No existe sol, por fuerte que sea, que pueda secar aún los muebles de la casa de Susan Matos. Si los aprietas con la palma de la mano, si los presionas, verás el hilillo fangoso que desprenden y que se desliza hasta el suelo húmedo de la primera habitación. Un rápido pase de lista registra lo siguiente: desaparecieron sus libretas de apuntes de la escuela; se echó a perder su álbum de fotos de los 15 años; varios ventiladores no funcionan; el refrigerador ya arrancó; las hornillas de inducción están rotas; la olla arrocera también; dos de los colchones no sirven; las camas están desvencijadas y nadie sabe exactamente qué fue de gran parte de la ropa, si permanecen enterradas bajo el fango, si se fueron río abajo, o si salieron desperdigadas por la ventana que su abuelo rompió la madrugada del huracán, la más larga y terrible de la que tienen recuerdo los habitantes de San Antonio del Sur.
Está a salvo, por ejemplo, el vestido que el abuelo de Susan le regaló el año pasado, justo cuando terminó su primer curso en la carrera de Medicina, un vestido que usó acaso dos veces y que ahora ha adquirido un color tierra, como casi todo, como las calles, como las paredes de las casas de los vecinos. Fue lo que les trajo y les dejó la última crecida del río Sabana la Mar, mucha agua, mucho fango, demasiado desastre.
Probablemente todo el mundo sabía que en la tarde noche del 20 de octubre el huracán Oscar iba a llegar a Guantánamo, menos los habitantes de San Antonio del Sur. No les dio tiempo a nada. Oscar llegó como un animal feroz, con vientos de 130 km/h. Desde hacía varios días el país estaba completamente sumergido en la larga noche de un apagón nacional, y nadie llegó a decirles o a avisarles que tomaran las medidas necesarias para protegerse del huracán categoría 1 que impactaría la zona oriental cubana.
«Nosotros no sabíamos que ese ciclón venía para acá para el sur», asegura Susan, de 20 años. «Todo indicaba que iba para el norte. Hacía tres días que no teníamos corriente y tampoco había cobertura. Ni teníamos cómo comunicarnos, ni sabíamos nada».
Cuando finalmente supieron, Susan llamó a su mamá, que vive en el reparto Cultura, para que fuera a pasar la noche con ella y sus otros tres hermanos a la casa de los abuelos. Ismaray Domíngez, de 46 años, le hizo caso. En el armario de su casa de paredes de madera y techo de zinc amontonó, antes de marcharse, la ropa y la leche de su hija menor. Todo parecía normal, el río Sabana la Mar estaba en calma, nada predijo que al día siguiente iban a ser una familia con casi nada.
Sobre las cuatro de la madrugada, su hija notó que el agua estaba entrando a la casa. «Yo me puse tan nerviosa», dice Ismaray. «Me senté en la cama, estaba perpleja, y en un momento miro y veo que el agua estaba entrando por una esquina de la pared del cuarto».
Luego vino el terror: el agua que rápidamente comenzó a llegar a los tobillos, a las rodillas, casi a la cintura. Una de las hijas de Ismaray pidió auxilio. El abuelo rompió una ventana y poco a poco la familia comenzó a subir a una segunda planta. Al rato el agua llegaba al techo y su casa, y todas las casas del barrio, estaban sumergidas bajo las aguas del Sabana la Mar, que se volvió violento, fuerte, tenebroso, como muy pocas veces vieron los habitantes el río que los ha acompañado toda su vida.
«Aquello parecía un mar, fue horrible», asegura Ismaray.
Ha pasado más de una semana de un huracán que en pocas horas hizo que se acumularan más de 600 milímetros de agua en varias localidades; que provocó inundaciones de barrios enteros, crecidas de ríos, penetración del mar y dejó más de 30 mil personas evacuadas sobre todo en las zonas de Imías, Maisí, Baracoa y San Antonio del Sur. Dejó comunidades aisladas, familias desaparecidas y víctimas mortales. El gobierno cubano ha reconocido hasta el momento la muerte de siete personas tras el paso de Oscar, pero algunos dicen que podría tratarse de muchos más.
Cada vez que se levanta, Ismaray camina desde la casa de sus padres hasta la suya y, con la fuerza que ya no le queda, va acomodando el destrozo que el huracán Oscar dejó entre las paredes de madera, como si se hubiese metido una fiera enfurecida adentro.
«El martes fui a ver mi casita y sentí un dolor inmenso, no podía controlarme y me tuve que ir y volver al otro día», dice Ismaray.
El suelo de la casa está repleto de fango, ya no pudiera decirse si alguna vez hubo suelo o si siempre fue este montón de tierra mojada y resbalosa. Entre el fango está la ropa que el huracán les dejó. En una cuerda de pared a pared, Ismaray tiende la que ha podido lavar. Pero lo cierto es que no tiene ganas de nada, sabe a la larga que no hay nada que recuperar, que del desastre no se sale hoy ni se sale mañana.
Al menos a Ismaray y a su familia las autoridades no les han dicho qué van a hacer en lo adelante, ni siquiera cómo va a resolver la leche de su bebé. Ha alcanzado a recibir, sin embargo, parte de la ayuda —que se organiza desde dentro de la Isla y con los esfuerzos de la comunidad del exilio— con la que llegan activistas y grupos que se han movilizado para apoyar a los más afectados tras el paso del huracán.
También se supo que por estos días la Iglesia Metodista de Guantánamo ofreció refugio a más de 60 personas damnificadas en San Antonio del Sur, además de la distribución de medicamentos y servicios de atención médica. La UNICEF anunció el envío a la isla de un cargamento de 1.498 kilogramos de insumos médicos para prestar ayuda a unas 140,000 personas. También comunicaron la intención de reparar 74 escuelas destruidas en Guantánamo. El Programa Mundial de Alimentos (PMA) aseguró que enviaría equipamiento técnico y módulos alimentarios para contribuir con la recuperación de las zonas afectadas. La empresa mexicana Richmeat, por su parte, donó 100 toneladas de carne a las familias de la zona oriental, o sea, unos 250 mil paquetes de picadillo condimentado con el que pretenden preparar 750 mil raciones de comida.
Aun así no basta, y los habitantes de San Antonio del Sur lo han dicho. Que los han dejado solos, incluso antes de Oscar. «Nos dejaron solitos allí con 29 niños», le dijo un vecino a Miguel Díaz-Canel cuando recorrió el lugar tres días después del paso del huracán. «Por poco nos ahogamos». El gobernante le respondió con lo que pudo, como único sabe, con nada que pudiera consolarlo.
Mañana temprano Ismaray se levantará e irá caminando a su casa de madera y zinc y recogerá parte de la ropa enfangada y las pondrá a secar al sol. «Es doloroso, es triste», alcanza a decir con las dos únicas palabras que tiene para explicar de qué se trata todo esto.
Leer sobre Oscar es sobrecogedor.
¿Por qué junto al nombre de la autora no aparece el lugar desde donde escribió esta crónica? Pasa muy a menudo, porque la leo también en El país y muchas veces tampoco «datan» sus textos. Creo que los lectores se merecen saber que esto está hecho y firmado desde Nueva York…