Tapachula, ciudad de paso (II)

    VI

    Habitación del hotel. 8:00 p.m. Me tomo un descanso para cenar. Abro un paquete de galletas saladas, mezclo algo de insípido Nescafé con agua del grifo en un vaso y transcribo una rápida conversación que tuve en las afueras del COMAR «nuevo».

    Dice la señorita de la puerta que ya no van a atender, que volvamos mañana tempranito. Cinco de la mañana, que mucha gente viene. Si quiere le guardamos un puesto. Ah, bueno, yo pensé que usted había llegado ahorita. Sí, vamos rápido, en dirección a allá. Aquí mi paisano y yo nos estamos quedando cerquita. Si le hace camino… ¿Es cubano? Que si usted es cubano. Yo soy Gilbert, Gilbert Zamora, para servirle. Y acá, mi paisano, Héctor. Somos de Honduras. ¿Usted sabe que yo conocí a un paisano suyo? Sí, cubano igual. Yunior, se llama. Lo conocí en Atlanta, Georgia. Presos los dos allá. Yo llevaba un año en Atlanta, Georgia, pero me encerraron. Fueron tres meses en la penitenciaría. Después a su paisano lo mandaron a México, porque tenía papeles de acá, y a mí a Honduras. Él me dijo que ahorita vive en Cancún. Bah, es la tercera vez que estoy aquí. Yunior me mandó a un favor, que trajera a seis cubanos. Seis. No sé si amigos suyos. Están en Nicaragua. Por mil 500 dólares. Sí, está bien la paga, ¿no? Sí, sí, sí, yo los busco y los traigo, pero cuando tenga mis papeles aquí. Para si me regresan otra vez que sea como a su paisano. No, a esos paisanos suyos no los muevo solo. Yo les busco gente para traerlos. Sí, coyotes. Ah, imagínese, tres veces he venido. Ya me conozco el camino, mire, como la palma de mi mano. Sí, es difícil, pero uno se acostumbra a los pasos, por aquí sí, por aquí no, ¿sabe? Difícil es trabajar aquí. Así es, como dice Héctor, a los hondureños aquí nos discriminan y no nos quieren dar chamba. Acá el paisano y yo nos conocimos de camino para acá. Somos de San Marcos. Él tiene una hermana ¿no, Héctor? No, yo estoy solito, solito. ¿En Honduras? Pues en lo que fuera. Ah, en Atlanta, Georgia, me quiere decir. En un fud troc. Uy, sí, muchos cubanos vienen. Los cubanos tienen estudios y les dan chamba, aquí y allá, en Estados Unidos, no como a nosotros. Es que somos muchos los hondureños. Pero muy buenos los cubanos, eh, gente buena.

    ***

    Tapachula / Foto: Darío Alejandro Alemán

    Tengo deseos de fumar, lo cual resulta algo incómodo aquí, pues debo bajar y salir del hotel para hacerlo. Entre un cigarrillo y otro converso con otro fumador. Se llama Miguel, un comerciante de fertilizantes de Monterrey que vino a Chiapas por negocios y también se hospeda en el hotel. Me pregunta por Cuba. Dice haber escuchado que últimamente hay mucha escasez allá y que él nunca ha sentido la necesidad de poner un pie en la isla. Su padre, comunista, fue una vez, hace muchos años y por muy pocos días. Sin embargo, la corta estancia fue suficiente para que regresara a casa con una alegría casi infantil. Desde entonces, dice Miguel, el viejo sacaba el tema de Cuba a todas horas y sin venir a cuento, lo cual resultaba insoportable para el resto de la familia. Nadie se atrevía a cuestionarle su utopía afrodisíaca y social cubana si no estaba dispuesto a sufrir la cólera tremenda del anciano.

    Aquella obsesión de su padre, confiesa, le llevó a aborrecer un país que no conoce. Durante años hizo como que no existía. Desde hace unas semanas, sin embargo, su esposa no habla de otra cosa. Me cuenta que ella es médico, y que se sumó a la protesta de varios galenos mexicanos por la contratación de los profesionales de la salud cubanos que vinieron a México para combatir la pandemia. Según su esposa, el Gobierno debería de garantizar insumos de calidad y mejores salarios a sus médicos en vez de gastar millones de dólares en traer cubanos.

    —Y a mí me da igual. Cuba como que no existe —dice.

    ***

    De regreso a mi habitación llamo a mi padre. Le pregunto cómo van las cosas por Cuba y hace un recuento de su día entre colas para conseguir pan y detergente. Casi al final de la conversación me dice que Leo, un viejo amigo del barrio, está en México.

    Como no tengo su número de teléfono ni recuerdo sus apellidos, dedico un buen rato a escudriñar en todos los perfiles que el buscador de Facebook me presenta para «Leo Cuba». Finalmente lo encuentro. En su foto de portada luce menos delgado que la última vez que lo vi. Lleva un niño en los brazos y hay una muchacha a su lado. Los tres parecen muy felices.

    Conozco a Leo desde hace varios años, cuando siendo adolescente fui a vivir con mi familia a un barrio de la periferia habanera. No es mucho mayor que yo, pero entonces me lo parecía. Mientras yo pasaba las tardes jugando fútbol con otros muchachos del barrio, Leo se juntaba con viejos alcohólicos para hablar de mujeres y, sobre todo, de peleas de gallos. Solo nos encontrábamos al caer la noche, en los bajos de la escalera del edificio. Entonces nos saludábamos: yo, sudoroso y cansado; él, borracho. Después me marché de casa durante un buen tiempo y no nos hablamos hasta mi regreso. En ese momento recién había terminado la carrera de Periodismo y él llevaba unos pocos años como albañil. Le pedí que me sirviera de guía en el mundo de las lidias clandestinas de gallos para un reportaje. La idea le entusiasmó mucho, al punto de que llegamos a mantener una estrecha comunicación durante meses. En esos días, creo que por primera vez, ambos nos percibíamos como iguales. Volví a marcharme de casa y nuevamente dejamos de vernos. Lo último que supe de Leo era que se había ido a Estados Unidos, como había hecho antes su hermano mayor, y que ahora tenía una pareja estable y un niño pequeño.

    —Leo, es Darío. El del edificio… Ahora estoy en México y los viejos me dijeron que también estás acá —le digo en un audio.

    Él no tarda ni un minuto en responder.

    —Coño, qué bolá. Dime… ¿En qué parte estás?

    —Realmente estoy viviendo en Ciudad de México, pero ahora mismo ando en Tapachula haciendo un trabajo. ¿Y tú?

    —En Chihuahua. ¿Y eso que viniste a México?

    Le contesto que es una larga historia, que mejor en otro momento se la cuento.

    —Pero dime tú qué haces en Chihuahua. Yo te hacía en Estados Unidos.

    Leo cuenta que vive en una zona muy cercana a la frontera estadounidense, un pueblito apartado y desértico donde el sol pega duro y cualquier brisa levanta nubes de tierra amarillenta. Allí espera a que abran la frontera y le avisen para cruzar junto a su esposa y su niño. Ninguno de ellos tiene papeles en México, por eso se han recluido en ese lugar. Le pregunto si no ha pensado en ir a COMAR para obtener algún tipo de residencia. Él me explica que COMAR está en una zona más urbana de Chihuahua y que teme ser atrapado por las autoridades migratorias antes de conseguir un permiso de residencia.

    El pueblo, dice, es muy tranquilo. Allí trabaja hace seis meses como vendedor de burritos y tacos en una esquina. El salario apenas le alcanza para pagar la renta y la comida de la familia. Según Leo, lo mejor del lugar donde vive es que está a solo cuatro horas de Odessa, Texas, donde vive Michael, su hermano mayor.

    Hace ya cinco años desde que Michael se fue a Guyana con la intención de llegar a Estados Unidos. Recuerdo que poco antes de partir hacia el aeropuerto en el barrio le hicieron una despedida digna de un héroe. Ese día, viéndolo montar en el taxi desde los bajos del edificio, Leo gritó: «Tú espérame, que voy detrás».

    —Michael se las vio negra en Costa Rica, embarcao con una pila de cubanos que no podían salir. Aquello sonó, pero al final logró llegar al Yuma. Ahora le va bien y de vez en cuando viene a verme a mí y a su sobrino, y se da un pase por la casa y nos trae cositas —dice.

    —¿Y cómo fue que llegaste a Chihuahua?

    —Asere, fue una locura. Pero se lo debo a mi hermano. Yo le entré por Nicaragua y brinqué pa’ Costa Rica, porque ahí era donde Michael tenía contactos y eso, y también porque ahí hay más trabajo y uno hace su dinerito antes de seguir.

    En Costa Rica, Leo trabajó también vendiendo comida en una esquina, ataviado con delantal y gorro rojinegros. El pago, dice, era por muy poco superior al que tiene ahora. Pasados unos meses entendió que debía partir. Le pidió a Michael que le recomendara un coyote y le enviara dinero para completar el precio del viaje.

    —Tuvimos varios coyotes y así fuimos avanzando, pero igual fue difícil. A mí me estafaron. O, bueno, a mi hermano, que fue quien pasmó el billete. ¿Sabes en cuánto le salió en total nuestro viaje a Chihuahua? 16 mil dólares. Claro, cuando a uno lo estafan no puede ponerse gallito y protestar o meterle un gaznatón a alguien, porque al final estás en un país que no es el tuyo y aquí la gente no se anda con cuentos.

    De camino por Guatemala, Leo y su familia se sumaron a una quincena de migrantes cubanos que viajaba dentro de un contenedor. En algún punto de la carretera el camión que los transportaba se detuvo. Estuvieron encerrados varias horas, sumidos todos en la incertidumbre sobre qué pasaba afuera, pero el temor a ser descubiertos les impidió gritar por auxilio. Comenzaron a llegarles varias voces del exterior, que ellos respondieron con un silencio absoluto. Finalmente, alguien abrió la puerta del contenedor. Era la policía guatemalteca.

    —Nos encerraron como en un hotel para, como dijeron, «ver qué hacían con nosotros». En verdad era un motelucho de mierda, vacío por esto de la pandemia y con un guardia vigilando en la puerta. Pero ahí sí que dimos el berro y comenzamos a gritar de noche y a dar golpes en la puerta hasta que el policía se asustó y se fue. Entonces fuimos a la comisaría a seguir protestando, y los cubanos que andaban con nosotros se pusieron que si los derechos humanos, que si los derechos de los migrantes… En fin, que el tipo que mandaba ahí en la Policía nos dijo que nos fuéramos pa’la pinga pero que no armáramos más bulla.

    — ¿Y el coyote?

    —No sé. A veces te dejan así, como me hicieron en Honduras una vez. Pero también los hay buenos.

    — ¿Y es tan fácil encontrar un coyote?

    —Bafff, regalao. Están por todos lados, tú sabes, la gente te da sus contactos… te juntas con un grupito que consiguió uno. Son miles y nunca están en baja. Un socio me contó que ahora mismo hay una bola de cubanos en Uruguay que están para irse a Nicaragua y subir. Y hay tantos coyotes que nadie se va a quedar sin cruzar. Lo malo es que se puede armar molotera aquí, en la frontera. ¡Y todavía hay que ver con qué tumbao viene el Biden ese!

    Leo y su familia llegaron a México por Tabasco, mucho más al este de la frontera que Tapachula. Fue de madrugada y con tan mala suerte que un grupo de policías interceptó la rastra en que viajaban. Después de desembolsar 500 dólares en sobornos, pudieron continuar el viaje hasta Villahermosa. Al día siguiente, otra rastra les llevó a Ciudad de México, donde descansaron unas horas antes de seguir hasta Reynosa.

    —¿Y por qué no Tapachula?

    —Yo te voy a decir lo mismo que nos dijo el coyote: allí la gente no avanza. Y creo que es verdad. En Tabasco todo fue rápido, de madrugada, porque a esas horas nadie está pa’ la chivatería. Eso sí, tuve que soltar dinero cantidad para la policía. Ya en Reynosa íbamos a brincar pa’ Estados Unidos, pero nos salió mal y por poco nos cogen. El coyote pidió más dinero para hacer otro intento, pero yo dije que no, que mejor irme cerca de Odessa y apuntarme en la lista de la frontera hasta que me llamaran pa’ cruzar.

    Mientras espera, Leo se ha sumado al universo de las lidias de gallos en Chihuahua, mucho más extendido que en Cuba, donde la suerte de las vallas clandestinas depende de cuánto pueda tardar la Policía en descubrirlas. Todavía no ha asistido a su primer combate, pero ya se comprometió con su jefe a entrenarle dos animales a «la manera cubana». Como en Estados Unidos están prohibidas esas lidias, Leo no quisiera irse a vivir demasiado lejos de la frontera mexicana. Su sueño sigue siendo el mismo de cuando lo conocí: entrenar y pelear gallos. En la posibilidad de hacerlo, dice, ha encontrado al fin la idea de la libertad.

    VII

    Polka chihuahuense en el parque Bicentenario / Foto: Darío Alejandro Alemán

    He decidido hablar con Rita Robles, del Centro Fray Matías de Córdova, en el parque Bicentenario. Le pedí que nos viéramos, pero me contó que en realidad vive en Ciudad de México, así que tendré que conformarme con una llamada telefónica.

    Anoche, luego de hablar con Leo, vine unos instantes a este parque. Me llamó la atención la música, que se escuchaba a varias cuadras de distancia. Al llegar, encontré en la glorieta a una decena de personas reunidas alrededor de dos inmensas bocinas. Aplaudían, como marcando el compás acelerado de la música. Luego, cuatro parejas hicieron espacio y ejecutaron una excelente coreografía de saltitos, giros y taconazos sincronizados. Un viejo, que resultó el director de esa compañía local de danza, me explicó que esos eran los movimientos de una polka chihuahua.

    —Es un baile traído por los europeos ricos en el siglo XIX. Es una polka, como otra cualquiera, pero con rasgos mexicanos.

    Luego me habló sobre los salones de baile decimonónicos, donde los ricos criollos fueron poniéndole algo de su cosecha a los pasos, hasta que la danza fue asumida por las clases populares del norte de México. Los mexicanos hicieron suya la polka destrabando ciertos movimientos y sumándole vestimentas espectaculares y coloridas que hoy son imprescindibles para esta danza.

    —Ahorita no están vestidos como debe ser, porque estamos ensayando. Pero si se fija, verá cómo las mujeres hacen como que mueven un sayón invisible, con mímica.

    En principio, resulta sorprendente cómo un baile norteño, que a su vez proviene de Europa del Este, puede ser tan popular en la región más meridional de México. Sin embargo, al conocer la historia de este lugar uno repara en que es un batiburrillo de tradiciones.

    El Soconusco, la región de Chiapas donde queda Tapachula, se fundó y desarrolló sobre la convivencia de varias culturas. En los tiempos prehispánicos ya coexistían aquí mayas, aztecas y olmecas. Luego, con la llegada de los conquistadores, el lugar fue parte de la Capitanía General de Guatemala. Por entonces, la corona española tuvo la deferencia de considerarlo un territorio «especial», dotado de gobierno propio, aunque formalmente perteneciera al Virreinato de Nueva España. Hacia 1590 un militar retirado español pidió con insistencia al rey Felipe II el puesto de gobernador del Soconusco, a lo que el monarca se negó. De haber aceptado, tal vez Miguel de Cervantes jamás hubiera escrito El Quijote o, quién sabe, hubiera ubicado su novela entre pirámides mesoamericanas y selvas y no entre villas feudales y molinos de vientos. El Soconusco se mantuvo apartado en los exabruptos de la historia política mexicana, tal vez porque, al ser una frontera, nunca fue del todo mexicano ni centroamericano. De hecho, hubo un tiempo en que fue también árabe, chino, japonés o estadounidense, cuando hordas de migrantes de todo el mundo se asentaron en sus tierras fértiles de cacao y café. A la zona también llegaron, tras la I Guerra Mundial, varias familias alemanas que engendraron toda una generación de mexicanos-teutones que más tarde se iría a Alemania a luchar en favor del III Reich para, finalmente, regresar derrotada a la húmeda y calurosa frontera centroamericana.

    —A pesar de ser un lugar de paso, toda la vida aquí gira alrededor de la migración. Tapachula es esencialmente eso: una ciudad de migrantes —me dice ahora Rita Robles, quien ocupa en el Fray Matías un puesto llamado «enlace para la incidencia». Su labor, explica, va de incidir en políticas públicas que reconozcan y apoyen los derechos humanos de los migrantes.

    El Fray Matías es una ONG sin fines de lucro que centra su labor en Tapachula. Surgió en 1994, como muchas otras organizaciones de su tipo en Chiapas, al calor del movimiento zapatista. Aunque al principio tuvo una gestión eclesial, bastaron tres años para que los laicos tomaran el control.

    —Desde entonces nuestro trabajo es de acompañamiento, pues no podemos hacer mucho más. Incidimos en políticas públicas para ayudar a los migrantes; les damos acompañamiento jurídico y psicológico; intentamos insertarlos en la comunidad como forma de disminuir la discriminación, y llevamos los casos relevantes ante organismos internacionales. También desde hace varios años trabajamos especialmente con mujeres y niñas, que son las principales víctimas de la violencia.

    Según Robles, hubo un tiempo en que el Fray Matías trabajaba solo con migrantes centroamericanos, pero eso cambió hace unos años, cuando llegaron los «extracontinentales».

    —Los africanos y haitianos comenzaron a llegar en grandes cantidades a finales de 2016. Ya en enero de 2017, cuando Barack Obama derogó la política de «pies secos-pies mojados», la entrada masiva de cubanos fue casi instantánea.

    Robles cuenta que el flujo migratorio constante de centroamericanos es un viejo problema con el que la ciudad aprendió a lidiar. Sin embargo, desde hace un tiempo la situación parece haberse salido de control. Lo que era un problema habitual se convirtió de la noche a la mañana en una «crisis o colapso continuado».

    Las promesas iniciales de AMLO, dar trabajo y paso libre a los migrantes, quedaron en el aire con las presiones de Donald Trump. En su lugar se fortaleció en el país la xenofobia, amplificada en el discurso de los medios y los políticos. Según Robles, se percibe desde el Estado una exacerbación del nacionalismo que ha sembrado la idea de que las caravanas de migrantes violan la soberanía de México.

    —Muchos medios y políticos hablan de los migrantes como los militares pudieran hablar de invasores, y evitan hablar sobre la defensa de los derechos de estas poblaciones vulnerables. Ese nacionalismo afecta a los migrantes porque llega a mucha gente que reproduce ese discurso —explica Robles.

    No todos los migrantes son afectados en igual medida por la xenofobia en Tapachula, o al menos no todos lo perciben de la misma forma. Los cubanos y los africanos, dice la experta, sienten menos el peso del desamparo en un país ajeno dado que no suelen llegar a México con los bolsillos vacíos.

    Mientras los centroamericanos viajan en caravanas que avanzan sin detenerse, los cubanos, generalmente, casi nunca conciben migrar sin la seguridad del dinero. Generalmente, cuentan con un capital inicial obtenido de la venta de propiedades en Cuba y también de los ahorros que consiguen trabajando en distintos puntos de la ruta.

    —Al traer dinero, los cubanos no suelen dormir en las calles ni buscar ayuda en los organismos de derechos humanos, como los demás. Casi siempre se rentan en casas, y hasta en hoteles.

    —Otra diferencia —continúa Robles— está en que los centroamericanos lo asumen todo, es decir, que no son conscientes de sus derechos. Los cubanos ni piden ni asumen nada. Los cubanos llegan, exigen sus derechos, gritan y mandan.

    Si algo puede aportar un cubano a una caravana de migrantes es su capacidad organizativa y de protesta. Aunque en Cuba hayan convivido con la satanización del término «derechos humanos» por parte del Gobierno, cuando migran parecen apropiarse del concepto, entenderlo, y defenderlo hasta las últimas consecuencias. De acuerdo con Rita Robles, es común que en una caravana detenida en algún punto fronterizo los cubanos se alcen como líderes entre la masa y coordinen diferentes formas de protesta. Las autoridades migratorias, poco adaptadas a lidiar con este tipo de situaciones, terminan cediendo. Por supuesto, no siempre los cubanos se salen con la suya.

    En abril de 2019, varios medios mexicanos publicaron la noticia del arresto de Mikel Hernández, un médico cubano, especialista en neurología, que organizó una caravana de migrantes para atravesar Tapachula. Cuando las autoridades migratorias cerraron la frontera, reunió a los migrantes para protestar, se erigió en vocero ante los medios y denunció los atropellos a que eran sometidos sus compañeros varados. Luego de una corta estancia en prisión, Hernández fue deportado a Cuba por la Policía Federal.

    Los cubanos tienen más posibilidades de conseguir empleo que el resto de los migrantes, pues entre ellos es mayor la proporción de hombres jóvenes. En Tapachula hay cubanos maestros, economistas, médicos, juristas, gente con un nivel de escolaridad superior, por ejemplo, al de la mayoría de los centroamericanos. Nada garantiza que ejerzan aquí sus profesiones, pero eso puede ser determinante a la hora de conseguir cualquier otro trabajo, no importa que sea como barberos o recogedores de basura.

    La descripción que hace Rita Robles de la situación de los cubanos, sumado a lo que puedo percibir en la ciudad, confirma la idea de que, comparados con el resto de los migrantes, son un grupo privilegiado.

    —Pero todo eso también trae sus problemas. Problemas graves. El hecho de que viajen con recursos los hace víctimas comunes de los asaltantes de camino, que son conscientes de esta diferencia entre los cubanos y los guatemaltecos, hondureños, salvadoreños y haitianos. Los cubanos, y en especial las cubanas, cargan con un estereotipo sexual muy peligroso que llama la atención de las redes de tráfico de personas y de prostitución —señala Robles.

    En la ruta de Centroamérica a Estados Unidos, sin embargo, Tapachula es quizás el sitio más seguro para los cubanos. En el último informe de Índice de Paz, Chiapas figura como el tercer estado menos violento de México. Los secuestros, asesinatos y asaltos, por lo general, aguardan más allá de los límites de la ciudad, y especialmente en el norte del país. A mediados de 2019, para citar un ejemplo, cinco cubanos fueron secuestrados en Ciudad Juárez por el crimen organizado. Luego de su liberación, la noticia se difundió junto al testimonio de otros isleños varados en la frontera norte, quienes confesaron haber sufrido amenazas, intentos de secuestro y presiones de grupos criminales para sumarse a redes de prostitución.

    —Tampoco ayuda ese carácter insumiso de los cubanos. Con el crimen organizado este carácter puede resultar mortal.

    Pregunto a la experta si organizaciones como el Fray Matías cuentan con estadísticas sólidas sobre los migrantes cubanos.

    —No creo. Las organizaciones como la nuestra recopilan datos a partir de una red de albergues que existe en todo el país para dar cobijo a los migrantes. Así les seguimos el rastro, y podemos actuar ante organismos internacionales en caso de desapariciones. Los cubanos, al viajar con recursos, no usan los albergues. No podemos saber de dónde salieron ni hacia dónde van, ni si les pasó algo en el camino.

    VIII

    —De pinga. No me lo han puesto todavía —refunfuña Milton y saca con violencia su tarjeta del cajero.

    —Ya te lo pondrán, no cojas lucha —le dice Yadiel y da una palmaditas en su espalda.

    Luego se vira hacia mí y dice:

    —Son los mil 500 pesos que da COMAR a los refugiados, que es una mierda, pero sirve.

    Según Yadiel, en COMAR también les brindan a los refugiados el número telefónico de una clínica por si sufren un accidente o algún otro problema de salud.

    —Pero mi salud es de hierro. Yo estoy duro — dice, y contrae uno de sus musculosos brazos.

    Casi nadie llama a Yadiel por su nombre. Casi todos le dicen «Mulato», aunque de vez en cuando, a manera de broma, sus amigos le nombran «Ojos Bellos», por el esmeralda de sus ojos, coronados por unas cejas finas y arqueadas. Tiene 29 años y es en extremo fornido, de espaldas anchas y piernas flacuchas. Al igual que Milton, viste una camiseta con dibujos y lentejuelas, unos shorts bien cortos y chancletas de playa.

    Milton, por su parte, es un negro alto y fibroso, con unos dreadlocks muy largos que viene cuidando desde que llegó a Jamaica, casado con una estudiante de Medicina de ese país que conoció en La Habana. La relación, cuenta, duró poco. Como no se sentía a gusto en Jamaica, decidió partir rumbo a Estados Unidos.

    —Mulato, mira que usted es presumido —le dice Milton a Yadiel.

    —Hay que estar lindo, que uno nunca sabe.

    Yadiel me dice que en verdad sería incapaz de traicionar a su esposa: «una mujer de armas tomar» con la que viajó desde Cuba hacia Guyana, y de ahí a Tapachula, hace casi un año. Desde entonces ambos han trabajado como recogedores de basura.

    —Por esa pincha pagan cinco mil pesos, que sí da para vivir. Pero ya la dejamos porque ahorita se nos vence la tarjeta esa y tenemos que subir pa’l Yuma. Milton lleva cuatro o cinco meses acá, pero nos va a hacer la media para subir.

    Le pregunto si muchos cubanos deciden quedarse en Tapachula, y contesta que sí, aunque nada comparado con los que continúan hacia Estados Unidos. Algunos de los que se quedan, dice, han logrado abrir sus negocios: barberías… Por alguna razón, en la ciudad todos asocian el estilismo del cabello con los cubanos.

    —Hay quien prospera también metiéndole pase a las mexicanas. En ese caso, lo mejor es empatarse con una jovencita, una estudiante preferiblemente, porque no son tan trágicas ni celosas. Lo malo es que esas no tienen dinero. Las que sí tienen son las tembas. A esas los cubanos le chupan el money y ¡zasss!, desaparecen y se van pa’ Estados Unidos. Eso sí, las tembas son celosas y controladoras, y muchas hasta tienen maridos. Tengo socios que han terminado en broncas con maridos celosos. Pero si está solita es fácil casarse y obtener la residencia.

    —Mulato, ¿y a ti qué te importa esa historia si tú estás casado? ¿Tú quieres ver cómo yo le cuento a tu esposa que estás diciendo estas cosas y te la corta mientras duermes? — dice Milton, y echan a reír.

    ***

    —Esta es Mariela, que es cubana; este es Yordan, de Guatemala; esta vieja bruja de aquí es Carmela, de Honduras. Yo soy cubano. Y falta Hugo, de la tierra también, que lo estamos esperando para ir a cobrar la quincena. Somos la Banda de la Basura, ¡el Team Mierda!, porque trabajamos en eso —me dice Jorge Antonio, señalando a cada uno de sus compañeros. Excepto él, todos están sentados en un contén, enfocados en deshacerse de sus inmensas botas de hule y ponerse tenis deportivos.

    Mariela tiene unos 41 años que parecen menos, aunque me asegura que no está en su mejor momento. «Me sobran unas cuantas libras», dice. Yordan no debe tener más de 20 años. Es un joven muy reservado, tal vez algo somnoliento. Su único gesto consiste en acariciar el incipiente mostacho que asoma bajo su nariz. Carmela, por su parte, es una mujer muy delgada que se niega a revelar su edad, pero calculo que debe superar los 60. Muy delgada. Su piel es un colgajo curtido y arrugado que cae de sus esqueléticos brazos.

    Jorge Antonio dice ser el líder de la Banda de la Basura, pero más bien parece el bufón. Sus botas de hule le cubren hasta las rodillas de unos jeans desgastados. Encima de sus pantalones un vientre enorme hace por escapar de una enguatada a rayas. Lleva unas gafas de sol, argollas y varios dientes dorados. Tiene 44 años.

    Les pregunto cómo se conocieron, y Jorge Antonio contesta que en Tapachula, en el camión de la basura. Solo él y Hugo se conocen desde hace más tiempo, cuando coincidieron en Honduras como clientes de un mismo coyote. Carmela es la única que lleva más de un año en la ciudad. Ya está muy vieja, dice, para querer irse a Estados Unidos.

    —Mira, Mariela, este chamaco tiene cara de hombre, no como el mexicanito cara de jeva ese con el que andas —dice Jorge Antonio, risueño, mientras me señala.

    —¿Y a ti qué te importa mi vida, socomemierda? —responde ella.

    —Coño, que si te vas a empatar con jovencitos, al menos que parezcan hombres. Tú tienes embobado al mexicanito ese, porque el comemierda es él, y lo estás cogiendo pa´ tus cosas.

    Mariela se lleva las manos a la cara. Parece molesta.

    —¿Tengo o no razón, Carmela? —Jorge Antonio está mirando a la vieja—. Y tú ponte pa’ las cosas que también tienes futuro con los jovencitos. Dicen que sin dientes se chupa pinga mejor. ¿Cómo que no entendiste? ¡Verga, Carmela, chupar verga!

    La vieja suelta entonces una carcajada. Su boca, en efecto, enseña solo dos muros de encía.

    —Con lo viejo que estás y no maduras, chico —dice Mariela y se levanta. Luego me agarra del brazo y me pide que nos alejemos. Jorge Antonio dice algo, pero no alcanzo a escucharlo.

    Caminamos cerca de cien metros, lo suficiente para ver a los demás, pero no oírlos.

    —A ver, muchacho, qué quieres saber. Que sea rápido.

    —¿Puede decirme sus apellidos?

    —No.

    — ¿Una foto?

    —Tampoco.

    —Pero por…

    —Porque no. Sigue.

    —Bueno, entonces cuénteme cómo llegó a Tapachula.

    —Entré por Nicaragua. Allí trabajé casi un año, pero por más que doblaba el lomo no lograba reunir el dinero para seguir. La cosa allá está muy difícil. O te rentas un cuarto o ahorras, pero las dos cosas a la vez es imposible.

    —¿Y en qué trabajó allá?

    —Vendiendo comida. Pan con queso, pan con croqueta. Las croquetas las hacía yo misma. Yo hacía croquetas en La Habana en una cafetería estatal. Eran unas croquetas de mierda, pero en Nicaragua me esmeré. Aun así, no vendía mucho.

    —Entonces, ¿cómo salió de Nicaragua?

    —Un cubano que conocí me sumó a un grupo de gente que subía.

    —¿Fue un viaje directo? ¿Cuánto le costó?

    —Sí, fue un viaje directo —hace una pausa—. Y me salió gratis.

    —Tuvo suerte.

    —¿Qué quieres que te diga, que le caigo bien a la gente?

    Alguien se suma a los compañeros de trabajo de Mariela. Supongo que se trata de Hugo. Es un negro alto y desgarbado, relativamente joven, que saluda a todos.

    —Me tengo que ir.

    —Una pregunta más, por favor.

    —Suelta.

    —¿Por qué se fue de Cuba?

    —Por mi hija, para reclamarla cuando llegue a Estados Unidos.

    —¿Qué edad tiene?

    —Catorce años. Ella no conoció a su papá y ahora la está criando mi madre. Pero cuando yo llegue a Estados Unidos me la llevo conmigo.

    —¿Y cuánto cree que pueda demorar eso?

    —No sé. Pero cuando la saque de Cuba, aunque sea una muchacha ya, me lo va a agradecer y me va a perdonar —dice, y se va corriendo a donde sus compañeros. La Banda de la Basura se pone entonces en marcha. Desaparece en una esquina.

    IX

    Miguel Ángel Pérez Hernández / Foto: Darío Alejandro Alemán

    Si de algo vive orgulloso Miguel Ángel Pérez Hernández es de la pequeña tarjeta de plástico que le otorgó el Ayuntamiento de Tapachula, donde se le reconoce como «Administrador del Cementerio Municipal». A veces habla de ella como de una medalla, y prefiere no separarla demasiado tiempo del bolsillo de su camisa para evitar perderla. Además de un mísero aumento de salario, la tarjeta es el único reconocimiento que ha recibido por sus 42 años de trabajo como guardián del cementerio.

    Miguel Ángel visitó el cementerio por primera vez a los 12 años, cuando la maleza todavía no se había apoderado del lugar y las cruces, los suplicantes ángeles de yeso y los panteones familiares conservaban sus formas originales. Ese día, recuerda, tenía mucha hambre y se fue con unos amigos a escalar el enorme árbol de mangos cercano a la entrada del camposanto.

    —Nos íbamos los chamacos y tomábamos los mangos, después los pelábamos bien pelaítos, les echábamos su salita, su chilito… Ahorita tengo 64 años y todavía está aquí, dando frutos —dice, y señala un enorme y viejo árbol, cuyas raíces han levantado parte del contén junto a las tumbas.

    Durante su adolescencia, mientras trabajaba de bolero, se hizo la costumbre de ir en la tarde noche al cementerio para robar mangos. A esas horas nadie se aventuraba a pasearse por allí, pero Miguel Ángel jamás les temió a los muertos. De hecho, apreciaba el silencio de aquel sitio, regido por un anciano y solitario guardián a quien burlaba para subir al árbol.

    Con el tiempo, el cementerio se volvió su lugar favorito en el mundo, incluso más que la Ciudad de México, a donde viajó una vez, pero que no le gustó porque hacía mucho frío.

    Cementerio de la ciudad / Foto: Darío Alejandro Alemán

    Cuando alguien importante moría, Miguel Ángel se sumaba a las honras fúnebres, solo para ver el cementerio en acción, recibiendo un nuevo inquilino. Lo que más le gustaba era asistir a los entierros de militares, a quienes muchas veces sepultaban de gala, al estilo de Emiliano Zapata, con las carrilleras de balas sobre el atuendo de charro y las pistolas a ambos lados de la cintura.

    A los 22 años fue a su último entierro como espectador voluntario: el del guardián. Luego se propuso ante las autoridades de la ciudad como reemplazo, y estas accedieron complacidas. Desde entonces vive de guardar este camposanto, tan viejo y olvidado como él, y de cobrar pequeñas comisiones a quienes vienen por mangos.

    —¿Y en Cuba hace calor? —me pregunta.

    Le respondo que sí, que es muy parecido a Tapachula.

    —Ahhh, entonces quisiera ir a Cuba. Pero, dime una cosa: ¿en Cuba toman mezcal?

    —No, pero se toma ron, que es muy fuerte igual.

    —Ahhh, pero, dime otra cosa. ¿Si un mexicano va a Cuba, lo matan?

    —No.

    —Ni aunque busque pleito.

    —No creo.

    —Hummm, entonces Cuba no se parece tanto a acá —dice.

    La vida de Miguel Ángel está doblemente vinculada a la muerte. No solo las muertes de aquellos que llegaron ya fríos para reposar bajo tierra, sino también las de quienes encontraron su final en el propio cementerio.

    Hacia el fondo del camposanto todavía pueden verse, cubiertos por la yerba alta, los raíles por donde hasta hace unos años pasaba «La Bestia», también conocido como «El Tren de la Muerte». Por entonces, los migrantes centroamericanos lo esperaban en el cementerio. En varias ocasiones, recuerda Miguel Ángel, le pagaron para que les dejara dormir sobre las lápidas. Cuando la bocina del tren anunciaba su llegada, todos se lanzaban en desbandada para intentar subirse, en movimiento, al monstruo metálico que los llevaría hacia Estados Unidos. Muchos lo lograban. También había quien se tropezaba y rodaba por la hierba sin sufrir más que unos rasguños. Otros, sin embargo, dejaron en los rieles brazos, piernas y cabezas.

    Afirma Miguel Ángel que, aún después de clausurada esa ruta, la muerte sigue rondando el lugar. Parece absurdo, redundante afirmar algo así en un cementerio. El viejo guardián tiene sus razones.

    —Los que vienen ya están muertos. Hablo de la muerte de los vivos. A los vivos sí hay que tenerles miedo —dice—. Allí todavía es peligroso. ¡Puta! Hay mucha gente con cuchillos y te dicen: “¡Ah, no te muevas!” Y te quitan todo. Y a veces te acuchillan así, sin más.

    Miguel Ángel me vuelve a preguntar por Cuba. Le agrada la idea de que exista en el mundo un lugar parecido a su ciudad donde los asesinatos y los asaltos no sean algo común.

    —¡Cuéntame más de cómo se vive allá!

    El viejo guardián me escucha con atención. Sonríe cuando una descripción es de su agrado y rebufa a cada tanto, sobre todo cuando le hablo de la escasez de alimentos.

    —Hummm, me quedo en Tapachula. Si los cubanos vienen y los mexicanos no van para allá supongo que es por algo —dice.

    —Aquí cada vez hay más cubanos —sigue Miguel Ángel—. Aquí venían cubanos y hacían su dinerito mensual recogiendo pura basura en el cementerio. Los cubanos como que son grandotes, fuertotes así… pero huevones. No querían trabajar, tan grandotes que son. Se pasaban todo el tiempo con sus teléfonos. Ah, pero mis respetos para los negritos de Haití. ¡Puta madre, esos negritos! ¡Son águilas! Limpiaban en un ratito. Esos sí trabajaban. ¡Putas! Pero esos grandotes venían, como cinco o seis, y solo se sentaban. ¡Y después pedían propina! Por eso los echaron. Pero es que los tienen así de grandes los huevos. ¡Chinga sus madres! Ahora entiendo. Si no tienen comida allá yo sé bien por qué es. ¡Porque son huevones! —dice, y suelta una carcajada bajo la mascarilla.

    X

    Creían los griegos antiguos que no había una, sino muchas entradas al Hades, casi siempre escondidas en grutas entre montañas. Justo al lado del cementerio municipal creo encontrar una. Se trata de una hilera de escalones, oculta tras un muro, que parece descender hacia el abismo.

    Bajo, desoyendo el consejo de no rondar estos lares, menos con una mochila al hombro. Los consejos, he leído, no valen mucho en los inframundos. Basta saber que no se puede comer, ni mirar atrás y que, antes que nada, debe abandonarse en la entrada toda esperanza.

    Esto no es el Hades, me digo. Solo son casuchas destartaladas, maleza tropical y un camino de polvo que marca lo más parecido a una calle que encuentro. Un silencio solo interrumpido por el cacarear de alguna gallina suelta o la respiración agitada de unos perros. Esto no es el Hades, porque se supone que allí, en las sombras, habitan muertos con vida. Este sitio, en cambio, es luminoso, y solo parece una extensión del cementerio.

    Conforme avanzo, el polvo del suelo deja entrever algo de asfalto. Las casas son menos rústicas, pero pobres igual. Luego veo un auto, dos, cuatro, no más. En un descampado tres chiquillos juegan a encajarse goles. Me acerco, pero uno de ellos me manda a chingar a mi madre. Cerca del camino, siguiendo sus formas, corre un riachuelo sucio. Del otro lado solo hay matorrales. El riachuelo debe ser un afluente del cercano Coatán, pienso, a donde quizás fue a parar el infeliz que osó herir en la cabeza a un ex-mara.

    Niños jugando fútbol / Foto: Darío Alejandro Alemán

    Llego a un entronque, donde un monolito de cemento, con una tarja metálica empotrada, me revela el nombre del lugar: «Colonia José Martí». La tarja, además de ubicar a quien se niega a usar Google Maps, da cuenta de la pavimentación mixta de la zona (asfalto y piedras), realizada apenas hace dos años. Poco más allá está el Ferrocarril Poniente, donde dijo Miguel Ángel que pasaba La Bestia, y el Coatán, mucho más estrecho de lo que esperaba. La calle está vacía, excepto por una mujer, muy joven, recostada en la entrada de una casa. Le digo que soy periodista, pero se niega a hablarme. Pregunto si al menos me puede decir por qué le pusieron José Martí a la colonia. No sabe. Tampoco sabe quién es Martí. Ni quién es Cuba. Esas cosas aquí no interesan.

    Entrada a la colonia José Martí / Foto: Darío Alejandro Alemán

    ***

    No sé por dónde camino. Simplemente sigo un muro largo, pintado de blanco, que bordea un pequeño matorral. Tiene palabras y frases escritas: «Chiapas», «Viva Chiapas», «Mi gallo es campero», «Por Chiapas ni me asusto ni me rajo». Alguien ha cubierto la palabra «rajo» de pintura blanca hasta casi borrarla. No lo hizo bien. Los trazos de la brocha son caóticos, quizás por la prisa, aunque apostaría por la rabia, y no una cualquiera. Por más que lo intente, nunca comprenderé a cabalidad la rabia justificada que motivó esta tachadura furibunda, porque, sencillamente, no cargo con el miedo a ser una de las diez mujeres que son asesinadas diariamente en este país.

    La frase escrita en la pared es solo un vestigio de la campaña en 2018 de Roberto Albores Gleason, candidato local del Partido Revolucionario Institucional (PRI) para el cargo de Gobernador de Chiapas. Albores eligió como eslogan esta errática oración que, entre otras cosas, le costó el voto femenino y, finalmente, las elecciones. La derrota del priísta fue responsabilidad indirecta de Octavio Paz. Dicho de esta forma resulta irónico, pues fue también el poeta mexicano quien le salió al paso a Vargas Llosa cuando expresó públicamente que el PRI era «la dictadura perfecta». Pero eso es apenas anecdótico. La culpa de Paz en el fracaso de Albores está en una denuncia que dejó escrita en El laberinto de la soledad:

    «[En México] El ideal de la hombría consiste en no rajarse nunca (…) En la cultura machista y mexicana, la mujer es catalogada de chismosa, de rajona, de usar más la lengua que la cabeza (…) Las mujeres son seres inferiores porque al entregarse, se abren».

    ***

    La recepcionista del periódico El Orbe, el de mayor tirada en Chiapas, me pide que espere sentado en el sofá del recibidor, justo frente a su ventanilla.

    —La subdirectora le atenderá. Ahorita le aviso —dice, y obedezco.

    Al lado del sofá, una pequeña mesa con decenas de periódicos. Tomo algunos y comienzo a leer.

    30 de diciembre del 2020. Portada. Letras gigantes:

    «Por miles y separados siguen arribando migrantes. Portan males contagiosos y no usan cubreboca»

    El titular invita a continuar leyendo en la siguiente página:

    «El comportamiento insociable de muchos de los migrantes con las personas que transitan por este lugar es evidente, incluso hay agresión verbal y amenazan a quienes les sugieren que guarden la debida distancia o que utilicen el cubreboca o el gel antibacterial para evitar contagios (…) Esta forma tan campal de pasearse por Tapachula ha generado el descontento de la sociedad y de los sectores productivos, quienes se han manifestado en ese sentido para que las autoridades atiendan esa problemática, pero nadie hace nada».

    Basta abrir la puerta de este lugar y asomarse a la calle para saber que no es cierto. Aquí todos, locales y migrantes por igual, olvidan la mascarilla, se apretujan en las aceras al atravesar los mercadillos, y acomodan sus cuerpos como pueden en las Van que se mueven por la ciudad.

    «Detienen a dos haitianos y un salvadoreño con dólares y marihuana», reza otro titular. Los migrantes parecen ser aquí el eje de la sección dedicada a los delitos y las muertes: robo con violencia en una gasolinera, tráfico de drogas, asesinatos. Solo encuentro uno donde victimario y víctima son mexicanos, y es un accidente de tránsito.

    «Comercio informal afecta al 50% del comercio establecido en Tapachula», otro titular. La nota que le sigue asocia el «comercio informal», es decir, las tarimas y puestecillos nómadas que inundan las calles, con los migrantes. Al vender sus productos a precios más bajos, el «comercio establecido» sufre una pérdida de clientes y de ingresos, que impide pagar los impuestos, explica el artículo.

    Paso la página. La sobrecogedora foto de un ahorcado se exhibe a todo color sobre la cuarta parte de la plana. Está de espaldas. La cuerda enroscada en su cuello se pierde, tensa, en el extremo superior de la imagen. Las rodillas descansan sobre un tanque de hierro oxidado que de seguro pusieron allí para descolgar el cuerpo y, de paso, no retratar la terrible ingravidez de sus piernas. A un costado, una nota explica que se trata de un hondureño. En principio, se piensa en un suicidio, aunque no se encontró nota alguna que lo confirme.

    Más abajo, un recuadro muestra los rostros de cinco hombres y un número telefónico. Hay también una palabra, escrita en negritas mayúsculas: «DESAPARECIDOS».

    9 de enero del 2020. El Orbe advierte que los miembros de las pandillas centroamericanas MS-13 y Barrio 18 usan Tapachula como base de operaciones, y que llegan a la ciudad como falsos migrantes.

    Continúo leyendo. Pederastia, asalto, balazos, dos amigos borrachos que se machetearon por una discusión sin sentido. Otra foto. Parece un adolescente. Tiene el torso desnudo, con las costillas sobresaliendo bajo la piel. Está descalzo, acostado boca abajo. Alrededor de su cabeza, el polvo es de un marrón muy oscuro. Según El Orbe, se trata de «un Barrio 18» ejecutado con un disparo a quemarropa que atravesó su cráneo hasta encontrar salida en la frente. Junto a este cadáver sí encontraron una nota: «Esto les va a pasar a todas las ratas del Suchiate».

    —Hola —dice la subdirectora del diario.

    Parece apurada, así que resumo mi presentación y mis intenciones.

    —El problema es que nuestros periodistas están ahorita en las calles. Lo siento, pero no puedo ayudarle.

    —Si quiere le dejo mis contactos —digo.

    Ella acepta. Pide a la recepcionista una hoja de papel y, con un lápiz, apunta mi nombre y mi teléfono.

    —Yo lo pondré en contacto con algún periodista nuestro. Lo dejo. Es que estoy muy ocupada.

    Sé que el contacto nunca sucederá. Me temo que durante nuestra corta charla esa mujer solo reparó en el hecho de que soy un extranjero, quizás un migrante con suerte, pero un migrante al fin.

    XI

    Arrey, barbero cubano / Foto: Darío Alejandro Alemán

    Última noche en Tapachula. Transcribo la conversación con Arrey mientras me cortaba el cabello en una barbería.

    Sí, claro, pasa. ¿Qué te hago? No te compliques, que eso es machimbrao de toda la vida y tú eres cubano, ¿no? No, yo soy de Sancti Spíritus. Ah, sí, me gusta esta música, el reparto, tú sabes. Este es un tema de El Chulo. ¿Pero está muy alta la música que se oye en la calle? Si quieres la bajo un poquito. Ok. Baff, hace cuatro años. Que salí de allá, digo, porque aquí no llevo tanto. Primero fui a… espérate. ¿Te retoco mucho arriba? Ya… Bueno, te decía que primero fui a Trinidad y Tobago y me quedé allí, en Trinidad. Aquello no estaba ni bueno ni malo. Yo trabajaba en la agricultura, recogiendo lo que hiciera falta, y me pagaban bien. Pero eso no es vida. A ver, a mí me gusta vestir bien. Allí me tiré mi ropa de marca y unos Michael Jordan originales, pero es un desperdicio ir con esos tenis al campo, que era básicamente lo que hacía. Además, ni tenía papeles, y eso siempre es un problema, así que me fui a Colombia. Nah, allí me empaté con una colombiana que manejaba una peluquería y me dejó manejarla y eso… Pero a todas estas yo sin papeles. Estuvimos dos años. Si nos hubiéramos casado resolvía, ya me quedaba legal allá, que yo estaba para eso, pero ella no. Cuando vi que era por gusto cogí mi dinerito ahorrado y con unos coyotes atravesé desde allá hasta acá. Sí, sí, selva y todo, pero sin problemas. Aquí lo que tengo es el papel de COMAR ese, a ver si acabo de resolver la visa humanitaria. ¿Aquí? ¿Para qué?… ¿Te rebajo más o te sirve así? Ya… Entonces, te decía, yo quiero llegar a Estados Unidos… Ahora echa la cabeza para acá, así. ¿Te hago los cortes? Aquí en la barbería, gracias a Dios, me va bien. Depende, pero siempre es el 50 por ciento de los ingresos diarios, y el pelado es a 50 pesos, el normal, porque si también quieres que te perfile las cejas, o la barba, es un poquito más caro. ¿Tú quieres algo de eso? Ah, bueno, entonces revísate bien en el espejo. ¿Te gusta cómo quedó?

    Es la hora del último cigarro de la noche. Bajo, enciendo uno y lamento que no pueda llevarme a casa la fosforera que compré aquí. Para fumar, y también como souvenir.

    De pronto, suenan tres cañonazos secos, tan fuertes que espabilan al somnoliento portero del hotel. Antes de que vuelva a su letargo le pregunto por esos ruidos.

    —Son cohetes, en el parque central. Creo que mañana es fiesta en la ciudad.

    Voy corriendo hacia el parque con la esperanza de ver sus jardineras encendidas, y a los lanzadores de fuegos artificiales en plena faena, celebrados por una multitud despreocupada del virus, como siempre. Mi imaginación infértil y aferrada al cliché pueblerino se da de bruces con la decepcionante realidad. Excepto por algunos caminantes de más, el parque está igual que siempre a estas horas. Ni un solo cohete a punto de estallar. Nada fuera de lo normal.

    Tampoco es que haya mucho que celebrar aquí. Virus, pobreza, una caravana de seis mil migrantes que se avecina, y todo antes de terminar la segunda semana del año. Ni siquiera hay ya un Cristo Negro al que pedirle mañana —su día— que sea misericordioso y cuide de los tapachultecos. Hoy, a las tres de la tarde, el Cristo Negro se quebró en el suelo de la parroquia Señor de Esquipulas, después de 25 años sujeto al mismo clavo en la pared. El clavo, sin embargo, sigue allí, irónico, esperando por otro crucificado.

    Hasta ahora, la estatuilla era casi tan adorada y festejada como San Agustín, el santo patrón de la ciudad. Ambos se repartían, y hasta se disputaban, a los fieles más abnegados. El autor de las Confesiones tenía la ventaja de ser el protector de Tapachula desde hace mucho tiempo, al tal punto que hay una colonia bautizada en su nombre. El nazareno oscuro, en cambio, era solo una réplica que llegó hace algunas décadas desde la Basílica de Esquipulas, ubicada en Guatemala, cerca de Honduras y no muy alejada de El Salvador. El Cristo Negro es centroamericano y también, por qué no, un migrante. Vino de donde vienen los migrantes, atravesó los mismos parajes, entró con ellos, se volvió parte de la ciudad. Hoy, sin que nadie lo viera y sin un temblor o un ventarrón al que culpar, se hizo añicos. Como la fe es una celebración del misterio, son muchos quienes piensan que el accidente es un mal augurio.

    Regreso a mi habitación. Cierro la laptop, espero, por dos o tres días. En ese tiempo pensaré qué hacer con las notas y las transcripciones de esta semana: cómo ordenarlas, cómo darles un sentido, cómo hacerles creer a mis editores y a los posibles lectores que mi viaje dio frutos concisos en la escritura y no resultó un batiburrillo de historias y observaciones. Vine buscando una fila de migrantes enfadados, pero se disolvió antes de mi llegada. La noticia de una nueva caravana se volvió entonces el sentido de esta historia, pero los migrantes avanzan a paso lento y no tardarán en chocar con los militares en algún nuevo paso fronterizo. Llegué tarde y me iré temprano.

    Leer «Tapachula, ciudad de paso (I)».

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    Darío Alejandro Alemán
    Darío Alejandro Alemán
    Nació en La Habana en 1994. Periodista y editor. Ha colaborado en varios medios nacionales e internacionales.
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