Cuentan que cuando Polo Montañez cobró su primer gran cheque, lo gastó en comprar un auto, a pesar de que su única experticia como conductor la había obtenido con los muchos tractores que manejó en su vida, unas veces para arar la tierra y otras para transportar forraje. Ese mismo auto, que iba manejando la noche del 20 de noviembre de 2002, al regreso de una parranda familiar, impactó contra la parte trasera de un camión en plena carretera. Su pareja sufrió heridas leves, su hijastro falleció, y él fue llevado a un hospital en La Habana, donde solo pudieron alargarle la vida unos pocos días más.
Su muerte entristeció a muchísimos seguidores y dejó en la industria de la música en Latinoamérica el sinsabor que dejan las cosas inconclusas. La fama lo había alcanzado por casualidad a los 44 años, y apenas pudo disfrutarla hasta los 47. En ese corto periodo solo grabó dos discos y realizó una única gira oficial por Cuba, aunque es cierto que también cantó en muchos otros países. «Lamentablemente lo perdimos cuando iba a pasar todo lo grande con él como artista», dijo, tiempo después, el salsero puertorriqueño Gilberto Santa Rosa, quien versionó en un disco suyo «Un montón de estrellas», quizás la canción más popular de Polo.
Además de en su talento, la gracia de Polo Montañez radicaba en su infinita modestia campechana y su capacidad casi infantil para el asombro. Por más seguro que simulara estar sobre el escenario, cuando hablaba parecía no creerse su repentina popularidad. Siempre sospechó de su éxito tardío y abrupto, como quejándose de no haber tenido tiempo para aprender a comportarse como se supone que se comportan las estrellas. «Imagínate, una gente como yo, y como mis muchachos, siempre en las lomas, cantándole a las vacas, y bajarse de una camioneta a un avión; pasar de cantar para 30 personas a cantar para 70 mil. Ya eso te emociona demasiado. A veces uno llora con esas cosas», dijo en una entrevista. José Da Silva, presidente del sello discográfico francés Lusafrica, cuenta que, poco después de «descubrir» a Polo Montañez, lo mandó a llamar de Pinar del Río a La Habana para que grabara su voz por primera vez en un estudio. Polo llegó como quien va a una ceremonia protocolar, con un traje impecable, nuevo, elegantísimo. Cuando le preguntaron por qué vestía así, contestó que era para el público. «Pero si en un estudio se canta solo, sin público», le dijeron. «Ay, Dios, y yo que me gasté todos mis ahorros en este traje».
En 1999, Cuba se movía a ritmo de timba y algo de hip hop. Pero en el mundo la música cubana sonaba como lo hacía el Buena Vista Social Club, al menos desde un par de años antes, cuando Ry Cooder «descubrió» a algunos viejos talentos olvidados, los reunió y les produjo su primer álbum. En 1998, el BVSC había alcanzado la gloria luego de tocar en el Carnegie Hall de Nueva York, pero su fama realmente despegó cuando en 1999 la Academia de los Oscar nominó el documental sobre la historia de la agrupación que dirigió el alemán Wim Wenders.
Intentando emular el «descubrimiento» de Cooder, José Da Silva se fue a Cuba como los incautos exploradores españoles lo hicieron siglos atrás a Sudamérica después de escuchar los fantásticos relatos sobre una ciudad de oro escondida en la selva. La isla, pensó Da Silva, debía ser El Dorado de la industria disquera latina; estaría llena de músicos talentosos que no sabían de su potencial y malgastaban su virtuosismo lustrando zapatos o, en el mejor de los casos, tocando el tres para los turistas frente a los hoteles. Recorrió casi todo el país en busca de nuevas voces, y cuando su itinerario estaba a punto de terminar dudó sobre el sentido de la aventura. «Todos los grupos que tocaban música tradicional lo hacían para extranjeros y sonaban igual», confesó tiempo después. Antes de irse, un amigo le recomendó pasar por el complejo turístico Las Terrazas, en Pinar del Río, específicamente el hotel Moka. Allí, le dijeron, hacía cinco años que un guajiro de la zona había armado un grupito que valía la pena escuchar. Cuenta José Da Silva que lo primero que llamó su atención era lo bien que sonaba aquel grupo, algo extraordinario teniendo en cuenta que los instrumentos estaban viejos y remendados. Incluso le faltaban cuerdas a la guitarra del vocalista y director, un tal Polo Montañez. Las canciones que más le gustaron a Da Silva fueron las que jamás había oído hasta entonces, es decir, las que había compuesto Polo. Luego sabría que este recién se había atrevido a cantarlas en público, aunque solo fuera para amenizar las comidas a los turistas. Durante años, incluso décadas, aquel repertorio solo habitó la memoria de su autor, quien estaba convencido de que su música no le interesaría a nadie.
Su verdadero nombre era Fernando Borrego Linares, pero desde niño lo llamaron Polo porque, decían, era muy blanco y tenía el pelo bastante más claro que sus compañeros, y a todos les parecía que así eran los polacos. El «Montañez» llegó muchos años después, cuando entendió que Polo Borrego Linares no era un nombre artístico atractivo, ni siquiera para presentarse en pequeños shows de aficionados en Pinar del Río, donde casi siempre reproducía canciones de la Nueva Trova. Se lo sugirió un amigo que lo conocía bien: «Es que nadie como tú se sabe todos los recovecos de los montes de acá».
Polo Montañez fue el penúltimo de 12 hermanos. Aunque a él le tocó nacer en El Brujito, Candelaria, no pasó mucho tiempo allí. Como su padre era carbonero, la familia vivía en una suerte de nomadismo, siempre de loma en loma, en busca de montes que quemar. «Soy guajiro, pero guajiro de la mata», diría Polo tiempo después sobre sus orígenes. La música la aprendió del padre, que sabía tocar en la guitarra y el acordeón sones y guarachas con las que avivaba fiestas guajiras que podían durar de noche a noche. Antes que cualquier otra cosa, Polo aprendió a tocar el bongó, y más tarde la guitarra y las maracas, todo de a oído. Hasta el final, su estilo de composición fue también un poco así: «natural»; aceptaba las armonías y letras que le venían a la mente, las tarareaba hasta memorizarlas y luego las llevaba a un instrumento. Pertenecía a esa clase de genios que no pocas veces aparecen en Cuba, cuya historia musical está llena de autodidactas o talentos innatos que nunca aprendieron a leer ni escribir partituras. Durante años se dedicó a tocar en las mismas fiestas que su padre. Como le faltaba confianza en sí mismo para cantar sus propios temas, el repertorio de sus presentaciones eran hits de Fórmula V, Juan y Junior y otros grupos de la llamada «Década Prodigiosa». Mientras tanto, para ganarse la vida hizo de todo: desde cortar caña hasta ordeñar vacas en una granja estatal y manejar tractores.
Su primer disco, Guajiro natural, fue un exitazo, sobre todo en Colombia, donde la fama lo alcanzó incluso antes que en Cuba. «Un montón de estrellas» fue, sin dudas, el tema más popular. La canción era una de las casi cien que guardaba desde hacía tiempo, y está inspirada, dicen, en una conversación que tuvo cierta vez con un amigo despechado. Otras las compuso para una mujer que amó mucho: Loida. Aquel romance, cuenta da Silva, estaba llamado al fracaso porque ella era casada, aunque su esposo estaba en Estados Unidos. Poco antes de volverse famoso, Polo aceptó que lo mejor para Loida era irse del país, y hasta la ayudó en los trámites. Por su parte, el tema «Guajiro natural» fue una especie de contestación a los amigos que aseguraban que dejaría de ser el guajiro de siempre y no volvería a Cuba cuando tuviera su primera gira internacional. Después de su éxito fuera de la isla, consiguió ser aclamado en su tierra, donde nadie esperaba que el son, la guaracha y el bolero volvieran a ser géneros de moda. Incluso los jóvenes acogieron a Polo Montañez. En todo caso, aquel fenómeno sería solo un paréntesis en la historia de la música nacional.
En Colombia, donde Guajiro natural ganó un disco de oro y fue por un buen tiempo la canción número uno en casi todas las listas radiales, eran muchas las mujeres que querían conocer a Polo. O eso contaba él. Sin embargo, cuando lo tenían delante, decían sorprendidas: «Es que, por su voz, pensábamos que era más joven». Esta anécdota alimentaba en cierto modo la sospecha de que era ya demasiado tarde para la fama, que Dios debía haberse equivocado al otorgarle esa alegría a su edad y que no iba a tardar en arrebatársela y poner todo en su sitio. En «La última canción», perteneciente a Guitarra mía, el segundo álbum que sacó en vida, Polo Montañez lo canta así, aunque hay quien ha querido ver en ella un augurio de la inminente fatalidad:
El único futuro de mi vida debe ser
(Creo que debe ser) extraño.
No creo que la suerte ahora me venga a sonreír
Después de haber vivido tantos años.
Qué dicha haber disfrutado de su arte y qué pena fuese tan breve. Saludos.