Lo grotesco, el deterioro y la belleza en la obra de Adrián Socorro

    José Lezama Lima, todo se lo pido prestado. Siempre hay una razón, un fundamento, un silogismo que logra capturar una imagen que solo puede ser expresada desde su peculiar manera de entender la realidad, el arte y el pensamiento. Lezama tenía claro que los conceptos no son suficientes para explicar las cosas, por eso siempre está cerca de mí. La imagen es mucho más abarcadora porque se reúsa a los constreñimientos, las delimitaciones, las fronteras siempre ficticias. Hoy más que nunca, si se pretende entender los procesos asociados al arte contemporáneo, se hace indispensable una indagación profunda en torno a la naturaleza de la imagen y su ontología. Una imagen que —paradójicamente— está en el centro de una desnaturalización asociada al mundo digital. Vilém Flusser advirtió sobre este proceso donde «las no-cosas penetran actualmente por todos los lados en nuestro entorno, y desplazan a las cosas». Byung-Chul Han ha insistido también en la «transición» de las cosas a las no-cosas, que, extrapolado a la imagen, es la prevalencia de la ligereza —la no-imagen— y, por consiguiente, la instrumentalización de la banalidad. La ligereza, dice Gilles Lipovetsky, «nunca había creado […] tantas expectativas, deseos y obsesiones». La ligereza nunca había capturado de manera tan inusitada la seducción. 

    Cuando al músico argentino Charly García le preguntaron por la música que hoy se produce, contestó que «la música es melodía, armonía y ritmo»; a continuación, advirtió: «…y lo que hay ahora es ritmo». Buena parte de la música que se produce ahora, y que para sorpresa de algunos es la más premiada y reconocida, es solo ritmo. Contagioso, eso sí. Este no es exclusivamente un fenómeno musical; es en todo caso la prevalencia de ese universo de la ligereza que se apodera y nutre cada vez más nuestros universos culturales y sociales.

    En el reino de la imagen, el predominio de lo estrictamente visual ha llevado a teóricos como Lipovetsky a afirmar una hegemonía de la seducción, la ligereza y la gestualidad como quiebre del ejercicio intelectivo. El influjo abrumador y esterilizante de una cultura de lo gestual, la ligereza y la seducción, no solo gestiona un deterioro de lo argumental, sino que propicia la preponderancia del vacío y la estupidez maquillada de influencia, trending y fatua relevancia temporal.

    ‘Cómo ser seductor en tiempos de crisis’ (óleo, acrílico y carboncillo sobre lienzo/ 90 x 70 cms); Adrián Socorro
    ‘Cómo ser seductor en tiempos de crisis’ (óleo, acrílico y carboncillo sobre lienzo/ 90 x 70 cms); Adrián Socorro

    Pero como bien cotejara Emmanuel Kant, «[…] no es posible partir de la nada —y es desde ella que parten las no-cosas— y debemos encarar nuestra tarea equipados con un sistema de supuestos previos que no han sido sometidos a la prueba de los métodos empíricos de la ciencia; podría darse el nombre de “aparato de categoría” a dicho sistema».[1] ¿Qué quiere decir esto? Muy sencillo: quien carece de esos «supuestos previos» carece del instrumental epistemológico para emitir un juicio formulado ya sea desde el universo teórico, ya desde la indagación visual. Sin embargo, todo parece indicar que «la nada», que siguiendo la lógica kantiana sería la antítesis de lo que este llama «sistema de categorías», se está «apoderando» del universo sensorial para producir, entre otras muchas cosas, arte

    ¿Paradoja? Basta contrastar los resultados generales de dos de las ferias de arte de la ciudad de Miami[2]para que este argumento adquiera un carácter verosímil. 

    Pensar las dinámicas y la naturaleza de lo que se autodenomina contemporáneo en el arte, y cómo esta definición se inserta en las lógicas y dinámicas de una producción, es hoy más indispensable que nunca. ¿La pregunta por la contemporaneidad, y lo que significa ser contemporáneo, no debería estar en el tintero de la crítica y en cada acción que se pretende visual como un déjà vu? ¿Qué es lo más trascendente en arte contemporáneo: una visualidad estridente o una visualidad que solo sea un pretexto para establecer una indagación en torno a sí misma? ¿Debe ser hoy más que nunca el artista —que se llame a sí mismo contemporáneo— un intelectual con un sólido conocimiento? ¿Qué rige hoy la visualidad del arte contemporáneo?

    Si cotejamos lo contemporáneo en el arte por la producción visual que ha sido expuesta recientemente en las ferias Art Miami y Art Context no solo estaríamos validando una producción ex nihilo, sino también una producción que es más artificio que arte, y cuyo énfasis está más en la meticulosa producción, en la factura, en la terminación que en la propia argumentación y en el fundamento de las obras. Estos ejes y conjunciones convierten estas producciones en artesanías, en objetos para el decorado, en atrezzo, en wallpapers, en franquicias de mueblería en que también se vende, para sorpresa de muchos, arte.

    ‘The Pink Gun’ (óleo, acrílico y carboncillo sobre lienzo/ 80 x 60 cms); Adrián Socorro
    ‘The Pink Gun’ (óleo, acrílico y carboncillo sobre lienzo/ 80 x 60 cms); Adrián Socorro

    Lo cierto es que estas producciones visuales se han establecido desde la ligereza, para comercializarse desde la perturbación. Lo que menos importa aquí es la obra; lo relevante es la performatividad asociada a ella, la capacidad de capitalización mediática de la misma y, por supuesto, el rendimiento del «artista» en el mercado. Una vez más nos han querido pasar gato por liebre o, en el caso cubano, pollo por pescado.

    Mientras este espectáculo ocurre,[3] hay creadores que, sí, tratan de gestionar el valor de la obra como mercancía, pero que no la reducen a ello, y por tanto no reducen su oficio a un customer value, como ocurre en buena parte de la producción visual más contemporánea. Mientras esta distracción acontece, artistas con una sólida formación, y con un manejo preciso de la historia del arte, apuestan por una producción visual centrada en una imagen como fundamento de una ontología.

    Adrián Socorro (Matanzas, Cuba, 1979) es uno de esos artistas. Su obra pertenece mayoritariamente al campo de la pintura. Ha convertido sus experiencias cotidianas en recursos visuales para una narratividad contundente.

    ‘Menáge à trois’ (óleo, acrílico y carboncillo sobre lienzo/ 80 x 60 cms); Adrián Socorro
    ‘Menáge à trois’ (óleo, acrílico y carboncillo sobre lienzo/ 80 x 60 cms); Adrián Socorro

    Lo primero que asoma en su trabajo es el sentido de la contemplación, la educación de la mirada. La realidad en sus lienzos, así como la de la vida, está en fuga, en descomposición. Todo es perecedero. Y Adrián Socorro sabe confrontar ese desgaste perpetuo que nos conduce inexorablemente a la muerte. No hay en él ni voluntad ni necesidad de simulación. Su visualidad no pretende complacer a nadie; no anticipa sino el hecho mismo del deterioro, y en ello encuentra patrones donde lo bello adquiere un nuevo valor.

    Con líneas temblorosas pero grotescas, Adrián Socorro recorre la superficie del lienzo contando una historia como fatalidad. Los elementos que conforman sus telas aparecen dispersos, atomizados, en el intento de hilvanar una lógica desde lo formal. Fragmentos de una pesadilla. El autor, en su vocación arqueológica, se convierte en imagen de su propia visualidad. Aparece entonces en el centro de sus soledades, desnudo, travestido, decapitado, cargando con una experiencia alucinante. Su preocupación por la identidad, por aquello que nos constituye, forma parte de su indagación; búsqueda ontológica que conforma y nutre, esa condición fundante de la existencia. 

    Lo anacrónico, la desnudez, lo fálico, la hibridez son algunos de los elementos que conforman su visualidad antitética. Adrián Socorro aborrece la pulcritud tan recurrente en el mainstream del arte contemporáneo, donde todo tiene que ser delineado, delimitado, claro y preciso. Detesta los tecnicismos, las manufacturas frías, la preelaboración, el encargo y todo aquello que signifique la renuncia a un oficio aprendido. 

    ‘La puta triste’ (óleo, acrílico y carboncillo sobre lienzo/ 90 x 70 cms); Adrián Socorro
    ‘La puta triste’ (óleo, acrílico y carboncillo sobre lienzo/ 90 x 70 cms); Adrián Socorro

    Como en la vida, los elementos de su pintura aparecen y se disipan. Uno tiene la percepción de un boceto más que una obra terminada. El artista conoce los efectos de esta actitud. Muchos de los elementos que aparecen en sus obras carecen de color; son traslúcidos y espectrales, entidades que se desvanecen sin que pueda saberse si pertenecen a este o a otro mundo. Eso sí, son presencias en nuestra memoria; están ahí aunque no las veamos; nos acarician, pero también espantan y atormentan. Porque la memoria lleva implícita la capacidad del significado y Adrián Socorro interpone la búsqueda de este en la conformación de su identidad. 

    Lo grotesco ocupa un lugar muy significativo en su pintura. No podría decirse que su obra visual garantice una digestión apacible; todo lo contrario. La obscenidad de sus trazos recrea una búsqueda que rompe con el hedonismo anodino que pulula en el arte que se dice más contemporáneo. Lo grotesco de sus trazos da cuenta de criaturas bicéfalas, sedientas de sangre, pero, también, conmovidas por las ausencias, por la búsqueda de un placer. Porque en la pintura de Adrián Socorro prevalece un estado de sexualización profundo: todos buscan el placer desenfrenadamente, nadie esconde sus húmedos deseos; los cuerpos se aglutinan uno a uno dando paso a una hibridez que desborda la figuración. Uno es, en todo caso, el que mira, el voyeur, el que disfruta mirando el placer de los otros, mientras ellos también te miran. Las miradas, en el juego de las alucinaciones, generan una dinámica, un hedonismo, un compromiso en que todos somos cómplices, en que todos participamos. Por eso la pintura de Adrián Socorro encara al otro, que es puesto en función de su obra. No hay verdadero placer si el otro no está atento a todos los detalles y movimientos de los cuerpos. El que mira participa con su mirada por eso también los «personajes» de su pintura escrutan cada uno de nuestros desplazamientos. Nos agobian con su persistente, vigilante presencia.

    ‘La verdad verdadera’ (óleo, acrílico y carboncillo sobre lienzo/ 50 x 50 cms); Adrián Socorro
    ‘La verdad verdadera’ (óleo, acrílico y carboncillo sobre lienzo/ 50 x 50 cms); Adrián Socorro

    Adrián Socorro es sin lugar a dudas un artista contundente. Siempre recuerdo a Severo Sarduy cuando alertaba del peligro que significaba y significa que el museo o la galería se ocupe del artista. Como cuando la editorial se ocupa del escritor. No siempre se logra conservar la voluntad de experimentación y el carácter underground. La libertad, definitivamente, se pierde. Adrián Socorro parece tener claras estas lecciones y en cada nuevo lienzo deja un trozo de sí. Su pintura invade la estabilidad simbólica del otro, le enrostra sus nimiedades, su glamurosa ridiculez, sus ditirambos, con el único objetivo de alejarse, como el diablo de la cruz. Adrián Socorro no clama por auxilio; se sabe poseedor de una verdad que defiende desde la pintura. Una pintura que, para suerte de todos, solo busca en sus experiencias personales aquello que es verdadero, aquello que, como desgarramiento absoluto, solo encuentra en sí mismo.


    [1] Emmanuel Kant. Crítica del juicio. Dialéctica del juicio estético. Austral. Pág.169.

    [2] Me estoy refiriendo a las ferias de Art-Miami y Art Context, diciembre, 2021.

    [3] Véase mi ensayo «Miami, el arte contemporáneo y las lentejuelas».

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