La condición totalitaria. Una conversación con Rolando Sánchez Mejías

    Recién publicado por la editorial Casa Vacía, La condición totalitaria (2021) es el resultado de más de 30 años de reflexiones sobre el agón insular, sobre la relación República-Revolución y sobre las líneas de fuga que se abren encima del territorio intelectual y político cubano. Leyendo este libro me resulta imposible olvidar algunas de aquellas conversaciones que teníamos a principio de los años noventa en casa de Rolando Sánchez Mejías, en La Habana Vieja, y por supuesto, algunos de los textos que después fueron publicados en Diáspora(s), el documento o la revista que entre cinco o seis escritores hicimos juntos durante varios años en La Habana. Ensayos que venían a pensar lo totalitario, la condición opresiva del Estado castrista y la tortuosa relación entre despotismo e historia (literaria, ideológica) de otra manera, con menos pathos quizá, con menos «amorcito» o «ternura testimonial». Con los años Rolando fijó residencia en Barcelona y, entre otros, publicó dos excelentes volúmenes de narrativa en Siruela, Historias de Olmo (2001) y Cuaderno de Feldafing (2004); dos libros que parecían una novela, aunque probablemente estuvieran más cerca del microrrelato o la transficción. Así que para actualizar el cómo y el dónde de su escritura, le envío una serie de preguntas sobre esta última producción. Al final, como bien sabía Piglia ―el Piglia de «Un cadáver sobre la ciudad», aquel magistral texto sobre el velorio de Roberto Arlt― entre el ensayo y la prosa solo hay una cuestión de travelling, ajuste biográfico.

    En el prólogo a La condición totalitaria, hablas que te interesa sobre todo un tipo de ensayo. Aceptando que hay muchas maneras de pensar y exponer algo, de Montaigne a Montesquieu, de Platón a Nietzsche, de Confucio a San Agustín, ¿qué tipo de ensayo es ese, cuáles sus características?

    Hay una extensa y muy variada tradición de lo que conocemos, o semiconocemos, porque la mayoría de las veces se escurre el género, se emboza o se trafuca en metafísica, en el filosofar, que antes de ser escritura era como medio entonado por la voz, incluso proclamado y susurrado, entre aquellos antiguos conversantes entusiastas de la especulación, sea en medio de una cena, sea caminoteando bucólicamente por bosques pedagógicos y hermosamente arbolados, o caminos poco concurridos de la ciudad, sea en un rincón oscuro del Templo, cavilando, secreteando, vacilando a la Sibila, que o callaba o enmudecía por imperativos de rigor (esas mujeres eran recipientes cerrados del Logos), o se ponía como a recitar o farfullar letanías extrañas ya en el éxtasis, y que era mujer o la vestían de mujer, y eso a los Doctores Antiguos de Metafísicas les encantaba: teatro casi de cámara, oscuridad y velas, piedras y telas, perfume y emanaciones húmedas y profundas, susurros, los hombres doctos aguzando mente y ojo y oído para la revelación… La Sibila generalmente se hacía la estúpida porque el Arte del Pensamiento y el Arte de la Revelación no eran al inicio la misma cosa a no ser que surgiera un «acuerdo», una súbita trabazón contra la Estupidez Humana, y el Ensayo como género primero filosófico, luego literario, fue un esfuerzo conjunto del corazón y la cabeza, basculando entre el ritmo y las cosas en búsqueda del absoluto.

    Hasta Montaigne, fundador del ensayo moderno, por el género competían un tipo de pequeños aunque agudos y enflaquecidos profetas delirantes, errabundos a ratos mientras los calabozos no les dieran cobijo en nombre de una cara de la hospitalidad política, piedad de los Profetas Mayores, ya letrados comiendo del Libro, jueces, comerciantes y gremios de monjes que practicaban una tecnología del silencio y la escritura menor. La piedad, según Schopenhauer, que para él, hombre que trataba o intentaba pensar desde un único lugar mental a la vez, era Voluntad y Deseo y Vida donde es difícil discriminar literatura y concepto, teatro del mundo y teatro de la mente, muerte y abolición de la muerte al erigir una y otra vez Representaciones del Mundo. Gran ensayista ese Schopenhauer, como Nietzsche, Platón, Dante, Heráclito, Shakespeare… Y más recientemente Wittgenstein, Bernhard, Musil, Adorno, Benjamin y Ernst Bloch, Melville, Borges, Lezama Lima, Eudora O. Welty y algunos más… Limítrofes en la escritura como arte y «otra cosa»: fragmento, novela, poema, tratado, soliloquio, relato…

    A partir de Montaigne ―decía― el Ensayo, el intento, el dale hacia alante y hacia atrás e incluso hacia los márgenes, es cosa tan seria que el arte de escribir ―y de vivir― lo adopta sin dilación, a pesar de su sospecha de banalidad en el método, pero inmediatamente la física, que es el mecanismo esencial de la Política, la máquina y la maquinación, también lo hizo suyo, pues había bastante envite, anulación, acción y retroacción, temporalidades y espacialidades diminutas o infinitas, manivelas, clavos y tuercas. Máquinas Infernales, rigurosas, engranaje de la Ley. ¿Acaso los relatos de Kafka no parecen ensayos o tratados de la insignificancia o grandeza del Secreto? Un solterón, topos, oficinistas, monos, detectives bamboleantes, chinos o cuasi chinos, mujeres hilando una rara o santa Felicidad/Infelicidad a través de la risotada…

    El Ensayo ―el ensayar hacer tal o cual cosa, el tratar de hacer, el ir poniendo ideas cazándolas como en el aire― tiene una particularidad si se le lleva al límite. Puede pensar o esbozar o dibujar el pensamiento o, con más exactitud, los periplos de distinta naturaleza que se agitan en la testa. Un buen testigo de la mente, de lo mental, el ensayo.

    En el prólogo al libro, digo lo siguiente (y subrayo algunas cosas, y no es para salvarme en salud): 

    No soy estudioso de problemas históricos ni literarios en profundidad, y si me acerco a ellos es con cierta libertad que me depara (y utilizo el término con total modestia) un tipo de «ensayo» que, en mi caso, no es aseveración de verdades y estilo limítrofe con el académico, sino más bien un entrelazamiento de ideas, experiencias, vivencias, ocurrencias y testimonios, y un torpe acercamiento (digamos que) «metafísico» —como titubeo en la oscuridad, alejándome en lo posible de las «cosas»—, pues creo que ni siquiera la filosofía está libre de examinar y dictaminar con rigor la condición de lo totalitario.

    En el mismo título ya inscribes el concepto totalitarismo, concepto que se va a abrir a una crítica estético-sociológica a través de todo el libro. ¿Cómo sería (es) ese totalitarismo cubano, alguna diferencia con los totalitarismos estudiados por Arendt, Borkenau y otros? Más allá de la estafa antropopolítica en que devienen estos sistemas, ¿existe la Farsa Totalitaria en sí?

    El Totalitarismo, dentro de la cosa política, la cosa pública, incluso dentro de lo humano, si esto pudiera calcularse fuera de lo político, como Teatro, es farsesco, siendo lo que es ―dramático―, y siendo lo que es, esencialmente trágico, es una Obra Trágica tremenda que tiene su campo de pertinencia en la Política, en lo político en sí, es decir, en el vaivén de diversos dramas principales y secundarios. Pero lo político es una de las armazones de lo Humano. No creo que radique justo en el centro de lo humano, es un avatar necesario de lo humano, y la religión trata de enviar el avatar al corazón enfermo de política del hombre, y lo cubre con regiones infinitas donde le espera un Gran Pensamiento. Dota de sentido al ser humano. No creo que sea lo humano en sí, pero sin la presencia de lo político lo humano se desvanece. O lo político puede convertirse en otra cosa a base, quizás, de tiempo y ciencia. Y esto atañe a la violencia.  

    Y si nos referimos a lo Totalitario como exacerbación de los medios de la política junto a la exacerbación de cierto aspecto oscuro de lo humano, es un asunto bastante moderno. No es una estafa más en el mundo, en la vida, donde la estafa ocurre como cosa corriente, es una de las Grandes Estafas modernas, el Totalitarismo. Si ya la política recurre a la mentira, a los asesinatos silenciosos o ruidosos, a la mentira, el Totalitarismo es un equilibro entre Delirio y Maquinalidad. Está fuera de cualquier pacto, es una máquina más, pero la Máquina Totalitaria ni siquiera hace pactos consigo misma. Es ruin, es fascista. Es como la adolescencia de lo viejo, la naturaleza sin belleza propia, porque se quiere natural a la fuerza, y no es más que una apelación a los más bajos instintos.

    El Totalitarismo cubano no es diferente a los demás ejemplos totalitarios del mundo moderno. Puede ser que en ciertos ámbitos se muevan variables distintas, pero su implementación, su armazón social y personal, su trabajo dentro y fuera del individuo con diversas formas de la violencia, unas más pedagógicas, otras directamente tocando e hiriendo el cuerpo y la mente de los individuos, crean una forma de dictadura totalitaria con un Estado bien consolidado y sus fisuras.

    La condición totalitaria procede de un manuscrito perdido, según adviertes tú mismo en algún lugar del libro. ¿Qué sobrevive de aquel texto en este, qué diferencia a cada uno?

    No, no [risas], ese secreto no puedo develarlo… Es como explicarte el final de una novela de intriga policial, y no, amigo, eso no está bien. Además, tal revelación puede ser una trampa de varios calibres. Mejor cito aquí el fragmento de mi prólogo donde hablo de ello:

    Hace muchos años escribí un libro acerca de Cuba: era uno de esos libros en los que uno se plantea su escritura desde la ficción, entreverada de recuerdos, fragmentos intempestivos de «ensayos», fotos, anécdotas, leves testimonios… El libro se extravió. Sin embargo, sentí cierta alegría por su pérdida: aunque no estaba mal escrito, no experimenté ese género de tristeza que solemos sentir los escritores cuando perdemos uno, pues me hizo cavilar que quizás aquel libro estaba sustituyendo otra manera de ver las cosas, que ya había ido surgiendo en sus páginas finales. Entre ellas, la idea de repensar lo totalitario —sin abandonar mi estilo de «pensar» tales aspectos, ligado a las ideas y simulacros de intuición, y a la escritura como eje cohesionador o, más bien, propulsor—, y proseguir la poesía y la ficción como géneros definidos, sin las amalgamas que, al término de aquel libro, me suscitaron demasiado placer.

    Porque de algún modo el libro perdido, mancomunando diversos estilos (o peor: aproximaciones a un totalitarismo de «andar por casa», como si aquello fuera más o menos divertido), me suscitó una complacencia que mi escritura miraba con suspicacia: soy un escritor que depende desgraciadamente de alguna dinámica de la escritura —inspiración, meditación, velocidad o ralentización de las palabras; coincidencia (por sorpresa) de estilos diversos, aunque no desmembramiento—, y esa dinámica casi siempre es mi apoyo para discriminar verdad y mentira.

    Y se extravió el susodicho libro un buen día (o una buena noche), seguramente robado por cierto agente de la Seguridad del Estado. (Creo que le decían «el Gato Montés», por su pericia en escalar pisos y hacerse de los libros que tenían descontento a un escritor).

    La otra versión es que lo arrojé al final de la Rambla de Canaletas, al mar, más allá de donde la estatua de Colón señala hacia América, y luego, sentado en unos escalones, tuve que explicarle a un catalán semiborracho por qué uno echa sus libros al mar. Me dijo: Que lances a una mujer al agua lo entiendo, pero un libro es cosa más íntima que una mujer. (Su mujer lo había expulsado de casa). 

    La escritura no es imaginación ni imaginario, lo digo en son de cuasi metáfora, de eironeia, claro que lo son, pero la grafía, el forcejeo del cálamo tiene su propia calamidad. Proceden de ellos. Pero si te fijas bien, el lápiz, la pluma, el cálamo, corren solos. Excepto en escritores muy antiguos que pasaron de leer en voz alta a escribir, y tuvieron que crear más que un imaginario tout court, un imaginario para aquella escritura que se movía o raspaba sobre el papel.  Sin embargo, el imaginario más dramático o terrible que hay es hundir el cálamo y extraer sentido. Como en las minas. Para explicar mejor, tal vez citar este largo párrafo de mi libro: 

    Como contrapunto a esa «felicidad literaria», estimulada por el conocimiento de una literatura propiamente nacional, y anclada en lo universal —Lezama Lima y el resto de los origenistas—, avanzábamos por un camino de «autoconocimiento» en relación con la «condición totalitaria». (Con respecto a la literatura, lo más probable es que estuviéramos confundiendo «experiencia literaria» con «experiencia vital». Pero creo, finalmente, que esa confusión era necesaria como inicio del proceso de indagación sobre su pertinencia en un medio totalitario). Los escritores de Orígenes —sobre todo Lezama— habían podido articular tradición, ethos y literatura en contextos tan distintos como la Cuba prerrevolucionaria y la posrevolucionaria, sin que, aparentemente, el lenguaje se modificara, emergiendo del «vacío republicano» para caer en la «plenitud de la imagen encarnada en Revolución». Su experiencia cultural nos pareció también una experiencia «histórica», de la cual se podían extraer no pocas enseñanzas. Aunque, mirándolo bien, éramos algo así como neo-origenistas egresados del mundo metafísico, paseándonos con la gravedad que faculta ese género de patología de la imaginación, dividido y único a la vez, rehenes de la literatura y del Estado. (Para poner un ejemplo caricaturesco: si llovía, no era precisamente que cayera maná del cielo, pero algún símbolo discreto podía pescarse en medio del fango. ¿Acaso la literatura no era también un medio de «salvación»?). La noción de «intelectual orgánico», del pensador italiano Antonio Gramsci, nunca pudo ser aplicada a nuestra generación. Por supuesto: las generaciones anteriores, más involucradas con la Revolución, pueden adjudicarse el calificativo con mejor integridad, pues en verdad se entregaron a la vida política con devoción, si se entiende por «vida política» el haber aceptado «funcionar» como intelectuales en un medio que no reconocía esa función como ejercicio de libertad, y ni siquiera como contrapunteo entre Estado».

    La Revolución cubana desde muy temprano se apropió del imaginario (del) revolucionario, del escenario y la intensidad que generalmente se deposita en ese dispositivo. ¿Cómo definir ―en general― la revolución y lo revolucionario hoy? ¿Hasta qué punto te identificas con este emblema? ¿Puede separarse la relación ideología-violencia de ese Dasein que algunas veces aparece en tu libro?

    La Revolución cubana desde muy temprano se apropió de ese imaginario y a la vez apropió y malgastó los «medios de producción» que costaron miserias para generaciones enteras, obreros, campesinos dueños y empresarios… Porque Cuba se hizo de muchos sudores y sangres. De los negros y chinos… De los españoles que venían mal vestidos en barcos escapando de la miseria de sus aldeas y vidas secas… Para ponerte un ejemplo quizás simple pero no menos trágico, vivido por todos en las fondas, las bodegas, las boticas y barberías. ¿Cómo definir ―en general― la revolución y lo revolucionario hoy? Desde niño, muy pequeño, aunque debo advertir que, no dirigido ni alimentado por nadie en Cuestiones Espirituales, me sentía tan cerca del campo de pelota ―o baseball―, que de las cuatro cuadras que nos rodeaban pasábamos allí sábado y domingo jugando con los blanquitos y negritos del barrio. Un buen vecindario, pero ahora más pobre, pobre, pues los pequeños burgueses de Santos Suárez habían aprovechado para emigrar… Luego, como fui criado buena parte del día en la calle, vi muy de cerca las casitas cuevas de algunos amigos mulatos y negros de la calle General Durege, cocinando como hace 100 años, apretados y, cosa rara, siempre sonrientes, y con el tiempo me dije «esa roja y dulce y algo caída sonrisa, como si fueran lágrimas o sencillamente dolor y dolor acumulado y sopesado para que no saliese del alma».

    Revolucionario en sí, nunca lo fui. Excepto un poco en eso de callar y hacer un poco por los demás. Hubo un periodo que pude avistar la Revolución como un espacio con tantas luces benefactoras de futuro. Pero mi cabeza medio romántica no quería elevar su vista a aquellas mansiones. Estaba atrapado en miles de diversas lágrimas familiares y barriales como para encontrar mi romanticismo.

    Cubierta de ‘La condición totalitaria’ (Casa Vacía, 2021); Rolando Sánchez Mejías
    Cubierta de ‘La condición totalitaria’ (Casa Vacía, 2021); Rolando Sánchez Mejías

    Una de las entradas que más disfruto de La condición… es tu conversación con Cintio Vitier, uno de los ideólogos de Lo Cubano en la isla, a la vez que notable poeta y ensayista. ¿Por dónde pasa hoy esta reflexión sobre lo cubano para ti? ¿Puede continuarse hablando de este emblema sin caer o rayar en la subjetividad fascista? ¿Qué deja fuera lo cubano del archivo Cuba?

    Ellos, Cintio sobre todo, luego Fina García Marruz, los pintores a través de su pintura, algo del Padre Gaztelu y de ese firme poeta, Eliseo Diego, y por supuesto el Magister, el Dueño de la Casa, José Lezama Lima, abundaron en «lo cubano»… Pero si nos remitimos a la tontería de una comilata-ceremonial en un patio habanero con mesa amantelada y cabezas amarteladas por sus propias brumas que allí saltaban como si de una fiesta se tratase, y de algo no muy serio, entonces el camino crítico es fácil, pues no faltaba ni un cura ni un mulato periodista del benemérito Diario de la Marina. Virgilio Piñera, no creas, pensaba lo suyo sobre aquel problema. Prefería alejarlo pues finalmente su poética o sus ideas sobre vida y literatura tenían otras obsesiones, lo cual no significa que el imaginario de Piñera no esté envuelto de palmas, aires, airecillos, cañas, calles, fango, putas y prostíbulos, muertos, musicanga, borrachos y borrachas, hambre en el estómago, pequeñas aglomeraciones en guaguas donde cualquiera podía ser más idiota…

    En mi libro escribo: 

    Que el totalitarismo cubano se haya afincado en Cuba con devoción insular por más de seis décadas, se explica, entre otros factores, por el amplio caudal de «violencia» que, a modo de capital simbólico —y real hasta el agotamiento, si se puede llamar así a un fenómeno tan complejo y difícil de definir—, se ha ido acumulando. El enraizamiento (u origen) que han buscado con sospechosa obsesividad los letrados e ideólogos del país desde el siglo XIX, puede interpretarse como necesidad de encontrarle (o fabricarle) un molde a la nación. Un molde y no un cajón de sastre, donde cabrían, en disjecta membra pero atemperados por una lógica «nacionalizadora», modelos políticos y poéticas insulares, catastros de botánica nacional y programas de cómo debía definirse el «ser cubensis». ¿Cómo «meter en cintura» aquel agrupamiento fortuito de razas y conciencias distintas? ¿Cómo empujar a un chino junto a un negro y a un castellano en un proyecto nacional? Eso: un molde, un Estado o un conato de Estado —y no el tan traído sopón o ajiaco que se tiene por símbolo de mezcla de razas— es la lección que el totalitarismo extrajo de la historia cubana, convirtiendo lo que había sido una revuelta o revolución, en el molde perfecto para «definir» a un país que siempre se ha resistido a una forma estable de Estado-nación. Solo un oriental, un hombre cazurro como Fidel Castro, que representa la norma típica de astucia nacional —cuya cazurrería se puede olisquear como un rastro desde la Colonia hasta hoy—, pudo darle el empujón que necesitaba el país para mirarse en el espejo de una utopía. Que un hijo de terrateniente oriental —el padre, un gallego— haya ido a La Habana y les haya hurtado a los republicanos el país posible, es signo de la cazurrería proverbial de los orientales. Finalmente, republicanos o revolucionarios, cualquier propuesta, como lastre insoslayable, pasa por la «cubanidad» o «cubanía». Como dice el novelista cubano Miguel de Marcos en Papaíto Mayarí —crónica humorística, «pantuflar», como llamó el autor a su estilo despreocupado, barroco y satírico en la década de los cuarenta, y libro que recoge un período importante de la presunta formación de la nacionalidad cubana (1907-1946)—, la cubanidad es amor, o es el timo del siglo. El patriotismo cubano (y su patriotería) se erige sobre los escombros del país, en la imposibilidad de estratificar una sociedad consolidada, capaz de crear, a su vez, instituciones con cierto aire de perennidad. Un personaje de la novela de Miguel de Marcos, Tin Boruga —que representa al rico azaroso que de la noche a la mañana se vuelve paria, mutilado, mendigo y bebedor—, cuando Serapio Pedroso, el viejo criado de Federico Mayarí, le pregunta por qué bebe, responde: «Tin Boruga, un harapo social; Tin Boruga, un andrajo, un residuo; Tin Boruga, un escombro, una imagen trunca, incompleta, una sinfonía inconclusa, viejo, que hace años tuvo la riqueza —casas en el Vedado, acciones de petróleo, almuerzos en París, yacht en el Almendares, una garçonnière en la calle Marina— y ahora está hecho leña. ¿Comprendes por qué ahora me embriago? Pero no violento tu conciencia y tus escrúpulos. Ya que no me das el ron, dame su equivalente en numerario. Si Papaíto Mayarí, tu señor y mi excelente amigo, estuviera aquí, no vacilaría en calmar mi sed, sabiendo que es patriótica». El totalitarismo, pues, como se ha querido ver, no es solo un engendro venido desde afuera para desviar al país hacia un modelo extemporáneo: tal vez sea mejor observarlo como el animal que llevamos dentro, seres aún coloniales, instituciones nunca maduras que cualquier cazurro, sea o no oriental, puede mancomunar bajo este o aquel pretexto redentor por la «sed de patriotismo». Y si el totalitarismo ha prendido en Cuba, no ha sido solo por «marco histórico», sino también debido a razones «emocionales»: necesidad de hallar asidero en la vida nacional, de vincularnos a un proyecto político estable con determinado «capital de redención».

    Para el autor de «n» e Historias de Olmo, ¿este libro es también un espacio de escrituras? Después de las vanguardias, del postmodernismo, de Derrida, de Diáspora(s), ¿qué significa la escritura para RSM?

    Actualmente busco retomar la palabra, escribir allí donde siempre creo que la dejé, soterrada, aunque un poquito a mano. Creo que mi energía busca trasegar otras energías en su interior. Instancias premodernas o ya clásicas con las gestas del Romanticismo Alemán, las vanguardias del siglo XX como el Surrealismo. Si observas, cada fase temporal tiene su propio empuje vanguardista. Renovador y dislocador. Fray Luis me dejó sorprendido cuando advertí cómo ayuntaba con suma facilidad, como acariciando ambos idiomas, el nuevo castellano con la tradición grecolatina.

    Y el trabajo de Garcilaso de la Vega por suavizar el idioma y repletarlo de naturaleza que se puede oír y ver. Antes la poesía castellana se podía oír y ver, pero a poco y como aguzando el oído a ver si tenías suerte. El poeta estaba demasiado envarado en su castellanía real o imaginaria y sus versos, más que poesía, eran de recia y ronca estirpe.

    Excepto el largo y crucial poema de Coplas de Manrique a su padre, esa dureza perturbaba o, más exacto, se endureció más adelante en nuevas manos con muchos poemas de Lope, Quevedo, mucho de Góngora.

    Sean golpes diferentes de clasicismo o pseudoclasicismo, asomos de vanguardismo o, más exacto, tomar riesgos contra lo clásico, la modernidad bien entendida es Thomas Mann, Kafka, Proust. Isak Dinesen, el gótico sureño norteamericano, José Lezama Lima, Juan Carlos Onetti, Alejo Carpentier, Vallejo, el cine de Béla Tarr, Tarkovski, Bergman, los grandes thrillers o espectáculos norteamericanos, David Lynch, los hermanos Coen, Thomas Bernhard, Artaud.

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    1 COMENTARIO

    1. […] El Totalitarismo cubano no es diferente a los demás ejemplos totalitarios del mundo moderno. Puede ser que en ciertos ámbitos se muevan variables distintas, pero su implementación, su armazón social y personal, su trabajo dentro y fuera del individuo con diversas formas de la violencia, unas más pedagógicas, otras directamente tocando e hiriendo el cuerpo y la mente de los individuos, crean una forma de dictadura totalitaria con un Estado bien consolidado y sus fisuras. Para seguir leyendo… […]

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