Diciembre. Con este mes llega también ese espíritu de crear espacios bonitos. El protocolo de la celebración. Acabo de librarme de una pequeña depresión. Descubro que esas rachas del ánimo son proporcionales a la desaparición de los recursos de subsistencia diaria. Últimamente las cosas han aprendido a esfumarse. Por suerte la melancolía también. Ya no siento esa sensación de andar con la carne abierta. Ese dolor de la extracción cuando se va la anestesia. Tengo la plasticidad de un transformer cuyas piezas evaden repetir una misma figura y se vuelven cada vez más creativas. A veces me rompo y para mi sorpresa el resultado de la reestructuración es un animal desconocido con diversos superpoderes que aprendo a dominar hasta el próximo soul-breaking. Me duran poco las depresiones, o por lo menos la angustia y la inmovilidad. Luego queda un amarguito en la boca, un ver las cosas a través de cierta resaca que intento ignorar a toda costa. 

No me gusta diciembre. Antes amaba la luz oblicua de esta temporada que dibuja una ciudad nostálgica y glamurosa en medio de su decadencia. Es como si La Habana fuera una artista genial pero autodestructiva. Una estrella de rock, una figura trágica. No me gusta diciembre. Trae un desamparo que no me parece justo abrazar. Desamparo obligatorio. Con sus fechas preconcebidas para sonreír; todo se resume a desangrar un poco más mi bolsillito gastado. Me preocupan los detalles; todos en MLC. Me convierto en un sujeto que busca. Todavía no cumplo las expectativas del Frigidaire repleto. No me quejo tanto. Solo hago el cálculo de las bajas y sigo adelante. Se avanza, se avanza. Si pudiera pedir un deseo a lo Disney pediría el secreto de la felicidad eterna. Al menos así cumplo la expectativa de isleña feliz que tanto nos adjudican. Pienso en la fantasía global sobre lo cubano y me veo a mí misma disfrazada con una bata criolla, unas argollas doradas y afocantonas, sonriendo con los labios rojos mientras sueno unas maracas con palmitas pintadas en sus güiras. Un animal del trópico hollywoodense. Una mulatica autóctona y lite

Rompo la postal imaginaria y regreso a esta ciudad. La realidad es que hay un vacío. El aire está plagado de huecos. Ayer pregunté a un amigo si conocía un buen dentista y me dijo que tenía que averiguar si aún estaba en Cuba. En el restaurante donde me gano el dinero del día a día, los dependientes pasan a despedirse con cierta regularidad. Es una constante que asusta. Recuerdo un dibujo animado sobre un niño en una ciudad deshabitada donde solo lo acompaña un oso de peluche. El niño despierta en casa con su familia y descubre que solo estaba soñando. Un muñequito ruso típico de los ochenta. La sensación es la misma. Camino por una ciudad que se va despoblando. Una ciudad donde la gente sigue el curso de sus días tratando de borrar la sensación de ser cada vez menos. Los cubanos se dispersan como semillas voladoras y van cayendo en las arrugas más remotas del planeta. Aquí quedamos los que aún no pactamos con el viento. Últimamente tengo la idea de que muy pronto seremos olvidados. Como esas bellezas trágicas que todos admiran hasta que su intensidad termina saturando y quedan solas. Marilyn Monroe perteneció a esa casta. Ahora es fácil amarla. Caeremos en el olvido por intensos y cobardes, así termina mi novela imaginaria. A veces paseo por El Vedado y pienso en aquel texto de Dulce María Loynaz. Hace poco lo escuché en boca de una actriz y ahora se me aparece todo el tiempo cuando deambulo por las calles. Tengo nostalgia de algo que nunca he visto. Puedo intuir la belleza de un barrio que, en esencia, casi no existe. 

Hay muchos ancianos en las calles. En mi edificio el elevador nos hace conectar a quienes habitamos aquí. Casi todos son viejos y niños. Un vecino me llama para regalarle a mi hijo unos dulces. Me pregunta qué número usa. Dice que su nieto dejó unos cuantos zapatos antes de irse. Otro señor me regala cigarros. Él se sienta en la esquina y pule las ollas y las cafeteras sucias, y de paso vende los cigarros sueltos que le tocan por la bodega. Ayer me dijo que soñó conmigo. Yo no quería aceptar los cigarros, pero sentí que lo iba desairar y dije que sí. Me alegra colorearle un poco el sueño a ese anciano. Es bonito eso. Mi hijo tiene también un amigo nuevo. Es un señor que se llama Moisés y comparte información sobre el Antiguo Egipto. Lo vemos al regreso de la escuela, sentado en el quicio frente a su edificio. El niño y él conversan un poco. Casi todo el mundo me pregunta por mi hijo cuando está en la escuela. Los niños son refrescadores de pantalla; tienen la energía de lo nuevo, de la esperanza. Yo misma necesito de mi hijo más que antes: es como si oxigenara el espacio. A veces me aguanto la necesidad de que me abrace. 

Diciembre llega. Aún es joven este mes y yo aprovecho para organizarme. Intento contribuir a un ambiente festivo que aún no corresponde a mi realidad. De todas formas, la fiesta no cree en lágrimas, y hay que sumarse o terminar el 31 en modo transformer… Y no estoy pa eso. A veces no queda otra que ser fuerte y construirse una cara de cumpleaños. 

El viento puede cambiar en cualquier momento.