Juan Carlos Alom, el fotógrafo, dice que sueña con forjarse una carrera semejante a las composiciones de Thelonious Monk, el gran jazzista, con disonancias, giros y riesgos interminables.
Fue la música, justamente, lo que llevó a Alom hasta el horizonte de eventos de la Sociedad Secreta Abakuá; más allá de estas imágenes, como en un perfecto agujero negro, está el misterio fraternal, el dogma sagrado, el tiempo y el espacio ocultos de los ñáñigos cubanos.
Aquí, el hombre de la cámara registra una ceremonia de consagración: danza y música rituales, camaradería entre ekobios y obonekues, devoción viril, el ireme (diablito) que se estremece y retoza, torsos que esperan ser “rayados”, miradas con filo, rítmica catarsis.
Disonancia. Giros. Riesgo.
Los gestos del pueblo envuelven y prefiguran el fundamento, el corazón hermético (un gran Ekwe latiendo) de estas cofradías surgidas hacia mediados del siglo XIX entre los cabildos carabalíes de la zona de Regla, en la margen oriental de la Bahía de La Habana.
La secta religiosa Abakuá –conformada solo por hombres pertenecientes a diversos “plantes”, “juegos”, “potencias” “naciones”, “tierras” o “partidos” que se distribuyen, sobre todo, entre La Habana y Matanzas– ha cargado históricamente con su propia “leyenda negra”, alimentada a menudo, es cierto, por hechos lamentables, según la cual sus miembros son tachados a priori de violentos, criminales y, paranoicamente, de “brujos”. Un sambenito que rechazan, desde luego, los iniciados.
Alom, el fotógrafo, se asoma de esta manera a un espacio social bastante poco documentado en que confluyen actualmente cubanos de diferentes generaciones, razas y estratos sociales. Somos testigos aquí del nacimiento de una “tierra” abakuá.
El pianista, Monk, está en trance y percute… aporrea el teclado blanquinegro.
(Fotos de Juan Carlos Alom).
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