Los sediciosos son ellos

    El 14 de julio de 1789 los parisinos irrumpieron en La Bastilla, y reclamaron para sí la fuente de legitimidad del poder. Apenas dos luises antes el absolutismo se describía a sí mismo con acierto: «l’État c’est moi» [«El Estado soy yo»].

    La Toma de la Bastilla no destronó al rey; quebró el sistema, rompió los moldes. Cuenta Hanna Arendt[1] que cuando Luis XVI se enteró del suceso exclamó: «C’est une révolte!»; a lo que François de La Rochefoucauld respondió: «Non, Sire, c’est une révolution».[2] Todavía Luis XVI no alcanzaba a comprender el fenómeno a plenitud, y apelaba al concepto de revuelta (o rebelión) justamente por suponer que existía —aún— una desconexión entre el origen —o la fuente— de su poder y el pueblo francés.   

    La «république», en cambio, recuperaba la etimología latina «res publicae», la cosa pública, la cosa de todos. El pueblo reclamó para sí la soberanía, e instauró el imperio de la ley. «Le roi est mort, longue vie au loi». La ley entendida como receptáculo de la voluntad soberana, como la definiese Andrés Bello en el código civil chileno.[3] La ley impera en tanto expresa la voluntad popular; no en el sentido formal, o estricto, sino como el documento fundacional que contiene libertades públicas y derechos imprescindibles.

    La rebelión, como cuestionamiento al poder, ha sido históricamente proscrita con severos castigos precisamente por el peligro que representa para ese mismo poder. Cuestionar la fuente, la legitimidad, la justeza de un poder, puede suponer «une révolution». En Jeremías 29:32 puede leerse: «He aquí, voy a castigar a Semaías el nehelamita y a su descendencia; no tendrá varón que more en medio de este pueblo, ni verá el bien que voy a hacer a mi pueblo porque ha predicado rebelión contra el Señor». Se castiga al irreverente y a su descendencia, sin culpa, pero con un gen rebelde («pecado original»).

    Empero, los revolucionarios franceses señalaron la Ley como expresión de la voluntad soberana, y a sí mismos como la fuente de todo el poder, como los depositarios de la soberanía.[4] Por tanto, un cuestionamiento al poder deviene en cuestionamiento al consenso popular sobre el diseño sistémico, deviene controversia político-filosófica sobre la legitimidad de ese mismo poder.

    La Toma de la Bastilla inhabilitó el concepto de «révolte», porque la ley, como última expresión de la voluntad soberana, encuentra legitimidad en el querer popular, y resulta incongruente a nivel teórico que la misma fuente de legitimidad del poder —el pueblo— se encuentre imposibilitada para cuestionar esa legitimidad.

    No obstante, los legisladores evolucionan con otro tempo, y 200 años después conservamos nomenclaturas como «rebelión» y «sedición» que describen conductas irreverentes hacia poderes agarrotados.

    Veamos el caso de España. El Código Penal español de 1848, medio siglo después de la revolución francesa, ubicaba los delitos de «rebelión» y «sedición» bajo el título que protegía la seguridad interior del Estado como bien jurídico. En el promulgado en 1870 se regularon bajo el título que protegía el orden público como bien jurídico. Así quedó en el subsiguiente, correspondiente al año 1928. En el año 1944, se volvieron a situar dentro de la familia de delitos contra la seguridad interior del Estado. Lo mismo ocurrió en el texto de 1973. Finalmente, en el año 1995, los delitos de «rebelión» y «sedición» se ubicaron bajo un novísimo título: «delitos contra la Constitución». Esta nueva paráfrasis sobre el objeto de protección de esos viejos delitos supone una audaz reinterpretación del concepto de irreverencia a una autoridad. Esta vez no se protege al detentor de algún cetro, o al poder en tanto institución, sino la Constitución en tanto continente de libertades, y como garantía de un sistema que protege esas mismas libertades.

    El jurista y profesor Joaquim Bages Santacana comenta al respecto: «Esta orientación del valor protegido sería coherente con la intención del legislador de 1995 de cambiar el enfoque político-criminal del delito [«rebelión» y «sedición»] en estudio para eliminar los rasgos autoritarios que lo habían caracterizado en el pasado, cuando el objeto prioritario de tutela era un supuesto deber de lealtad del súbdito hacia el Estado».[5]   

    No se trata entonces de acusar de sediciosos o rebeldes a ciudadanos que cuestionan la legitimidad del poder, o que intentan redefinir fronteras conceptuales, o que se refieren peyorativamente al presidente de Cuba como sujeto pasivo de una relación homosexual. El nuevo sedicioso sería, según la redefinición del Código Penal español de 1995, quien intentase revertir aquellas libertades y mecanismos garantes de libertades establecidas en la Constitución.

    El Código Penal cubano vigente, bajo el título de «delitos contra la seguridad interior del Estado» —porque aún vamos por ahí—, dice en su artículo 100 al describir la sedición:

    Los que, tumultuariamente y mediante concierto expreso o tácito, empleando violencia, perturben el orden socialista o la celebración de elecciones o referendos o impidan el cumplimiento de alguna sentencia, disposición legal o medida dictada por el Gobierno, o por una autoridad civil o militar en el ejercicio de sus respectivas funciones, o rehúsen obedecerlas, o realicen exigencias, o se resistan a cumplir sus deberes, son sancionados:

    a) con privación de libertad de diez a veinte años o muerte, si el delito se comete en situación de guerra o que afecte la seguridad del Estado, o durante grave alteración del orden público, o en zona militar, recurriendo a las armas o ejerciendo violencia;

    b) con privación de libertad de diez a veinte años, si el delito se comete sin recurrir a las armas ni ejercer violencia y concurre alguna de las demás circunstancias expresadas en el inciso anterior; o si se ha recurrido a las armas o ejercido violencia y el delito se comete fuera de zona militar en tiempo de paz;

    c) con privación de libertad de uno a ocho años, en los demás casos.

    El Código Penal cubano, al describir lo que entiende por conducta sediciosa, incurre en una conceptualización ilegítima por inexacta en su letra. El verbo «perturbar», según la primera entrada de la RAE, indica: «Inmutar, trastornar el orden y concierto, o la quietud y el sosiego de algo o de alguien». Entonces, ¿no trastorna el sosiego socialista Marino Murillo con su ordenamiento?; ¿no arremeten contra la quietud del orden «socialista» quienes «tumultuariamente» dispensan actos de repudio?; ¿no excitan el orden y el concierto del Estado socialista las bravatas de Miguel Díaz-Canel llamando a caínes contra abeles? La posibilidad del ridículo demuestra la inexactitud del tipo penal; la elasticidad de su redacción expone su ilegitimidad.

    El peligro para la autoridad de la ley en sentido abstracto no se encuentra en quienes ejercen su derecho constitucional a la manifestación, en quienes vocean contra los opresores. Un verdadero peligro para el imperio de la ley es el que suponen aquellos que pretenden revertir libertades basándose en estrambóticos ejercicios de interpretación constitucional.

    Anular las libertades de pensamiento, de reunión, de manifestación; substraer a la Constitución su condición de refugio para el oprimido: en rigor, eso es la sedición «posterior a la Revolución francesa». Rebelarse contra el imperio de la ley como expresión última de la voluntad soberana, trastocar el «orden» de tal suerte que la manifestación se castigue como en la Biblia se castiga a Semaías el nehelamita, y por las mismas razones: esa es la conducta sediciosa que atenta contra la autoridad de la ley en sentido abstracto. En Cuba, los sediciosos son ellos: los que prohiben, los que persiguen, los que reprimen, los que temen a la ciudadanía. Los que, como Luis XVI, no comprenden aún.

    Quiera la historia, siempre muy insolente, que pronto algún François de La Rochefoucauld caribeño, ante la exclamación de Díaz-Canel: «¡Es una revuelta!», le atraviese con un: «No, presidente, es otra revolución».  


    [1] Arendt, Hanna. Sobre la revolución. Versión española de Pedro Bravo.

    [2] Según otras fuentes, Luis XVI habría usado un tono más bien interrogativo. Nota del Editor.

    [3] Código Civil chileno. Artículo 1: «La ley es una declaración de la voluntad soberana que, manifestada en la forma prescrita por la Constitución, manda, prohíbe o permite».

    [4] Constitución de la República de Cuba: «En la República de Cuba la soberanía reside intransferiblemente en el pueblo, del cual dimana todo el poder del Estado».

    [5] Bages Santacana, Joaquim. «El objeto de prohibición en el delito de rebelión del art. 472 CP desde la óptica del modelo de Estado social y democrático de Derecho previsto constitucionalmente».

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