¿Y el amor?
Dos Estrellas que combaten.
Dos estrellas sus límites golpean
sin poder transfundirse en una sola
luz, o en la primigenia nebulosa.
Dos estrellas hambrientas que golpean
como badajo de campana el sordo
recinto de la carne.
Raúl Hernández Novás
Amanecí adormilado, como de costumbre.
Casi siempre abro mis ojos antes del repiqueteo de la alarma. A veces, incluso, extiendo el brazo en busca del teléfono y lo extingo sin dejarlo surgir. No necesito que nadie más me recuerde que son las seis y media de la mañana, y ya estoy despierto, por desgracia.
Los trastornos del sueño suelen acompañar a las mentes ágiles y desinhibidas. También a las frenéticas. Entre ellos, el insomnio parece haber devenido rasgo identitario del escritor, una cualidad que lo atormenta y, con suerte, canaliza su talento. Todavía recuerdo el delicioso minicuento de Virgilio Piñera o las muchas meditaciones de Kafka, en sus cartas y novelas, sobre el asunto. En fin, que dormir mal es cool y te imprime aires de genio atormentado.
Sin dudas, el insomnio es puro marketing.
En cuanto a mí, que gestiono mi propia narcolepsia selectiva, y soy capaz de pescar en guaguas y sillones de ortodoncia mientras me ajustan los aparatos, me abruma todo lo que sucede después de abandonar las sábanas, pero duermo como un niño chiquito. Muy poco exótico de mi parte, la verdad.
No tomo café en la mañana ni al mediodía ni en la tarde. Si alguien me brinda, lo acepto, pero no lo persigo ni lo preparo. Un atentado a la cubanidad, lo sé.
Finalmente, desayuné algunas frutas y un pan. Le he cogido el gusto al kiwi, no está mal. Leí que posee más vitamina C que la misma naranja. Una pasada, vaya.
Tremendo frío. En esta época del año lo normal es que la temperatura no supere los tres grados, a esta hora, en Madrid. Por fortuna, el metro está muy cerca de casa y tiene estufas que apaciguan el clima matinal. En verano, el aire acondicionado se enciende en todas partes; en invierno, en cambio, experimentas una euforia tropical siempre que abandonas la calle y accedes a algún negocio, oficina o autobús, donde también hay calefacción.
No suelo activar mis datos móviles hasta que me acomodo en el tren. Si lo hago antes es muy probable que me entretenga, se me vaya el tiempo y me coja tarde. Conócete a ti mismo y luego disimula. Así, irrumpieron en mi Xiaomi las notificaciones de Telegram, las sugerencias algorítmicas de Google y los estados de WhatsApp. Divisé, casi por instinto, dos mensajes ineludibles y esenciales, sostenedores de mi amanecer cotidiano.
El primero, de mi madre. Una suerte de liturgia filial que inaugura y despide nuestra jornada, el convencimiento abnegado de que la costumbre apacigua la(s) nostalgia(s) y sobrescribe provisionalmente los anhelos interrumpidos, esos que quedaron en standby cuando atravesé el Atlántico. No es habitual, pero ha habido días en los que hemos hablado poco, cuando hay mucho trabajo, mala cobertura o escasos datos móviles. Aun así, articulamos sin falta nuestro ritual de afectos y nos dejamos saber de qué lado del planeta anochece en ese instante. Quizá sea eso lo único que necesitamos para abrir y cerrar los ojos en paz.
El segundo es de Thalia, mi novia. Con la excepción de un fin de semana mesiánico de octubre que pasé en La Habana, no la veo desde el 29 de junio. No la toco, más bien. Mi viaje estaba pronosticado desde mediados de 2021, por lo que vivimos todo ese tiempo con la expectación disimulada de la partida, una realidad terrible que aguarda en el futuro y que solo tememos realmente cuando se nos echa encima, como la muerte o la vejez. Era el prólogo de mi propio exilio anunciado.
Leí su mensaje. Fueron varios. Me hablaba de exámenes, películas y planes. Eran las dos de la mañana en Cuba y ella permanecía despierta. Sospecho que no tenía sueño, a diferencia de mí, pero me gusta pensar que mis buenos días la ayudan a descansar.
Chateamos un rato. Me contó que la redacción del proyecto de tesis era un coñazo (lo sé perfectamente), que le encantó The Fabelmans y que a principios de febrero irá a la playa con sus amistades. Yo, como el buen novio que pretendo ser, intenté conciliar su satisfacción con la mía, aspirando así a compartir una parte de sus emociones. Pero no resultó, al menos no como esperaba.
Esa felicidad solidaria en la que militan la familia y algunos amigos, ya sea por hábito o por convicción, resulta una señal inequívoca de madurez espiritual. En las relaciones erótico-afectivas, sin embargo, se activan otros resortes sentimentales que laten a su propio ritmo, al tiempo que la empatía deviene un reto a la paciencia.
Ella quiere asistir no solo a mis logros más «significativos», sino también a las reconfortantes victorias de la rutina: la música en el baño mientras el otro «cocina», la elección del filme de la noche o mi monólogo random antes de dormir, un sedante a base de locuacidad que la arrulla, le permite el sopor nocturno que la Naturaleza olvidó concederle. A mí también me pasa todo eso, claro está, solo que multiplicado por cien.
Soy un animal civil, amaestrado por la costumbre.
Aquel 10 de enero, mientras le escribía desde el tren, se cumplían tres años de nuestra primera cita, tan caótica como efectiva. A pesar de las felicitaciones recíprocas y enamoradas, no fui capaz de falsificar mi estado de ánimo y la distancia empezó a joder, otra vez. No soy lo bastante maduro como para disfrutar cada éxito o regocijo suyo del que no participo, del que solo conozco a cuentagotas y a través de un teléfono. No soy su mamá.
Sé que ella siente lo mismo, lo percibí desde el día en que me gradué y no pudo acudir, por distintas razones. Esto de fabricar memorias a medias, sin la concurrencia necesaria, fastidia y desespera. Aun así, terminé por convencerme de la condición consecutiva de la felicidad y recordé esa imagen que la metaforiza, como un camino que se pavimenta a diario, sin atajos ni senderos breves.
Semana y media más tarde, el 23, sería mi cumpleaños. A pesar de que nuevas amistades y una parte de la familia suplieran inspiradamente las ausencias de los que no han llegado, todavía me falta demasiada gente.
Así, como quien no quiere las cosas, he decidido no pensar tanto en los tiempos y la espera. Mejor, mucho mejor, le compongo epigramas a Thalia:
La ansiedad de tus senos momentáneos anegó mi Isla.
Tiene tu lluvia la templanza indispensable para sobrevivir al quiebre de la costumbre.
Tu beso es un presagio de eternidad; yo descanso en esa época prometida que se acerca,
palmo a palmo, desde el recuerdo.