Cayendo ya la noche sobre Moscú y con la hoja del calendario señalando el 8 de marzo, Día Internacional de la Mujer, la compañía McDonald’s anunció el cierre de los 850 restaurantes que operan en Rusia al amparo de sus arcos, nunca tan dorados como las cúpulas bulbosas de los monasterios e iglesias a donde acuden los lugareños en busca de compañía y consuelo.
Leí el comunicado con arrobo y un punto de tristeza, porque recuerdo bien cuando McDonald’s abrió su primer restaurante en Moscú. No guardo en la memoria los sabores precisos de la hamburguesa, el pepinillo o la babita que los amalgama y sublima, pero sí la sazón de la época. Una época para cuyo cierre en las cronologías, si nos acabara siendo difícil datarlo con precisión, tal vez sirva, aquí lo propongo, este día decimotercero de la guerra desatada por el Kremlin contra Ucrania.

Pasaron más cosas ese día, como podrás imaginar. Aún sin validar todos los números cuando escribo esta nota, aún sin trazarle el perímetro de tiza a la sangre derramada, la jornada habrá dejado cientos de muertos. Aún sin conocer el cómputo preciso del imaginario torniquete que mide la desbandada en las fronteras del país agredido, habrá dejado decenas de miles de refugiados más. Aún sin mirar a los ojos de los hombres y las mujeres y los niños que vivieron ese día en el territorio asolado por las bombas y los ocupantes, habrá concentrado una inconmensurable cantidad de dolor y odio, los que generan las guerras.
Pero el cierre de McDonald’s, una más de las decenas de empresas internacionales que han dicho adiós o un hasta luego a la Rusia poscomunista, tiene una significación especial. Es una persiana que se baja, pero es algo más. Esa persiana es una cortina. Es aquel viejo telón.
El primer restaurante de McDonald’s abrió sus puertas en la URSS a las 10:00 de la mañana del 31 de enero de 1990. Había un montón de gente esperando afuera. El simple diría que estaban ahí porque el capitalismo los invitaba a ser consumidores y ellos iban corderitos al matadero. ¡Sí! ¡De acuerdo! ¡No los iba a invitar McDonald´s a ser lectores de Ósip Mandelstam, que eso ya lo eran! Toda aquella gente iba a pasar bajo los arcos dorados para hincarle el diente a la libertad. Verdad que era una mordidita de centímetro y poco. ¡Pero esa gente venía del pasado que venía! Llevaba en los huesos y en la memoria los kilómetros del perímetro del archipiélago GULAG, los 22 mil 700 metros del Belomorkanal.

Esa gente no fue allí a comer carne. Esa gente hizo una cola con la que comer porvenir con ketchup. Setenta años buscando asaltar los cielos y en apenas dos horitas de cola iban a conquistar la promesa de una caries. Aquel día, sonriendo, salivando, ansiosos ellos, e histéricas las mariposas que llevaban en la barriga, un Big Mac costaba tres rublos con 75 kópeks. El salario medio de un soviético en aquellos meses liminares rondaba los 150 rublos. Se ha dicho mucho que 30 mil personas comieron allí aquel día. Se los puede ver todavía hoy grabados y eufóricos, exhalando sobre su mundo del Este el aliento del Oeste. Arrojando, con el brillo komsomol de sus ojos, un poco de luz fluorescente al lado sombrío del Muro de Berlín. Después de años del payaso Oleg Popov, que daba risa, y ya se sabe que la risa, como la playa, da hambre, llegaba a Moscú el payaso Ronald McDonald, que risa no daba, pero sí cajitas de World Famous Fries.
El primer restaurante McDonald’s abrió en Moscú hace 32 años. Su ubicación era el puro centro del timeline de la historia rusa: en la plaza Pushkin, junto al poeta, y con la redacción de Novedades de Moscú en escorzo. Herald Plaza, debieron haberla rebautizado en el nomenclátor de Moscú, porque de repente se habían juntado allí tres. Pushkin, el heraldo de una lengua nueva que cambió la expresión en lengua rusa para siempre. Novedades de Moscú, el periódico que traía la buena nueva de la perestroika, la última revolución. Y, por fin, McDonald’s, el heraldo de una saciedad que entonces, ¿quién dijo colesterol?, rebosaba salud por todos lados, sobre todo, democrática.

De Rusia estos días se han marchado todas las marcas del modo de vida occidental. El modo de vida buti. Francis Fukuyama derramará lágrimas de pena. Se fueron Netflix y Coca Cola, Zara y Louis Vuitton, Starbucks y Nike, Adidas e IKEA con sus colores que son también los de Ucrania. Se fue la prensa extranjera. A las 09:32 del mismo día que el Big Mac agitó la servilleta blanca desde el andén de la historia de la obesidad, Michael Slackman, el hombre a cargo de las oficinas internacionales del New York Times, anunció en Twitter la salida de Moscú de los reporteros del más universal de los diarios locales: «Esperamos poder devolverlos a Rusia lo antes posible», escribió.
Rusia es hoy Cuba. Una suerte de Cuba.
Ah, tanto y tan bien se han ocupado el bisturí académico y la saliva de la prosa más ligera en hurgarle en la carne (rusa) a una Cuba soviética. Ahora, dichosa es la tortilla que se vuelve, habrá que pensar en esa Rusia cubana, campeona mundial de la insolencia, la bravata y la marrullería y, por lo mismo, perceptora de embargos y sanciones, esas bruscas maneras en las que el mundo de la gente decente e ilustrada les dice a los bárbaros, a los abusadores, los gopnik y los guapos de barrio que, si no quieren respetar al prójimo y trabajar por su libertad y su prosperidad, no pueden ser tratados como gente normal.
Vladimir Putin prometió a los rusos ser grandes de nuevo y dotarlos de estabilidad. Devolverlos al rol de potencia mundial de primer nivel y sacarlos del caos económico de los noventa, cuando el desorden produjo una élite grosera y tremendamente rapaz. Y se iba saliendo con la suya, todo sea dicho. Y la ilusión de que cumplía la palabra empeñada le daba réditos. Un poco, aunque en escala distinta, como aquel Fidel que embutió los bolsillos y pechitos de los cubanos con la ilusión de la excepcionalidad. Para acabar dándoles las buenas noches con apagón y moringa.

La Rusia cubana del agente Vladimir Putin va camino de ser un país aislado, pobre, despreciado, atrasado. Su fracaso es el de la Rusia poscomunista. El fracaso de todos los rusos que han trabajado durante años por hacer un país abierto, una democracia en la que vivir en paz, aunque eso sea vivir con lo puesto.
«Cayendo ya la noche sobre Moscú», escribí en el incipit de este réquiem.
Que se vayan las marcas de Rusia, que los grandes estudios de «la fábrica de sueños» dejen de estrenar allá sus películas, que Discovery suspenda la emisión de sus canales, que Uniqlo deje de vender sus sudaderas rutilantes o Mango todo lo que aporta al paisaje general de la gracia juvenil, es también borrar de golpe la sensación y la experiencia de vivir en el mundo. Es renunciar a las barras más felices del Pantone para fundir a gris. Joseph Brodsky contaba que en sus primeros días fuera de la URSS, los días que pasó en Viena luchando una visa norteamericana, padecía de un permanente dolor de cabeza que no conseguía explicarse. Hasta que comprendió que se trataba del esfuerzo tremendo que hacía su cerebro para procesar el paisaje variopinto de la ciudad, el comercio, los rótulos, la gente. Escapar de la monotonía visual del encierro en la grisura soviética le había generado una jaqueca necesitada de farmacia. Otro poeta, el salvadoreño Roque Dalton, escribió antes de que lo mataran los suyos aquellos célebres versos donde sostenía que «el comunismo será, entre otras cosas, / una aspirina del tamaño del sol».
Vladimir Putin, un antiguo agente del KGB más versado en la prosa que en la poesía, le ha enmendado la plana a Dalton: es el poscomunismo el que, devolviendo a Rusia a su aislamiento e insignificancia, la ha convertido en una inmensa aspirina contra la dichosa migraña de la libertad.