El teléfono suena desesperado, como suenan los teléfonos cuando se desgañitan sin respuesta. Todavía hay revuelo por el coche que ETA hizo estallar en la zona el día anterior. Hay un hombre tendido sobre una cama. Probablemente duerma. El hombre ha perdido un avión con rumbo a Galicia que debería haber tomado hace algunas horas. El hombre ya no duerme. El hombre ya no va a despertarse. El hombre ya no respira. El hombre ha muerto sin sobresaltos, cruzando sin turbación la frontera entre el despertar y el no despertar, entre el sueño y la muerte, entre la vida y la ausencia, entre las palabras y el silencio, entre las iniciales y las fugas.

Jesús Díaz murió durmiendo en su apartamento de Madrid, el jueves 2 de mayo de 2002. Tenía 60 años, una prolífica, polémica y polifacética vida intelectual. Había acumulado amigos y enemigos, profesó ideas de las que más tarde renegó, escribió cuentos, novelas, ensayos, guiones cinematográficos y artículos periodísticos, dirigió documentales y ficciones, impartió conferencias y cursos de cine y literatura, ganó premios y, en los últimos años de su vida, en Madrid, fundó y dirigió la revista Encuentro de la cultura cubana.

¿Quién fue Jesús Díaz? ¿Por qué lo permean tantas contradicciones? ¿Por qué más de uno lo califica de traidor y abre los ojos, asombrado, cuando alguien pronuncia su nombre? ¿Cómo pudo vivir dos vidas que se ubican en las antípodas y seguir habitando el mismo cuerpo y regentando el mismo nombre? ¿Cuáles fueron sus «pecados», sus fugas, sus glorias y desatinos? 

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Jesús Díaz fue un hombre a quemarropa, que vivió el cine, la literatura, la política y el liderazgo cultural como elementos confluyentes que coadyuvaron en el asentamiento de una personalidad compleja, sin medianías, que se entregaba a cada proyecto con la pasión del verso de Fayad Jamís, «habrá que darlo todo». Fue siempre fiel al calificativo de «intelectual incómodo», parte de la vanguardia y nunca del pelotón. Vivió la Revolución Cubana en primera persona, apasionándose, fue un febril militante del Partido Comunista y, después de su exilio, producido en 1991, se convirtió en una de las voces más agudas que, desde la intelectualidad, con la voluntad de restañar los diseminados fragmentos de la cultura cubana, criticó las políticas del gobierno de la isla. 

Queda su voluntad testimoniante en el libro de cuentos Los años duros (Premio Casa de las Américas, 1966), sus novelas Las iniciales de la tierra (censurada durante 15 años y finalmente publicada por Letras Cubanas y Alfaguara en 1987), Las palabras perdidas (Finalista Premio Nadal, 1992), La piel y la máscara, Dime algo sobre Cuba, Siberiana y Las cuatro fugas de Manuel, su búsqueda de temas polémicos en el documental Cincuentaicinco Hermanos y el largo de ficción Lejanía, su liderazgo, esperanza y voluntad crítica en las revistas El Caimán Barbudo (dirigida por él desde su fundación durante su primer año, de 1966 a 1967), Pensamiento Crítico (adscrita al Departamento de Filosofía de la Universidad de La Habana y defenestrada junto a este en 1971) y Encuentro de la cultura cubana (fundada en 1996).

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Su novela Las iniciales de la tierra es un típico producto de la ilusión, de las incertidumbres al interior de la utopía, de la hecatombe social, política, económica e intelectual que generó el triunfo de la Revolución Cubana, de la búsqueda del Yo en la época del compromiso colectivo, de la épica que surgió al calor de la construcción de una sociedad nueva y de las dudas que trajo consigo dicha sociedad. 

En cambio, la revista Encuentro de la cultura cubana aglutina a los intelectuales que fueron excluidos o se auto-excluyeron de la Revolución, los que defendían a través del proyecto político que habita en las páginas de la revista la necesidad de una Cuba plural, que dirimiera los asuntos sociales, intelectuales y culturales sin restricciones ideológicas de por medio. Si bien Las iniciales de la tierra es una obra que se articula desde las ilusiones de una generación, Encuentro se esgrime desde las decepciones de esa misma generación, siendo fundamental entonces la profundización en ambas obras como productos cardinales para entender la cultura cubana, y la isla toda, de los últimos setenta años.

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Fue en el año 1972, en medio del despreciable Quinquenio Gris, que la novela Las iniciales de la tierra comenzó su largo cadalso de engavetamiento. Su censura significó otro durísimo impacto contra las reservas de ilusión que conservaba Jesús, ya mermadas luego de su destitución como director de El Caimán Barbudo y el cierre de Pensamiento Crítico y el Departamento de Filosofía. Pero no fue la censura, al menos en ese momento, un motivo para la invariable desilusión que lo mordería años después. Se abría ante él una nueva posibilidad, una tabla de salvación en el mar enrabietado: hacer cine.

«Nunca pensé ser un cineasta. No tenía esa vocación. Mi vocación era claramente literaria desde joven y el cine era como una especie de complemento. Las circunstancias por las que paso a trabajar en cine tienen que ver con la coyuntura del año 1971 en Cuba», dijo Jesús al ensayista uruguayo Jorge Ruffinelli, en entrevista publicada en la revista Revolución y Cultura de mayo-junio de 2010, y después agregó: «Pasé a trabajar al ICAIC porque allí tenía amigos y pensaba que iba a ser un buen lugar para escribir. Luego resultó que no tuve tanto tiempo para escribir, ahí había que ganarse el pan con el oficio, y este era hacer cine. Entonces escribí algunos guiones». 

Participó en 12 guiones, tanto como coguionista, colaborador y también como autor único. En este período dirigió cinco documentales, dos de ellos en colaboración con su amigo Fernando Pérez, y dos largometrajes de ficción, filmados a partir de guiones propios. Pero no es su obra cinematográfica tan prolija como su literatura, aunque hay en ella materiales que sería una insolencia mirar de soslayo: su documental Cincuentaicinco Hermanos (1978) fue considerado por el crítico inglés Michael Chanan como «la cumbre del género a finales de los setenta», su largometraje Lejanía (1985) fue la primera película cubana en abordar, como tema central y no como línea argumental periférica, el asunto del exilio y los desencuentros familiares provocados por el destierro, al tiempo que Clandestinos (ópera prima de Fernando Pérez, con guion de Jesús Diaz) es una de las películas más recordadas del cine cubano, y es, además, el mejor de todos los guiones que escribió. 

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Habitante permanente del territorio de las palabras perdidas, Jesús Díaz aún polemiza con un cigarrillo entre los dedos, argumentando que solo la pasión y el respeto al disenso pueden salvarnos y entregarnos el encuentro de una isla entera, el lugar maltrecho, pero vivo, que todavía nos merecemos. Una generación, la suya, está muriendo, aunque Jesús se adelantó al curso lógico de la vejez. Otra generación, la mía, hija del Período Especial, ajena a la épica y a los años de la ilusión, convive entre melancolías de un pasado que fue seguramente mejor y la añoranza de labrar un futuro cada vez más incierto, entre silencios añejos y censuras perpetuas.

Este texto inicia una serie, puente entre ambos tiempos, que busca ubicar en la memoria del presente quién fue, y para qué sirve aún entre nosotros, la obra fundamental de Jesús Díaz.