Huelgas de hambre en Cuba: La autofagia revolucionaria

    Un mensaje del editor interrumpe mi escritura. Dice que tiene «una propuesta» para mí, que enseguida me dice. Esta es la oportunidad que esperaba, pienso, para hablarle de mi nuevo proyecto, en el que llevo varios días traduciendo números y gráficas a conclusiones medianamente hilvanadas. Hace una semana me pregunté de qué mueren los cubanos, qué enfermedades o accidentes o muertes violentas son más frecuentes en el país, qué edad suelen tener los muertos por cada una de las causas, y si es posible establecer vínculos entre el comportamiento de las tasas de defunciones y los cambios políticos, sociales y económicos específicos de los últimos años. Desde hace unos meses, además, he desarrollado una obsesión por las estadísticas, convencido de que los números son fundamentales a la hora de contar historias. Al fin, mi editor llama y ofrece su propuesta: «Me gustaría que escribieras sobre las huelgas de hambre en Cuba». 

    Recuerdo entonces que ya he escrito varios textos sobre el suicidio en Cuba, que mi artículo más reciente es un obituario y que hasta hace unos minutos redondeaba tasas de defunciones con una calculadora en la mano. Esta nueva encomienda podría darme una imagen de obsesionado con la muerte que no me agrada. O puede que, tal vez, todo se trate de la casualidad obligándome a aceptar mi excesiva pulsión narrativa hacia Thanatos. Digo: «Sí, por supuesto», y colgamos.

    Comienzo a investigar. Mi búsqueda inicia con las publicaciones de Archivo Cuba, una organización sin fines de lucro que desde 2001 acumula algunas de las bases de datos más interesantes sobre el país. Sin embargo, esta fuente no ha sido actualizada desde septiembre de 2020. Le comento sobre lo que pienso a escribir a una amiga, y me advierte de ciertos datos que pudieran escapárseme. Tras unas cuantas lecturas más tomo la siguiente nota en un cuaderno: «Al menos 15 presos políticos han muerto en huelgas de hambre en Cuba desde enero de 1959. Otros 11 prisioneros fallecieron en estas condiciones en igual período de tiempo en la isla, aunque no bajo condenas por causas estrictamente políticas».

    Los primeros datos hallados me parecen contundentes y justifican, sin duda alguna, que abandone por un tiempo mi proyecto anterior y me centre en este. ¡Veintiséis fallecidos es más de lo que esperaba encontrar! Mi obsesión con las cifras vuelve a la carga: una simple aproximación estadística destacaría que el castrismo acumula una muerte por huelga de hambre cada dos años y medio.  

    El día en que abandoné Cuba un grupo de activistas se acuartelaron en una casucha en la barriada de San Isidro para exigir la liberación de uno de los suyos y protegerse del asedio de la policía política. Ya en México, seguí con interés la huelga de hambre que iniciaron varios de ellos. Ahora, casi dos años después, resulta evidente que tales hechos marcaron el inicio de una sucesión de actos de resistencia, desafío y desobediencia a la dictadura que repetidas veces ha vuelto a tomar la forma de la huelga de hambre. Sin embargo, este método de lucha no violenta no es nada novedoso en Cuba. ¿Por qué se ha acudido —y se acude— con semejante frecuencia a las huelgas de hambre en un país del hemisferio occidental donde el ascetismo sacrificial no figura culturalmente como elemento fundamental? ¿Por qué en una región en extremo convulsa, entre las más violentas del mundo, existe un país donde las pugnas contra el poder adoptan la entrega del cuerpo propio antes que la toma del ajeno? ¿Qué dicen las huelgas de hambre del país donde suceden? Estas preguntas, una a una, se hacen presentes en mi cuaderno. 

    ***

    Comienzo buscando los nombres y las historias detrás de las cifras de fallecidos en huelgas de hambre en Cuba. También busco sus retratos, sobre todo de los cinco primeros, todos muertos entre 1966 y 1972. Encuentro muy pocas imágenes, pero las observo un buen rato, forzándome a imaginar esos rostros lozanos en sus últimos días, con los pómulos pronunciados y los ojos hundidos, los labios secos y abiertos, quizás un par de moscas alrededor, como ángeles de la muerte sobrevolándolos. Solo del quinto hombre logro obtener suficiente información visual. Escribo sus datos en mi cuaderno: «Pedro Luis Boitel. Muerte: 25 de mayo de 1972. Edad: 41 años. Preso político del castrismo. Líder estudiantil. Luchó contra la dictadura de Batista».

    Pedro Luis Boitel / Foto: Tomada de Wikipedia
    Pedro Luis Boitel / Foto: Tomada de Wikipedia

    Mucho se ha dicho de Boitel. El llamado «exilio histórico» lo tiene entre sus primeros mártires y lo ha convertido en un referente de lo que significa el presidio político en Cuba. Tener a la mano tanta información sobre él, sin embargo, no facilita las cosas a la hora de decidirme por la fuente más fidedigna posible. Finalmente, me decanto por los testimonios de Osvaldo Figueroa Gálvez, alias «Maqueca», el último gran compañero en presidio de Boitel. 

    Las palabras de Maqueca me parecen más realistas y confiables. No solo porque este hombre vivió cada día de la huelga de hambre junto a él —puesto que otros también fueron testigos de la agonía de Boitel—, sino porque, al parecer, poco le importó renunciar a cualquier efecto en su narración con tal de decir la verdad y, en particular, desmentir a aquellos que hablaron de golpizas y crueles torturas ejercidas sobre el famélico cuerpo de su amigo. Eso me mueve a (re)contar la historia a través de sus ojos. 

    Debió ser tremendo el orgullo de Maqueca para que aquel día de inicios de 1970, cuando los guardias lo encerraron en la prisión del Castillo del Príncipe, y los reos del pabellón comenzaron a escrutarlo con la mirada, acaso buscando algo sospechoso en él, comenzara a reír como un desquiciado. La escena se representa en mi cabeza como una película. Ahí, frente a él, está el excomandante Huber Matos, uno de los primeros en advertir el giro comunista de la Revolución cubana, a quien ni las mentiras del gobierno ni el presidio han podido arrebatar su trayectoria de lucha contra Batista. Muy cerca, erguido como una vara larga entre las filas de camas, y con la mirada inquisidora escondida tras sus anteojos de miope, está el también excomandante Eloy Gutiérrez Menoyo, que ni cubano es, y aun así les dio pelea a dos tiranías en la isla. Maqueca reconoce a otros presos en el pabellón, gente sobre la que solo ha leído los peores calificativos en los periódicos, pero a quienes admira. Estar ahí, junto a esos hombres, solo puede significar que el nuevo régimen lo considera uno de sus enemigos más peligrosos. Y nada puede llenarlo más de orgullo. 

    —¿Cómo te llamas? —le preguntan los otros, desconfiados, temerosos de que sea un infiltrado del G2. 

    —Osvaldo Figueroa Sánchez, pero pueden decirme Maqueca.

    —¿Y por qué estás aquí?

    Maqueca resulta aquí un completo desconocido, y por eso se siente algo decepcionado. Pero comprende enseguida que la mayoría de estos hombres llevan muchos años presos, y que debido a las maneras silenciosas de la policía política cubana quizás no conocen su historia.

    —Estoy aquí porque intenté matar a Fidel Castro.

    ***

    Hay tiempo de sobra para hablar de sus respectivos pasados; los destinados a El Príncipe en ese entonces sufren condenas de no menos de diez años. Entre los barrotes y las gruesas paredes del pabellón supongo que se cuentan las historias una y otra vez. Cuando el papel de narrador recae en Maqueca, imagino que su relato no difiere mucho del siguiente…

    Osvaldo Figueroa Gálvez, alias «Maqueca» / Imagen: www.vocesdecuba.com
    Osvaldo Figueroa Gálvez, alias «Maqueca» / Imagen: www.vocesdecuba.com

    Se ganó su sobrenombre en Arroyo Arenas, al oeste de La Habana, donde creció en una familia de clase media. El mote vino por su curiosa manera de hablar, como con la lengua pegada al cielo de la boca, que le impedía pronunciar consonantes como la n y la t. «Figueroa, ¿con qué se fríe la carne?». «Con maqueca». Le encantaba el béisbol y era, quizás, de los mejores pitchers de la zona. Tal vez por eso, tras el golpe de Estado de 1952, su sabotaje favoritoscontra la dictadura consistían en agarrar con un guante una pelota, rociarla con gasolina, prenderle fuego y lanzarla al centro de un cañaveral. Estas acciones clandestinas no eran del agrado de muchos en Arroyo Arenas, para quienes Fulgencio Batista era un héroe popular, «el agradable vecino de la finca Kuquine», ubicada a pocos kilómetros del pueblo. 

    Maqueca actuaba por su cuenta, pero algunos amigos lo convencieron de integrarse al Movimiento 26 de Julio (M-26-7). Sus pequeños sabotajes dejaron de ser espontáneas muestras de odio al dictador que sepultó la República; ahora era un soldado de la Revolución que debía seguir órdenes. No tardó en ser delatado y capturado. El jefe de la Policía local lo interrogó, mientras que un esbirro se encargó de torturarlo durante varias horas. La oportuna intervención de una amiga muy influyente en el pueblo lo salvó de un destino peor. Pasados unos días se exilió en Honduras. 

    Regresó a Cuba en 1959, como quien dice, con una mano atrás y otra adelante. Sin estudios y sin carrera en el béisbol, solo podía trabajar como obrero, pero un amigo de sus tiempos en la clandestinidad le consiguió trabajo como funcionario municipal de poca monta. Ese amigo cayó pronto en desgracia por insinuar en una asamblea local que la Revolución parecía volverse, sigilosamente, un régimen comunista al más puro estilo soviético. Maqueca y el resto de los beneficiados por su cargo fueron defenestrados poco después. Corría el año 1960 cuando; por primera vez, pensó que tal vez Fidel y Batista no eran tan diferentes. Consumido por la frustración de no ver restaurada la Constitución de 1940, que había sido el motivo por el que se decidió alguna vez a incendiar cañaverales y a jugarse la vida repartiendo volantes disidentes, comenzó a plantearse el magnicidio como una solución. 

    Los testimonios de Maqueca sobre la siguiente etapa de su vida parecen extraídos de un thriller hollywoodense. Pero los creo. Lo imagino, por ejemplo, confundiéndose entre la multitud que abarrota el Estadio del Cerro, asistiendo a todos los partidos jugados entre 1962 y 1964, en cada uno sentado en un lugar distinto de las gradas para calcular los mejores ángulos de visión hacia la primera reservada para Fidel Castro y sus allegados. Imagino, además, que debió encontrar algo poético en pasar del chico que lanzaba pelotas incendiadas en cañaverales secos al hombre que, más confiado en lo certero de su brazo que en el cañón de un arma, lanzaría una granada contra el líder rebelde en pleno partido de béisbol. Durante dos años buscó cómplices, lo cual no resultó tan complicado como conseguir las granadas. Días antes de la fecha acordada fue arrestado. El sujeto que le facilitó las armas resultó ser un agente del G2. 

    Lo salvó del pelotón de fusilamiento la intervención de la familia Grau San Martín, a la cual pertenecía uno de sus reclutados. Un tribunal lo condenó a más de 20 años de prisión, que comenzó cumpliendo en La Cabaña y luego en Isla de Pinos, justo tras las mismas rejas que antes encerraban a los enemigos políticos que Batista no había liquidado. Más tarde, Maqueca fue trasladado a una prisión en Pinar del Río, de donde escapó escondido entre los sacos que llevaba un camión en la parte trasera, aprovechando el descuido de los guardias que vigilaban las jornadas de trabajo forzado. Durante un año y medio se refugió en las casas de los pocos amigos que le quedaban. Fue cuidadoso. No hablaba cuando eventualmente debía exponerse en lugares públicos para evitar que alguien reconociese su pronunciación. Nunca supo si se trató de una delación, un descuido o mala suerte, pero lo atraparon. La fuga alargó su condena hasta los 30 años de presidio. 

    Entrada principal de la antigua Prisión de La Habana, Castillo del Príncipe / Foto: Arnaldo Santos, 23 de junio de 1974 (Tomada de ‘Granma’)
    Entrada principal de la antigua Prisión de La Habana, Castillo del Príncipe / Foto: Arnaldo Santos, 23 de junio de 1974 (Tomada de ‘Granma’)

    Imagino que Maqueca cuenta la historia de su vida a los compañeros del pabellón con el pecho hinchado de vanidad. Así mismo debe hablar sobre su esposa, que desde hace años carga sola con la crianza y el sostén de tres hijos —uno de ellos nacido pocos meses después del primer encierro de Maqueca— y que jamás ha dejado de llevarle víveres a las prisiones. 

    Un día cualquiera de inicios de 1972 los guardias anuncian la llegada de un nuevo reo al pabellón de presos políticos de El Príncipe. Siguiendo el relato de Maqueca, durante varias horas los presos especulan sobre quién puede ser. Cualquier opositor de Fidel Castro, alguien que quizás hubiera intentado asesinarlo… Los oficiales dejan pasar a un hombre carniseco, acaso enfermo, que se tambalea de tan débil. El recién llegado alza entonces la mirada, y todos lo reconocen. Es Pedro Luis Boitel.

    ***

    Antes de hablar de Pedro Luis Boitel, quien, a fin de cuentas, es el protagonista del relato que intento contar, me detengo a imaginar lo que sucedía al interior de aquel pabellón de la antigua prisión de El Príncipe a inicios de la década de 1970. En realidad, no me interesan tanto las anécdotas de los presos como que escuchaban la radio, hablaban sobres las esposas, las madres y los hijos de los que fueron separados, que armaban escándalos y pequeños sabotajes haciendo pedazos —o fuego de— cuanto tuviesen a su alcance. Me interesa pensar, por ejemplo, en las subtramas sicológicas de aquella convivencia, en las sensaciones compartidas que, sin necesidad de expresarse en palabras, cargaban cada centímetro cúbico de aquel espacio cerrado de una bruma espesa, insoportable, venenosa. Cada uno de estos reos había sufrido la muerte de seres queridos, torturas, persecución política o exilios por una revolución de la que después renegaron o incluso, movidos por el mismo impulso violento que exigía la lucha contra el batistato, intentaron acabar prematuramente. Todos habían sido, de alguna forma, soldados de una obra indefinida que, una vez triunfante, les habría dado la espalda. ¿Cómo se sentían entonces? ¿Traicionados? Y en tal caso, ¿cómo soportaban el peso de esa traición sabiéndose tildados por su propio pueblo de traidores? ¿Sospecharon alguna vez que quizás cada uno tenía una idea demasiado personal de lo que era la Revolución y el rumbo que debía tomar? ¿Habrán pasado noches enteras hablando al respecto o, simplemente, se reservaron estos pensamientos?

    Aunque con sutiles diferencias, la historia de las revoluciones remite siempre al «efecto Saturno»: una ley invariable, casi natural, que dicta que toda Revolución termina devorando a sus propios hijos. Sin embargo, esta imagen resulta incompleta, si no errada, puesto que, siendo fieles al mito, serían los mismos vástagos engullidos aquellos destinados a derrotar al poderoso titán. Le doy vueltas al asunto hasta que la figura de Boitel —cuya muerte por huelga de hambre he de narrar más adelante— me ofrece algunas respuestas. 

    Técnicamente, enfrentar una huelga de hambre es obligar al cuerpo a la autofagia extrema, es decir, a devorarse a sí mismo a gran velocidad. Sin embargo, a menor escala, la autofagia resulta un proceso natural. En 2016, el investigador japonés Yoshiro Ohsumi recibió el Nobel de Fisiología o Medicina por descubrir que los organismos vivos se consumen a sí mismos todo el tiempo. Tras varios estudios, Ohsumi concluyó que las células fagocitan sus propias proteínas dañadas, de las cuales obtienen la energía necesaria para regenerarse. Por tanto, someterse a una huelga de hambre significa acelerar y multiplicar este proceso, de manera que el cuerpo ya no solo engulle lo desechable, sino todo lo que le pueda servir de combustible hasta quedar seco, muerto. 

    A la hora de pensar en revoluciones, la imagen de la autofagia me parece más exacta —y terrible— que la de Saturno devorando a sus hijos en el famoso cuadro de Goya. Cualquier revolución, en tanto organismo vivo en constante movimiento, necesita de grandes cantidades de energía; de manera que cuando se agota —o queda en suspenso— la posibilidad de la guerra contra el enemigo externo y termina de extirpar del cuerpo de la nación cuanto pueda atentar contra ella, empieza a comerse a sí misma. La revolución: parásita letal de sí misma. En su afán por regenerar sus tejidos, termina consumiéndolos hasta morir hecha un manojo de huesos inmóviles cubiertos por un pellejo putrefacto. Desconozco si alguna vez Pedro Luis Boitel se sintió una porción autosacrificada de la propia Revolución cubana. Sin embargo, el triste y doloroso proceso que impuso a su cuerpo resultó ser la performance definitiva de aquellos años y, en cierto modo, una metáfora de todas las revoluciones de la historia. 

    Mis lecturas me regresan al pabellón de presos políticos de El Príncipe, donde Maqueca observa curioso al recién llegado, que luce como los mártires cristianos en las pinturas religiosas: flaco, pálido, vencido, y a la vez intimidante, dueño de una victoria y una fuerza que solo se adivinan gracias a la expresión confiada en sus ojos. 

    Acceso al interior de la antigua Prisión de La Habana, Castillo del Príncipe / Foto: Arnaldo Santos, 23 de junio de 1974 (Tomada de ‘Granma’)
    Acceso al interior de la antigua Prisión de La Habana, Castillo del Príncipe / Foto: Arnaldo Santos, 23 de junio de 1974 (Tomada de ‘Granma’)

    ***

    Cuando Boitel llega a El Príncipe, lo reconocen por su fama de incitador y huelguista de hambre. De hecho, la delgadez extrema que presenta es el resultado de un ayuno que duró un mes, y que depuso apenas unos días antes del traslado. Durante los últimos 12 años ha protagonizado otros. Una de esas huelgas, quizás la más recordada hasta entonces, ocurrió tres años antes, en protesta contra los fusilamientos de los presos políticos. En aquella ocasión murió el preso político Carmelo Cuadra Hernández, quien no habría recibido asistencia médica durante su agonía. 

    Pero esto no es lo único que saben de él. Al igual que otros de los presentes en el pabellón, se había destacado en la lucha contra Batista para luego convertirse en un paria, un renegado, un supuesto traidor a la Revolución. En el entorno universitario, donde los cargos de mayor prestigio solían recaer en el Directorio Revolucionario, Pedro Luis Boitel, miembro del M-26-7 y católico practicante, ganó popularidad como figura política. Creció su aceptación cuando, obligado a exiliarse en Venezuela, se vinculó a una radio clandestina que se oponía a la dictadura militar de Marcos Pérez Jiménez. 

    En 1959, cuando se anunciaron los comicios universitarios, todos lo daban como ganador. Eso significaba que Boitel y, por transitividad, el M-26-7 se apoderarían de un importante espacio político del país, uno de los epicentros de la lucha contra Batista. Cuentan que por entonces solía leer con asiduidad el periódico Revolución y que una mañana, muy cerca de la fecha de los sufragios, abandonó acongojado la lectura. Un amigo le preguntó cuál era la razón de su tristeza. Él solo mostró la primera plana del diario: Fidel Castro le había retirado públicamente su apoyo, y ahora tenía como nuevo candidato a Rolando Cubela, miembro del Directorio, quien se presentaría a elecciones junto a un tal Ricardo Alarcón

    —Fidel me traicionó —dijo, sacudiendo el diario, o al menos en eso coinciden varios testimonios. 

    ¿Por qué a última hora Fidel Castro le dio la espalda? Es difícil saberlo, aunque no faltan las especulaciones que apuntan a su catolicismo y al hecho de que Boitel ya había manifestado sospechas sobre las intenciones del líder rebelde de no restablecer la autonomía universitaria. Como sea, dejó de ser «confiable», y pocos años después fue arrestado por supuestos cargos de conspiración. 

    Los primeros días de Boitel en el pabellón deben ser tranquilos. Como recién llegado, seguramente aprecia el honor de ser el narrador de turno, y relata cómo Fidel Castro lo traicionó; también habla sobre las huelgas de hambre que realizó en otras prisiones. También lo imagino compartiendo con Gutiérrez Menoyo impresiones sobre Rolando Cubela: un personaje gris e indescifrable que resultó un percance en la trayectoria política de ambos. Sin embargo, la Revolución, insaciable en su hambre de sí misma, también iría por Cubela, acusado igualmente de conspiración para asesinar al máximo líder y condenado a 30 años de cárcel. 

    Boitel anuncia repentinamente que iniciará una huelga de hambre. Esta vez sus exigencias son las siguientes: el respeto del derecho a visitas familiares, el restablecimiento del volumen de víveres que pueden recibir los reos de sus familias y el derecho suyo y de sus compañeros a ser reconocidos como presos políticos. Esta última demanda también motivaría la huelga de hambre que en 1981 protagonizarán varios irlandeses católicos, algunos vinculados al IRA, condenados a prisión por el gobierno británico de Margaret Thatcher. La huelga de los irlandeses ocupará portadas en algunos de los diarios más prestigiosos del mundo, que seguirán día a día la ruta hacia la muerte por inanición de uno de ellos, Bobby Sands. En varios países se realizarán protestas en apoyo a los huelguistas y en contra del gobierno británico. Sin embargo, en 1972, gracias al hermetismo de los muros de El Príncipe, nadie sabe del lento suicidio que acaba de iniciar Pedro Luis Boitel. 

    Maqueca intenta convencerlo de desistir. Le pide al menos esperar a reponerse del pésimo estado de salud que mantenía del ayuno anterior. Pero nada consigue. Ya son amigos; al punto de que Boitel le confía la tarea de asistirlo durante la huelga, de ser su enfermero, su buen samaritano. Por supuesto, Maqueca no puede negarse.

    Día 43: Boitel lleva más de un mes en huelga de hambre y, excepto los prisioneros del pabellón, a nadie parece importarle. Maqueca sospecha que, aun si la depusiera de inmediato, el cuerpo de su amigo no resistiría mucho tiempo más. 

    Pedro Luis Boitel ha emprendido, por decirlo de algún modo, un viaje sin regreso. Dos oficiales de El Príncipe finalmente deciden entrevistarse con el huelguista. Quieren «saber más de él», dicen, pero Boitel los despacha. Según Maqueca, el encuentro sucede más o menos así:

    —La abandono cuando respondan a mis demandas.

    —Solo queremos hablar, saber más de ti. 

    —Lo que necesiten saber de mí está en mi expediente de preso.

    El huelguista está muy débil y pasa los días acostado para gastar la menor cantidad de energía posible. Maqueca, por su parte, asume con dignidad tareas como poner sobre los ojos de su amigo un trapo que impida el paso de la luz y evite los dolores de cabeza. También lo ayuda a hacer sus necesidades fisiológicas, y a bañarse. Nada le cuesta más que afeitar a Boitel. Es complicado rasurar esa piel reseca que adopta cada vez más la forma cadavérica de los huesos de la cara, pasar la cuchilla por ese rostro sin herirlo. Pero Boitel insiste.

    Prisión de La Habana, Castillo del Príncipe (interior) / Foto: Arnaldo Santos, 23 de junio de 1974 (Tomada de ‘Granma’)
    Prisión de La Habana, Castillo del Príncipe (interior) / Foto: Arnaldo Santos, 23 de junio de 1974 (Tomada de ‘Granma’)

    Día 50: Boitel se incorpora de su cama y comienza a vomitar sangre. Maqueca, con la ropa salpicada de color marrón, exige a gritos la presencia de un médico que nunca llega. Los demás presos también están asustados. 

    —Tú sabes que no vale la pena, que los esbirros tienen la fuerza y contra eso hay poco que hacer —le dicen.

    —Y yo tengo la fuerza moral. Eso no me lo pueden quitar. Ya verán cómo al final voy a ganar esta pelea —es la respuesta del huelguista. 

    Horas más tarde comienza a convulsionar. Maqueca posa una mano en su frente; percibe la fiebre e inicia el ritual de pasarle trapos mojados por el cuerpo para bajar la calentura. La debilidad se acelera. Ya ni siquiera tiene fuerzas para incorporarse y beber agua. 

    Día 51: Aunque mantiene la huelga, ya no se le ve tan seguro de la victoria. Con mucho esfuerzo Boitel entrega a su asistente un pequeño retrato suyo y pide que se lo entregue a su madre. 

    —Dile que la quiero mucho, y también a mi hermano —es lo último que dice antes de perder la fuerza para hablar. 

    A partir de ese momento Boitel solo se comunica a través de débiles señas. La más común es para solicitar un baño de paños húmedos. Maqueca también se siente cansado. Hasta entonces no nota que lleva varios días sin apetito y que casi no ha comido últimamente. ¿Cómo hacerlo cuando tiene a su cuidado a un amigo en huelga de hambre?

    Día 53: El único movimiento que se percibe en Boitel es su respiración. El cuerpo, o lo que queda de él, hierve. Colapsa. Maqueca vuelve a exigir un médico, pero solo se presenta un oficial del Ministerio del Interior que promete hablar con sus superiores. Antes de marcharse, el oficial deja claro que preferiría que Boitel muriera por joder tanto con las huelgas de hambre: a fin de cuentas, nadie lo obligó a llegar a ese estado. Maqueca recoge las pertenencias del moribundo en un maletín y las entrega a los médicos que aparecen poco después para llevarlo a un hospital. 

    Horas más tarde muere Pedro Luis Boitel. Es el 25 de mayo de 1972. 

    Maqueca logrará sacar clandestinamente de la prisión una suerte de diario sobre aquellos meses. En 1988 será liberado; una de las tantas veces que el régimen castrista usará a los presos políticos como moneda de cambio para acomodar sus relaciones internacionales. 

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    Darío Alejandro Alemán
    Darío Alejandro Alemán
    Nació en La Habana en 1994. Periodista y editor. Ha colaborado en varios medios nacionales e internacionales.
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