lo moví un poco para ajustarlo y dejarlo de lado. Fue en ese momento en que emitió dos débiles sonidos y se quedó quieto. Le acaricié la cabeza calva de toda la vida y le di una mínima dosis más de morfina, tal como me habían indicado. No sé si murió en ese preciso momento o en los siguientes, yaciendo de costado en su posición favorita para dormir. Parecía dormido y yo también me fui a dormir, exhausta, esperando a la nueva enfermera. Me sentía incapaz y temerosa a la vez de comprobar sus signos vitales.

    Mi tía me sacó del refugio del sueño diciéndome: «Creo que ya falleció». Me levanté como un autómata. Mi exmarido, Wilfredo, estaba inclinado sobre el cuerpo de mi padre, tratando de discernir, en vano, entre el sueño o la muerte.

    Hice lo que había ensayado tantas veces en mi mente: llamé a Vitas, comuniqué el posible fallecimiento, y a los quince minutos llegó una enfermera que declaró la muerte a las 8:10 pm. A pesar de sus protestas, la ayudé a limpiar el cadáver, cambiar el pañal, quitar la sonda que tenía instalada durante meses. Parecía dormido, pero cuando lo volteamos, su ojo derecho estaba abierto, y me sobrecogió la vidriosa mirada de la muerte.

    Daniel llegó poco después y se arrodilló al lado de su abuelo, estallando en el llanto que no brotaba de mí, ni de nadie más. 

    Un joven de la funeraria cercana vino minutos después. Sudoroso en su camisa blanca, firmó papeles de Vitas y procedió a la única parte que no había siquiera imaginado: después de revisar el cuerpo para comprobar que no tenía ninguna joya, lo envolvió simplemente con las mismas sábanas de la cama para enviarlo a la cremación. Nada de sábanas adicionales sobre el cadáver en camilla impoluta, ni bolsa mortuoria. Cuando me percaté, le pedí que detuviera sus bruscas maniobras para besar la frente de mi padre por última vez. Me angustió que su cabeza fuera envuelta de forma total y ceñida con sábanas, como si la asfixia fuera todavía posible. 

    El cuerpo desapareció en la camioneta nocturna. Mi padre se había ido con la misma discreción con que vivió toda su vida, y rodeado de las personas que más lo querían.

    En casa con mi padre, en mayo de 2022 Foto: Cortesía de la autora

    ***

    Nunca supe cuáles fueron los últimos deseos de mi padre. Como le sucede a la mayoría de las personas, no tuve el valor o la sagacidad para preguntárselo. Cuando le fue diagnosticada la enfermedad que le causaría la muerte, yo no tenía idea ni referencias —más allá de las que extraje de internet— para saber cómo en su avance inevitable arrasaría con su cuerpo atlético, su lucidez y hasta sus cuerdas vocales. No pudo hablar durante los últimos meses. 

    En el siglo XV, una guía para enfermos y familiares a la espera de una muerte se convirtió en un bestseller medieval. Ars moriendi (El arte de morir), probablemente escrito por sacerdotes, detalla los pasos a seguir para una «buena muerte». En esa época, poco después de la epidemia de la peste que mermó la población europea, la gente veía la muerte desde otra óptica: un acontecimiento que debía ser aceptado sin miedo, amparado en la fe religiosa. 

    Dividido en capítulos, Ars moriendi aborda las cinco tentaciones que acosan a un moribundo: la falta de fe, la desesperación, la impaciencia, el orgullo espiritual y la avaricia, y aconseja cómo evitarlas. Una sección está dedicada a enumerar las siete preguntas que deben hacerse a un moribundo, y la reafirmación del consuelo en los poderes redentores de la religión cristiana. Otro capítulo está dedicado a amigos y familiares, esbozando las reglas generales de comportamiento ante el lecho de muerte.

    El siglo XXI, tras la sacudida de otra pandemia que ha causado más de seis millones de muertes, todavía carece de un ars moriendi. Seguimos obsesionados con prolongar la lozanía juvenil y la vida, pero tercamente de espaldas a nuestra inevitable mortalidad. Es un instinto de defensa humano, ampliamente estudiado, pero que pocos han desafiado.

    La muerte nunca es pulcra, pero una «buena muerte» debería ser definida por cuán honestamente cuidamos de los agonizantes, respetamos y escuchamos sus deseos, y no por cómo se comporten ellos —ya sin pleno control de sus cuerpos y de sus mentes— con nosotros.

    ***

    El número de ancianos cubanos que ha emigrado a Estados Unidos debido al colapso del sistema sanitario y la pobreza desbordante se ha disparado en los últimos años, desde mucho antes del COVID. Es una estadística enigmática. Hay casos extremos, como el de la mujer de 85 años que cruzó por la frontera sur; otros, como mi padre, se quedan en Estados Unidos tras llegar con visa y un tercer grupo es reclamado por sus familiares. Cuando mi abuela llegó, con 85 años en 2005, todavía se consideraba que traer a un anciano de Cuba era «un estorbo». Es una frase que se escucha cada vez menos en Miami. 

    En Estados Unidos, mi abuela vivió hasta los 99 años.

    Dejar a los padres en Cuba o traerlos para hacernos cargo de ellos se convierte en un angustiante dilema para el que muchos de los hijos de mediana edad no estamos preparados, ni siquiera mínimamente informados. Yo siempre pensé que mi padre moriría en Cuba, que yo pagaría a alguien para que lo atendiera y finalmente viajaría a la isla a verlo y supervisar sus cuidados. 

    La angustia y los costos financieros y humanos no son menores para los cubanos emigrados que procuran mantener saludables a sus padres en la isla.

    A pesar de que tenemos la población más envejecida del continente, también entre cubanos se evita hablar de la muerte o de los preparativos para recibirla, como si así se le convocara antes de tiempo. 

    Prepararse para la muerte no es decidir de antemano dónde se quieren dispersar las cenizas o cómo será el funeral y entierro. Eso es, simplemente, disponer los ritos que observamos después de la muerte. 

    En realidad, el deseo de morir rápidamente (y sin dolor, de ser posible) es una de las fantasías humanas. La mayoría de nosotros pasaremos largos períodos de debilitamiento y nos veremos finalmente imposibilitados de vivir de manera independiente. La decadencia del cuerpo es nuestro destino inexorable, solo el momento de la muerte es impredecible. 

    El último año de vida de mi padre devastó sin piedad su cuerpo y su mente. Lo advertía Philip Roth en su novela Everyman (Elegía): «La vejez no es una batalla: la vejez es una masacre».

    Para la mayoría de nosotros, la muerte será un proceso que puede prolongarse agónicamente durante meses, y amortaja tanto al enfermo como a los familiares. Cuidar de un anciano en casa hasta su fallecimiento —si esa fuera la decisión— es una responsabilidad aplastante, una tarea agotadora que implica la toma constante de decisiones y tiene un costo elevado para la salud física y mental de los familiares a cargo. 

    Entre las dos alternativas que nos quedan a los cubanos en la diáspora: traer a los padres o pagar por sus cuidados desde el extranjero, ninguna es mejor que otra.

    Yo logré prepararme para detectar el momento final de mi padre, pero no para todo lo que le precedió.

    ***

    Mi padre en Key West, 2004 / Foto: Cortesía de la autora
    Mi padre en Key West, 2004 / Foto: Cortesía de la autora

    Estoy segura de que papi secretamente había deseado vivir en Estados Unidos toda su vida con su única hija. Viajó a Estados Unidos más de diez veces, y la única vez que lo sugirió, entendió que no había espacio ni condiciones económicas para sustentarlo. En todos sus viajes procuré llevarlo a alguna parte: fuimos a los parques de Disney, al cañón del Colorado y a Las Vegas, a las cataratas del Niágara, los cayos de Florida, a las montañas de Carolina del Norte. Disfrutaba del país y de su único nieto. 

    Durante su último viaje, Isabel, su mujer durante 35 años, a la sazón de visita en Brasil, me llamó para informarme que había puesto en venta su casa y que se quedaría en ese país. Era falso, según la vida demostró después, pero yo tenía suficientes indicios y reportes familiares de que apenas ya se ocupaba de él, y descarté el regreso de papi a Cuba: allá él ya no tenía donde vivir.

    Entre un viaje en marzo y ese último de junio, el Día de los Padres de 2019, su salud se había deteriorado visiblemente. Tenía severos abscesos de tos —que atribuí al enfisema que padecía a causa de haber fumado durante 60 años— e incontinencia urinaria. Hacia fines del año, lo llevé a ver al doctor Aurelio Torres Consuegra, amigo desde mi infancia, quien se encargó generosamente de atenderlo. 

    Para marzo de 2020, cuando se declaró la pandemia de Covid, mi padre ya tenía visibles problemas de movilidad. Sin protestar, aceptó usar pañales permanentemente y luego un walker (o burrito) para desplazarse hacia y desde el baño. En el trayecto de pocos metros a veces debía detenerse y sentarse a mitad de camino, porque le faltaba el aliento. Yo lo bañaba diariamente y en ocasiones tuve que asistirlo cuando me llamaba avergonzado por diarreas ocasionales y expansivas. 

    Poco después comencé a trasladarlo en silla de ruedas hacia el baño y a llevarlo a la cama cada noche de la misma manera. Aún lograba caminar los pocos metros entre el family room, convertido en su cuarto, y el comedor colindante. 

    Mi vida estaba limitada por el Covid y por los cuidados que necesitaba mi padre. De cierta manera fue volver a conocernos: yo no convivía con él desde los ocho años, tras el divorcio. Ahora era un anciano dócil y callado. 

    Mi mayor preocupación era el enfisema que lo hacía sumamente vulnerable al virus letal. El encierro se multiplicó para todos en casa. Ya vivíamos en un estado de tensión permanente, a lo cual se sumó la alerta ante cualquier sonido que mi padre hiciera, por temor a una caída que conduciría a un hospital lleno de enfermos de Covid y probablemente aceleraría su muerte. En efecto, sucedió un par de veces, pero fueron más bien deslizamientos en los que no sufrió ninguna lesión. 

    Al menos una vez perdí la paciencia: me avergüenza recordar cómo en una ocasión tiré sus espejuelos porque no lograba firmar un documento. Ira y tristeza; anverso y reverso.

    Su green card llegó el día de San Lázaro de 2020, un buen auspicio —de haber sido yo creyente. El nuevo estatus le permitió acceder al sistema de salud para personas de bajos ingresos, Medicaid, y le fue asignada un HHA (home health assistant, asistente de salud y «chechei— en el español de Miami). Pero era casi imposible conseguir atención médica presencial debido a los embates de la pandemia. En febrero de 2021 lo llevé con gran orgullo a vacunarse por primera vez. Nunca se contagió de Covid. Ese mismo año finalmente lo examinó un neurólogo, quien diagnosticó la enfermedad que acabaría con su vida: Parkinson. 

    Lo había padecido desde hacía quince o veinte años, aseguró, qué pena que ya esté tan avanzado, me dijo. Nunca le fue diagnosticado en Cuba. Yo no lo podía creer, y lloré en la consulta: relacionaba la enfermedad con temblores incontrolables, pero mi padre padecía de otra variante, parkinsonismo rígido-acinético, más cruel, que conduce a la rigidez extrema. El médico le recetó unos parches diarios que sigo considerando mágicos, Exelon, y que pusieron fin a las alucinaciones que le condujeron a un par de escapadas de la casa y a desvaríos temporales. 

    Me dije a mí misma que mi padre no podría enfrentar el terrible pronóstico que le esperaba, y por mucho tiempo me esforcé en que la palabra «Parkinson» no fuera mencionada en su presencia. Papi todavía estaba bastante lúcido, y desperdicié la oportunidad de conversar con él sobre su diagnóstico y sus deseos para el final de su vida.

    ***

    En esa omisión no estoy sola. La muerte es abordada con eufemismos. Protegemos a los niños de la visión de la agonía, los dejamos con otros familiares para alejarlos del sobresalto que provoca una muerte en la familia y generación tras generación envejecemos buscando eludir nuestra mortalidad.

    «¿Nos estamos convirtiendo en menos humanos o más humanos?», se preguntaba Elisabeth Kübler-Ross en On Death and Dying (1969), un referente imprescindible sobre el tema. «¿Es nuestra concentración en equipos, en presión arterial, nuestro intento desesperado por negar la muerte inminente que nos resulta tan aterradora e incómoda que desplazamos nuestro conocimiento a las máquinas, ya que son menos cercanas a nosotros que el rostro sufriente de otro ser humano que nos recuerda una vez más nuestra falta de omnipotencia (…) y quizás nuestra propia mortalidad?»

    Después de la muerte de mi padre soy más consciente de importancia de decidir sobre los tratamientos a los que me quiero exponer si enfermo con una condición crónica. Creo que en todas las familias esa debería ser una conversación indispensable, impostergable, y sí, incómoda. En las próximas décadas, el desarrollo de los estudios de genética propiciará una mejor perspectiva sobre los problemas de salud a los que seremos propensos.

    Ahora tengo ideas claras sobre lo que quiero y lo que no, y comienzo a prepararme, o al menos intento, no exactamente para mi muerte, sino para la decadencia de mi cuerpo y la pérdida de independencia, los mayores retos en lo que me queda de vida.

    Mi padre, inmigrante a los 79 años, sin recursos algunos, no tenía más apoyo que yo. Pero ese es un ciclo que no debería repetirse, al menos no para quienes emigramos de Cuba y otros países pobres. Creo que la ancestral idea de que nuestros hijos tienen toda la responsabilidad de cuidar de nosotros es anacrónica en el siglo XXI, e injusta con ellos. No quiero que Daniel viva una experiencia similar a la mía.

    Si hemos vivido y trabajado suficiente tiempo, deberíamos ser capaces de mantener independencia hasta donde nuestra salud lo permita, y decidir de antemano sobre tratamientos comunes al final de la vida como de tubos de alimentación, resucitación, ventilador mecánico, hospitalizaciones y además el poder de optar por la eutanasia. 

    Veinticuatro horas casi exactas antes de la muerte de mi padre, en la consulta del veterinario me vi obligada a tomar una decisión: o dejaba vivir a Happy, mi perro de 12 años, durante un par de meses con dolores de cáncer y una cadera dislocada, o le aplicaba la eutanasia. No vacilé en optar por la segunda opción, y deseé que hubiera estado disponible para mi padre en ese momento. Irónicamente, pude evitarle a mi perro el sufrimiento, mientras que mi padre debió tolerar el suyo. ¿Cuán compasivos somos?

    Mi padre y Happy en casa, en junio de 2019 / Foto: Cortesía de la autora

    ***

    En enero de 2021, las piernas ya no pudieron sostenerlo más y mi padre quedó confinado a la cama. Intentamos sentarlo, pero duró poco. El esfuerzo físico era considerable y apenas se sostenía erecto en la silla de ruedas. Fue la primera vez que pensé que moriría pronto. En ese momento decidí solicitar los servicios de hospicio, que tanta gente —e hispanos en particular—, por desconocimiento, teme. 

    El hospicio no es una sentencia de muerte, ni siquiera la acelera, pero suele ser su antesala. En Estados Unidos comenzó a ser cubierto por Medicare, el sistema de salud para los ancianos, en 1982. Busca aliviar a los pacientes que padecen enfermedades terminales y permite una muerte lejos de la parafernalia de un hospital. 

    Para que la persona acceda a estos servicios necesita que dos médicos certifiquen una expectativa de vida de seis meses. Eso no quiere decir que si la persona vive más el servicio se cancela automáticamente; puede prolongarse el tiempo necesario, o interrumpirse y reactivarse, como pasó con mi abuela durante unos cinco años. 

    El hospicio, sin embargo, conlleva solo cuidados paliativos, lo que implica que no se realizan procesos invasivos como biopsias, extracción de sangre, cirugías: médicos y enfermeras visitan al paciente, además de una asistente de baño, y proveen todos los medicamentos y equipos médicos necesarios, empezando por una cama de hospital. Inmediatamente firmé la orden de no resucitación: si mi padre sufría un infarto o un ictus, los esfuerzos por revivirlo habrían quebrado sus huesos frágiles, causando más complicaciones.

    Mi principal objetivo era evitarle más sufrimiento, o que muriera en un hospital, entubado, rodeado de gente extraña más preocupada por sus signos vitales que por su bienestar general. En un hospital, mi padre habría sido un cuerpo más, y habría muerto solo.

    ***

    En Estados Unidos, el sistema de cuidados de ancianos tiene diferentes niveles: están los day care o guarderías, instalaciones de assisted living, donde los residentes deberían tener más independencia y los nursing homes o asilos. A menudo, sin embargo, en Miami es difícil distinguir entre los dos últimos. He visitado asilos que se identifican como assisted living facility.

    Los servicios de hospicio se pueden ofrecer en casa o en un nursing home, o simplemente home (hogar), como le decimos en Miami, quizás porque en inglés suena menos despiadado decir «puse a papi en un home» que «puse a papi en un asilo». 

    Desde el principio, la compañía de Medicaid me informó de la opción de poner a papi en un home, dado su estado y previsible deterioro, que finalmente conduciría a cuidados de casi veinticuatro horas continuas. 

    Yo estaba renuente: mi experiencia vital y digamos, literaria, con el sistema de homes no había sido muy buena. A poco tiempo de llegar a Miami me sumergí en una investigación sobre Guillermo Rosales, autor de una impactante novela que retrata sus últimos años en uno de esos centros, Boarding home (editado por Siruela bajo el título La casa de los náufragos, con mi texto como epílogo). Rosales, que padecía una enfermedad mental, lo calificó como «casa de escombros humanos» y describió el ciclo que se repite en Miami: «Ahora el comunista y la burguesa están en el mismo lugar que les asignó la historia: el boarding home». 

    ***

    Mi abuela en el asilo, en abril de 2019. Falleció en septiembre de
    ese año / Foto: Cortesía de la autora

    En 2015, sin consultarme a pesar de que vivía en mi casa, los hijos de mi abuela decidieron ponerla en un home. Ella tenía 95 años y estaba en perfecto estado físico y mental. Su cuidado recaía sobre mi madre y una chechei que ayudaba a bañarla. 

    El home que sus hijos eligieron era una instalación moderna de tres pisos, con médicos y enfermeras permanentes, lo mejorcito a lo que se podía acceder entonces, me dijeron, y de eso no tengo dudas. Está cerca del hospital Jackson pero más próximo a Camillus House, centro de cuidado de indigentes, y el trayecto desde mi casa tomaba más de media hora. 

    Mi abuela no necesitó de atención médica constante hasta dos años después, cuando por descuido de una empleada se cayó de la silla de ruedas en que la desplazaba y se fracturó la cadera. La instalación tenía servicios de rehabilitación en primera planta, y aunque recibió terapias, nunca más caminó. 

    Yo la visitaba regularmente, por lo general los fines de semana. Inicialmente parecía conforme, pero a medida que pasaba el tiempo me pedía insistentemente que me quedara un rato más. Era triste dejarla en un salón rodeada de otros ancianos, frente a un televisor que proyectaba algo que ni siquiera entendía.

    Aquel era un lugar limpio, más parecido a un hospital que a un asilo, pero igualmente una «institución total», más cercana una cárcel que a un hogar, como describió el sociólogo Erving Goffman en su libro Assylums (1961).

    «Todos los aspectos de la vida se realizan en el mismo lugar y bajo la misma autoridad central. Segundo, cada fase de las actividades diarias de los miembros tiene lugar en la inmediata compañía de un largo grupo de otros, todos los cuales son tratados de manera similar y se les requiere que participen en la misma actividad juntos. Tercero, todas las fases de las actividades diarias son programadas estrictamente».  

    En la mayoría de los nursing homes los ancianos son sometidos en grupo a una misma rutina, y pierden toda la privacidad y el escaso control que ya tienen sobre sus vidas. Hay poco espacio para sus pertenencias —mi abuela tenía un angosto closet del cual desaparecieron algunas cosas— y compartía habitación con otra paciente a la cual a veces no veía a pesar de que dormían separadas por una cortina. 

    «En casi ninguno alguien se sienta contigo y trata de entender qué significa para uno vivir la vida dadas las circunstancias, y ni hablar de ayudarte a tener un hogar donde la vida sea posible», asegura Atul Gawande en su extraordinario libro Being mortal (2014)

    Gawande, un cirujano, apunta cómo a pesar de los avances científicos, el foco de la medicina es cada vez más estrecho: «Ha sido un experimento en ingeniería social, poner nuestros destinos en manos de personas más valoradas por sus avances técnicos que por su comprensión de las necesidades humanas. El experimento ha fracasado». 

    En ese asilo, mi abuela murió sola. 

    ***

    No buscamos solo seguridad y protección al final de nuestras vidas, sino también un propósito, un sentido de utilidad que es aplastado por instituciones como los nursing homes, al menos del modo que funcionan ahora. 

    La medicina, por otra parte, es un servicio cada vez más impersonal en función de prolongar la vida a toda costa, donde la voz del paciente —sobre todo anciano y en condición terminal— apenas es escuchada. 

    «Debemos preguntarnos si la medicina debe seguir siendo una profesión humanitaria y respetada», señalaba Kübler-Ross hace más de 50 años, «o una ciencia nueva pero despersonalizada en servicio de prolongar la vida en vez de disminuir el sufrimiento humano». La pregunta sigue en el aire. 

    Los nursing homes son, con frecuencia, la única opción para ancianos que no tienen condiciones económicas o una red de apoyo familiar que les permitan pasar sus últimos días en un hogar; a veces no tienen hogar propio, se convierten en el «estorbo» para los hijos, o padecen severas enfermedades degenerativas que no permiten otra opción de cuidado. Pero no hay nada más lejos de un hogar que un home. La expectativa de vida de una persona es menor en un asilo que en la casa, según indican todas las estadísticas.

    Si, por el contrario, se decide cuidar del anciano en casa, todo el peso recae en el familiar a cargo. Hay que estar preparado para los imprevistos: el día que la chechei no puede ir y la agencia para la cual trabaja no logra enviar reemplazo, entre otros. 

    Yo estaba trabajando desde casa; cuando comenzó la pandemia decidí dejar definitivamente el periodismo como medio de vida, y empecé a prepararme para ser maestra. Estuve casi dos años cuidando sola a mi padre, y el resto del tiempo conté con la ayuda de la chechei Damaris, una manzanillera que llegó a ser parte de la familia, y de mi tía Chichi. No todos los ancianos tienen esa suerte. 

    Al ser hija única, estuve a cargo de todas las decisiones sobre la atención y el tratamiento de mi padre. Cuando la responsabilidad está dividida entre varios adultos suelen aflorar conflictos y resentimientos. Las fisuras se convierten en cráteres. En mi familia, a pesar de que no tuve que tomar decisiones conjuntas, también hay cráteres humeantes. 

    El actor retirado Michael J Fox, enfermo de Parkinson desde hace 30 años, lo apuntó con claridad en una entrevista reciente: «Para algunas familias es una pesadilla. Es un infierno viviente. Tienes que lidiar con realidades que están más allá de la comprensión de la gente».  

    Hacia marzo de 2022, la constante depauperación de mi padre gravitaba sobre mi vida como una espada de Damocles. No culpo de ella a mi padre: naturalmente se debió a la conjura de varios problemas, incluido el encierro a causa del Covid, pero sería iluso negar que la visión diaria de su deterioro físico y mental —que afectaba a todos en casa— no tuvo un papel importante en ella. En medio de la desesperación, a inicios del año pasado consideré ponerlo en un home. 

    ***

    El que me recomendaron quedaba cerca de casa y visto desde afuera, parecía una casa familiar cualquiera. Solo la rampa de la entrada denotaba la diferencia. Mientras esperaba por el dueño, escuché a un anciano gritando desde su cuarto. Quizás lo hacía con frecuencia: nadie se acercó a verlo. Finalmente llegó el hombre, alto y enjuto en sus cincuenta y pico, y me contó que tenía otros negocios, pero mantenía ese en memoria de su primera esposa y porque le daba satisfacción ayudar a los viejitos. El anciano que gritaba había sido su padrastro. 

    Había una cama para papi, cerca de una ventana, en un pequeño cuarto que compartiría con otro señor. En la sala espaciosa los residentes estaban frente a la televisión. El dueño —Genaro— quiso ver a papi y me trajo a casa en su camioneta olorosa a nuevo, insistiéndome por el camino lo importante que era para él la familia. 

    Cuando llegamos, lo examinó con la mirada, le preguntó su nombre y dónde había nacido —datos que mi padre nunca olvidó antes de que perdiera la voz— y me dijo que era perfecto, que a las muchachitas del home les encantaban los pacientes así (¿encamados? ¿más vulnerables?, no me quedó claro de inmediato). Regresamos al home y empezó a hacer llamadas con frenesí para comenzar el papeleo del traslado de papi, aunque yo no había decidido nada todavía. Era viernes en la tarde y nadie respondió en las oficinas. 

    Me fui a casa y entonces se me hicieron evidentes varias preguntas esenciales: ¿dónde sería mejor atendido mi padre?, ¿con qué decisión podré vivir tranquila después? Decidí que moriría en casa. Trasladarlo a un home equivalía a un nuevo e inconcebible abandono. No podía dejarlo allí y mucho menos en manos de Genaro, pues ya he conocido gente como él: aparentemente sensibles y devotos de la entidad familiar y sus valores, pero quienes en verdad (aunque una misma los acompañara en un hospital y hasta los cuidara de una operación del corazón) carecen de genuina empatía con los demás, y ni siquiera tendrían el mínimo gesto de preguntarme por mi padre agonizante.

    ***

    Comencé a prepararme para la muerte en casa, leyendo numerosos libros y artículos de prensa, buscando, más que consuelo, cierto control sobre lo imprevisible. 

    Durante sus últimos meses, la salud de mi padre fue una montaña rusa. Cuando creíamos que moriría, se recuperaba, pero cada vez descendía un escalón más. Sus piernas estaban raquíticas y deformes, su rigidez era extrema; la piel parecía untada en los huesos, las escaras que inicialmente abrían y cerraban, finalmente se ensañaron con su cuerpo. Por su increíble fortaleza, comencé a llamarlo «el campeón de Guaramanao», el nombre de la aldea holguinera donde nació.

    La última frase que me dijo, meses antes de su muerte, fue: «Qué desgracia la tuya, mi hija, cargar con un viejo que no sirve para nada». Sorprendida porque hubiera logrado articular esa frase lúcida y larga, solo atiné a responder «no te preocupes, no es una carga». 

    Desde luego, lo era. Cualquiera que haya pasado por una experiencia similar podrá recordar la angustia de la contradicción insoluble: desear que la persona muera para que la enfermedad deje de encarnizarse con su cuerpo, para descansar nosotros mismos de la agonía, mientras se hace todo lo posible por mantenerlo vivo. Uno queda atrapado entre el deseo de huida y de lucha.

    Muchas veces, sin embargo, le pedía en silencio: «No te mueras ahora, que tengo esto y esto pendiente». Me complació.

    La navidad de 2022 la pasé sola con papi en casa: no quería estar en ningún otro lugar. Sabía que su fin estaba cerca y me sentí a gusto atendiéndolo, teniendo todavía algún momento de intimidad. Aunque no estaba segura de cuánta lucidez le quedaba, me propuse besarlo y decirle cada noche lo mucho que lo quería, algo que nunca antes hice. En una ocasión intentó devolverme un beso.

    Una de las últimas fotos con mi padre, en diciembre de 2022
    Una de las últimas fotos con mi padre, en diciembre de 2022 / Foto: Cortesía de la autora

    ***

    Grief is a sneaky bitch es el título de un podcast que escucho a veces. Ahora sé que el duelo no tiene «etapas», es intermitente, la tristeza aflora de forma impredecible. 

    Después que papi murió, esperé sentir la sensación de alivio que mucha gente confiesa, pero esta no ha llegado. Más bien recuerdo su estoicismo en los últimos meses —raramente emitía un quejido—, y muy a mi pesar, los momentos en que percibí su terrible sufrimiento. 

    Enterramos las cenizas de mi padre en casa, debajo de un hermoso arbusto del que brotarán flores blancas. Era una tarde ventosa, seis días después del que habría sido su cumpleaños 83. Daniel cavó el hueco y preparamos la siembra, siguiendo las indicaciones de Living Urn. Creo que fue la mejor manera de honrar su origen campesino, su apego por la naturaleza. Después supe que años antes había dicho que quería ser cremado.

    Con mis manos descubiertas saqué los huesos triturados y los coloqué en el fondo de la maceta. Sentí un picor: posiblemente porque las cenizas humanas son tratadas con alguna sustancia. El aire dispersó algunas, abrí la boca para recibirlas. 

    Mi padre llegó a la ciudad de Holguín con nivel de primaria tras la revolución de 1959. Uno de sus mayores orgullos era haber sido aceptado en la escuela de Economía tras estudiar durante unos meses todo el contenido de secundaria. El segundo era su camión Ford color mostaza de 1959, el único en Holguín, que mantuvo durante décadas pese a varios intentos del gobierno de confiscarlo. Se refería al régimen como «esta gente», y nunca militó en ninguna organización. 

    Cuando visitábamos a mi abuelo en el poblado campesino de Tasajera, sosteníamos largos debates: yo, la pionera; él, el desafecto, asiduo oyente de cuanta emisora extranjera pudiera captar su radio. Creo que además del interés por la política, y el temperamento introvertido, heredé de él su perseverancia, y unas cejas gruesas y rebeldes.Ver crecer el arbusto desde mi ventana no ha sido suficiente. Deseaba algo más íntimo. Acudí a Close by me, una empresa fundada por mujeres en California que entabla una relación especial con los clientes. Ahora llevo siempre conmigo una discreta prenda de oro blanco con sus cenizas, y detrás de cada pequeña pieza, las iniciales de su nombre: Herlín Euquerio Leyva Ávila.

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    Toda solución de este sistema cubano que se autoproclama igualitario es represiva. Nunca se han detenido a darle a la gente la oportunidad de expresar el deseo de cómo quieren vivir su vida, o de qué manera pudieran hacer planteamientos y demandas para hacer más sustentable su convivencia. Nunca han tratado dentro de su experimento macabro de dar soluciones.

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    12 COMENTARIOS

    1. Que crónica tan fuerte y triste, pero muy objetiva. Nada puede compararse con el proceso de deterioro físico y mental de un enfermo y todo lo que acarrea su cuidado. En un home la muerte es más rápida, porque el amor y el hogar y la compañía de la familia alargan la vida.

    2. Tema sumamente difícil que has tratado magistralmente, Ivette. Lo siento por tu padre. Ya pasamos por esa experiencia, y te das de cara con algo que sabías que venía, pero sobre lo cual no deseabas ni pensar. Saludos

    3. He perdido recientemente a una figura paternal, el dolor es inmenso y la incertidumbre de si se sintió todo lo acompañado que uno quería corroe por momentos. Ha sido un placer seguir tu escrito, necesitamos más como esto.

    4. Magnifico y necesario articulo, gracias.
      Los ALF son hogares de ancianos. Usualmente en casas privadas. Muchos solo tienen seis
      ‘residentes’. Son diferentes a los nursing homes donde es mas impersonal, hay muchos
      pacientes, y tienen atencion medica especializada. Home quiere decir hogar. Es mas
      aplicable y mas usado para referirse a un ALF; y no a un asilo (nursing home).
      Creo es importante aclarar ese punto.

      • En el texto también menciono los ALF (Assisted Living Facility). He visitado varios, y creo que la diferencia con los nursing home es muy poca. También son «instituciones totales».
        Gracias por su lectura.

    5. Empiezo dándote las gracias por tan bonito escrito, Ibet me sentí tan reflejada en tus sentimientos hacia tu abuela y en el cariño de tú papá que yo lo viví en los dos años en tu casa como Cheche , pero también como parte de tú familia.

    6. Eres, porque lo sigues siendo, Ivette, una gran hija y gran mujer. Con grado de sensibilidad admirable. Tu crónica ha sido como una escuela. Gracias.

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