Hemos perdido en menos de un año tantas imágenes, pensaba ayer en la noche, doblando camisas.
Tanto.
La Habana se nos ha desvanecido, y estando aquí no he vuelto a ver lo que era común: lo de a diario.
Me he descubierto caminando aceras vacías, pagando con monedas inexistentes, pensando en las formas que pertenecían a ese lugar exacto, en la gente que estaba ahí todos los días, vendiendo, comprando, diciendo, como clavados por una fuerza mayor, y que ya no está.
La Habana del barman flaco y canoso en el Sherezade, que quedaba en el pico de la calle N, subiendo desde el Focsa, ha desaparecido. El barman que me decía: «Compra el vino más barato siempre, amiga, porque no se puede estar triste y con poco». Y yo compraba el más caro, para joderme.
La Habana de los mosaicos de Talavera de la Reina, caídos de aquel edificio en Centro Habana, puestos ahí en el siglo XIX, quizá, con azules de un cielo de Canaletto sobre amarillo quemado.
De las falsas gitanas del Parque de la Fraternidad que te leían la suerte entre muñecas negras vestidas con encaje y guinga, chupando tabacos de un peso, contando todo lo que querías escuchar del viaje, del hombre, de la felicidad envuelta en tules blancos.
Cinco de oro.
Tres de bastos.
As de copas.
De las muchachas faldicortas que bajaban por Neptuno, buscando besos y terrazas y dólares, taconeando fino, con sus carteritas donde cabía solo una fosforera y un basilisco.
La Habana con sus tiendas misteriosas de la calle Galiano, donde había una, soterrada, que vendía antiguos muebles y camas, restaurados con desfachatez. Consolas y comadritas de esas familias ilustres, muertas hace cien años.
La Habana con sus vendedores de dólares del boulevar de San Rafael, con sus gafas mal puestas y sus dientes de oro de chicas de puros de amorcitos…
Coral rojo.
Coral negro.
Where are you from?
¿Quieres un trío?
La Habana de La Ostionera de San Lázaro, donde podías cenar pastas italianas por solo cien pesos, y con los amigos que estaban alrededor de esa mesa que existe solo en la nostalgia, y que hoy comerán otras pastas en Barcelona, Nueva York y Praga.
La Habana de los saludos rápidos en la esquina de 23 y L, frente al Cine Yara.
La Habana del Hotel Ambos Mundos, donde se podían encontrar modelos famosas bajo sombrillitas de ensueño, con sus cutis de Guerlain y sus guardas. Y todo eso sobre la habitación de un suicida, conservada intacta, con la prensa sobre la cama hecha con felpa rosa, y la llave puesta encima, para que no se vuelen las buenas nuevas, con ese viento oloroso a Paprika y Cardamomo y Pimienta de Cayena que subía por la Calle Mercaderes, si un cliente de la venta Marco Polo abría la puerta.
La Habana en que mi madre cenaba en el Monseigneur con su primer esposo.
La Habana en que mi tía abuela se casó con un millonario.
La Habana de los cines llenos y los besos bien dados.
La Habana de llegar a la casa de aquel y encontrar al otro.
La Habana de las fiestas pijas que ya no se dan y de la fiesta buena que no puede hacerse porque a quién vamos a invitar.
La Habana en diciembre, bien temprano y con frío, con sus guaguas y ruteros buscando Dragones, San Lázaro, Belascoaín.
La Habana de las rentas con amigos, cincuenta tú y cincuenta yo, del Vedado alegre y sus exposiciones y cocteles, de la farándula y la bola corrida.
¿Te enteraste?
De aquella tienda de cerámicas de Sargadelos que quedaba en la calle O´Reilly.
Y vendían caballitos, pájaros, máscaras.
Una máscara de gallo y otra máscara de Chacal.
La Habana de te espero frente al Capitolio, de dale, vamos a caminar por Obispo, de la cerveza negra en el puerto por solo un dólar, del chin chin —por solo un dólar también— en el bar Dos Hermanos, donde alzaron sus copas Lorca y Marlon Brando.
La Habana de las varitas tensas de los pescadores en el malecón; ya a las seis, cuando uno volvía cansado.
Y las lombrices dando vueltas en los pomos.
Y las olas altas que saltaban el muro.
Y todo eso perdido ayer, en la noche, mientras doblaba camisas.
Una camisa de algodón.
Una camisa de poliéster.
Una camisa de mezclilla.
Y dándose con una piedra en el pecho los residentes en «la capital de todos los cubanos» con sus privilegios. Tal vez será que los demás ya no son cubanos. La situación que narras se demultiplica mucho para el resto de la isla…ahorita ni camisas. Pobres hijos de provincias.