Apenas se conocen los motivos que en Cuba pueden llevar a un ser humano a convertirse en crítico literario. A la rápida: 1) por azar; 2) para fastidiar a Luisa Campuzano; 3) porque en OnCuba le han pedido una serie de artículos (que no le pagarán en tiempo, naturalmente); 4) porque tiene amigos escritores de los que nadie habla nunca, y hace falta que alguien hable de ellos; 5) porque estimula el lóbulo suboccipital (específicamente, la cisura que produce el esperma); 6) porque una chica hermosa ha tenido la idea de montar una sección de literatura en alguna revista de mala muerte, y eso basta; 7) porque a todo el mundo le importa un carajo la literatura cubana contemporánea, así que se puede escribir sin consecuencias; 8) …
Por otra parte, no hay que tomárselo demasiado en serio: recomendar libros —a pesar de lo que digan los clones de Nelly Richard— es un ejercicio tan fallido como aceptar recomendaciones. En el trance de la lectura no hay ninguna objetividad. Quien tiene muchos libros a su disposición y se encuentra librado de maldiciones académicas, escoge la lectura según su estado de ánimo. La emoción que puede obtener de esa actividad tiene que ver con los innumerables accidentes de su historia personal. Con su acné. Porque la lectura, se sabe, es un código genético. ¿Cuántas personas puede haber en el mundo que hayan leído estos dos libros Mi cerebro es una rosa, de Leopoldo María Panero, y Vacío perfecto, de Stanislaw Lem? Dejemos de lado las reflexiones que hayan podido suscitar, las resonancias, los plagios y las apropiaciones, que serán personales e intransferibles. La coincidencia de ambos en un lector es infrecuente, en la medida en que pertenecen a zonas raras de la literatura contemporánea —territorios que unen el ensayo, el panfleto, la ficción, la teoría, la autobiografía—, y a que ninguno de los dos forma parte del canon majadero de las universidades. Aun así, es posible que una docena o dos de lectores dispersos en el tiempo y el espacio hayan recibido este nutrimento dual. Pero basta que agreguemos un tercer libro, digamos Una profesión de putas, de David Mamet, para que el número disminuya drásticamente. Si no es “uno” (es decir yo), anda cerca. Quizás sea “dos”, y a ese otro yo tendría razones para llamarlo “mon semblable, mon frère”. Un libro más, un cuarto libro, y ya puedo tener la seguridad de estar solo.
(Cuando Ricardo Piglia hablaba de la crítica literaria como una “forma posfreudiana de la autobiografía”, supongo que se refería a eso, a críticos como Harold Bloom o George Steiner, que reconstruyen su vida en el interior de los textos que leen.)
Yo he devuelto sin abrir muchos libros que me han prestado con generosidad y empatía. El más reciente: Aquello estaba deseando ocurrir, de Leonardo Padura. Alguien me aseguró que iba a encontrar ahí adentro, entre sus páginas, “un manual de estilismo para el cuento cubano”. Fanáticos. En circunstancias normales, habría contraatacado con alguna columna, pero los libros malos no se reseñan. Y Aquello… está escrito de cualquier manera, al estilo Padura. En las primeras páginas hay ejemplos tan retorcidos como ilustres: “Yo creo que aquí en el Africón se conoce mejor a la gente, pero no quieras que los demás piensen como yo. Tú tienes un mojón en el expediente y eso lo sabe aquí hasta el loco que anda en cueros por la plaza […]”. O este otro: “Bebieron varios tragos hablando del calor, del tiempo que le faltaba a Alcides y de las cosas que haría Mauricio al llegar a La Habana: templarse diez veces seguidas a su mujer, pasarse una semana en la playa, comerse una pizza en La Rampa y no hacerse una paja más nunca en su vida, porque se le había puesto el tubo que parecía un manubrio de bicicleta: tenía los cuatro dedos marcados”.
Es razonable que después de estos ejemplos no quiera agregar una línea más a la “estilística cubana” y que prefiera leer una enciclopedia de meteorología.
Igualmente, cuando le he pasado a gente cercana algún libro que me ha conmovido, con la expectativa de que la conmoción se reproduzca en el otro y se arme una complicidad, no he recibido más respuesta que algunas críticas a la estructura, observaciones sobre errores históricos o, directamente, manifestaciones de antipatía hacia los personajes. Cosas como “es demasiado metaliterario”. Silencio. Eso me sucedió hace poco con Cómo viajar sin ver, de Andrés Neuman, una desopilante crónica de viaje —resultado de la gira del Premio Alfaguara de Novela— por 19 países latinoamericanos. Salí disparado a recomendarlo como Godzilla camino a Tokio. Recuerdo que le comenté a una amiga —quien, como buena venezolana, no paraba de hablar todo el tiempo de Chávez—, las primeras impresiones de Neuman sobre su país: “En el mostrador de Avianca, al solicitar mis tarjetas de embarque para el vuelo hacia Caracas, me entero de que es obligatorio mostrar el pasaje de regreso. De lo contrario, no te dejan embarcar. Así que uno debe demostrar que saldrá de Venezuela incluso antes de llegar”. La chica me salió al paso diciendo que su hermana trabajaba desde hace más de quince años en el aeropuerto de Caracas y que muchas de las situaciones descritas por el argentino —eso de que hay que especificar los artículos nuevos que entran al país como parte del equipaje; los errores de traducción en el formulario de aduana, etc.— estaban distorsionadas y bla bla blá.
(Mientras escribo esto, pienso en la delgada línea roja entre el periodismo y la literatura: el periodista investiga una historia, el novelista se la imagina. Como si dijéramos que a un periodista no le queda más recurso que entrevistar a Scarlett Johansson mientras que un novelista se la imagina desnuda y pronunciando en mal español: “a mí me gusta que me muerdan los pezones, y duro”. Porque, claro, a diferencia del periodismo, la literatura no tiene ética, no tiene moral ni pudor. Ni hablar de usar condones. La literatura es una mujer de tres senos.)
También pasa al revés. Va mi ejemplo: Luis Rogelio Nogueras es uno de esos escritores cubanos cuyos poemas aprendemos en el preuniversitario. Resulta que funciona para seducir chicas. En general, con el mismo poema caía más de una (aquel de “Qué importan los versos que escribiré después/ ahora/ cierra los ojos y bésame/ carne de madrigal/ deja que palpe el relámpago de tus piernas…”). Vaya polisemia. Era pelirrojo, dibujaba escenas eróticas en sus textos, y en 1976 escribió —en colaboración con su heterónimo Guillermo Rodríguez Rivera— la novela El cuarto círculo, que obtuvo el primer premio en el concurso Aniversario del Triunfo de la Revolución del Ministerio del Interior. Para mí, todas estas son buenas razones para aborrecer a Luis Rogelio Nogueras. Sobre todo, si uno lee los poemas que por esa época escribieron Ángel Escobar y Raúl Hernández Novás. Sin embargo, en los ochenta —por poner una fecha—, Nogueras tuvo un éxito enorme. A uno le impresiona, a su pesar, el optimismo de esa generación: enamorados se besuqueaban en los bancos públicos; mucho pelo largo; boom de la natalidad. Esa misma generación que después terminó protagonizando peliculitas sentimentales como Regreso a Ítaca.
A lo que voy: incluso Roberto Bolaño, que no dejó títere con cabeza en Los detectives salvajes (“Lezama Lima, falso lector de Góngora”, “el horrible Retamar”, “el penoso Guillén”, “la inconsolable Fina García”, etc., confesó más de una vez su predilección por Wichy Nogueras, “que es un encanto y una ninfa con espíritu de maricón juguetón”.
Y es que, en honor a la verdad, los libros están asociados a cuadros clínicos. A grupos sanguíneos. (Una librería es lo más parecido que encuentro a una farmacia.) Y consecuentemente con esto, hay libros que deberían venderse bajo receta médica. Porque se sabe: la literatura es peligrosa. Ejemplo al azar: Hasta que Stephen King escribió sobre freaks que mataban a sus compañeros de instituto, nadie había oído hablar de tiroteos en las escuelas. ¿Pero acaso Carrie y Rabia lo hicieron inevitable? Y en el caso específico de Cuba: ¿qué funcionario no teme que los chicos de la calle G. —después de leer El club de la lucha— se vandalicen?
Pero, como siempre, me desvío. Virginia Woolf hizo esta encantadora advertencia: “El único consejo que una persona puede darle a otra sobre la lectura es que no acepte consejos”.
Cierto. Yo podría confeccionar, ahora mismo, un ranking de libros para dormir. El legado del caos, de Nicolás Dorr, es maravilloso, me bastó mirar un rato la portada, hojear las primeras páginas, para ponerme a evocar tiempos olvidados y quedarme dormido.
Libros para ejercitarse: hubo una época, recuerdo ahora, en que un amigo iba todos los días a la Biblioteca Nacional para leer ocho horas diarias las noveletas cubanas del siglo XIX, un acto que yo entendí como una autoflagelación equivalente a la ingesta de ceniza.
Libros para leer con una sola mano.
Libros de váter.
Hectáreas y hectáreas de libros desechables (nadie negará, y yo menos, que el tiempo es uno de los elementos que hacen al arte).
(Italo Calvino ha dejado una lista estupenda de clasificaciones librescas en Si una noche de invierno un viajero: “Libros que puedes prescindir de leer”, “Libros hechos para otros usos que la lectura”, “Libros ya leídos sin necesidad siquiera de abrirlos pues pertenecen a la categoría de lo ya leído antes aún de haber sido escrito”, “Libros que tienes intención de leer aunque antes deberías leer otros”, “Libros que todos han leído conque es casi como si los hubieras leído también tú”, “Libros que quieres tener al alcance de la mano por si acaso”, “Libros que has fingido siempre haber leído mientras que ya sería hora de que te decidieses a leerlos de veras”, etc.)
Pero sería totalmente inútil. Describiría apenas mi metabolismo. Mi propia apnea. Mi soledad. Porque, simbólicamente, en lo que respecta a la lectura, uno siempre está en una especie de isla desierta: la isla desierta de su apartamento, la de su cuarto, la del círculo de luz de la lámpara de noche, la de las páginas abiertas que esta ilumina.
La literatura es como el sexo: no se puede aprender nada sobre él buscando en el diccionario el significado de la palabra vagina —que, ya que estamos, significa: “conducto membranoso y fibroso que en las hembras de los mamíferos se extiende desde la vulva hasta la matriz”.