La Habana es una ciudad que la precariedad agiganta, las distancias se alargan ante la crisis del transporte, una crisis que es ya crónica y que, de tanto ser, pertenece desde hace mucho al folclor. Dos lugares, pongamos la casa y el trabajo, están separados por el tiempo de la ineficiencia, las guaguas que no llegan, los taxis desregulados que no tienen tarifa fija, o que pasan llenos o no pasan. Un minuto se vuelve dos, y dos se vuelven diez. Ese tiempo extra se llena con hartazgo, se llena con desidia, con un agrio desespero, a veces con ingeniosa resignación.

En una parada atestada, cuando llega el ómnibus, alguien puede sugerir que mejor no atropellarse, que eso es lo que quieren desde arriba, que la gente se extermine entre sí, y la parada entera se echa a reír. A veces sucede. En La Habana la gente suele actuar como familia. Es un apartamento gigante de setecientos kilómetros cuadrados en el que no hay ninguna vida lo suficientemente alejada de la otra como para que dos personas cualesquiera no se reconozcan con solo mirarse. Así, las guaguas viajan por la ciudad llenas de enemigos íntimos.