Comerse uno mismo

    Lo que los cubanos buscan en la comida al final no es comida. Las largas colas para comprar un pedazo de pollo o unos files de huevos no son al final las largas colas para comprar un pedazo de pollo o unos files de huevos. La razón por la que las colas nunca terminan no es porque escasee precisamente el alimento o el producto que ese día milagrosamente ha aparecido y todos salen en desbandada a comprar. Lo que escasea es otra cosa, cifrada, que la gente intuye.

    La gente toma su pedazo de pollo y sus files de huevos después de horas de trabajo en el trapiche de la nada y miran extrañados aquello que el vendedor, desfallecido y cansado, les ha puesto en sus manos desfallecidas y cansadas, y la gente se dice a sí misma: «Esto es lo que estaban vendiendo, pero esto no es lo que yo vine a comprar, aun cuando me haya convencido de que esto es lo que vine a comprar». Luego la gente llega a su casa y administra el pedazo de pollo y los files de huevos. Van comiendo siempre un poco, hasta donde alcance, apaciguando al animal del hambre, volviéndolo dócil, pero sin poder matarlo nunca. La gente come para anestesiar algo que no pueden curar. La comida en Cuba es como un medicamento que no sana, sino que alivia por un rato. Es justo que paguemos ese precio, pues ¿por qué habría que pedirle al animal del hambre que se tranquilice con comida?, si sabemos que eso nunca va a suceder.

    Una vez más hay que a salir a la calle, a comprar aquello que nos hemos convencido que salimos a comprar, hasta que el vendedor desfallecido y cansado nos pone el producto en nuestras manos desfallecidas y cansadas y nos damos cuenta por enésima vez de que lo que estaban vendiendo no era precisamente lo que habíamos ido a comprar. Hay gente que se ha pasado la vida entera, día a día, dándose cuenta de esto. Pero ese darse cuenta hay que entenderlo como una noción entre brumas, algo que se sospecha, que no logra dibujarse aún del todo y que siempre se mantiene en estado de duermevela, entre derretido y fugaz. Mejor así, decimos, antes de que la bestia del hambre nos lance el zarpazo final.

    La bestia del hambre ruge en casa y hay que inyectarle el calmante de la comida. Incluso, si se aguza el oído, puede escucharse a lo largo de Cuba el rugido sordo de todas las bestias del hambre sincronizadas, cantando al unísono su melodía de mínimo espanto, secuestradas en las jaulas de los cuerpos desfallecidos y cansados. Desgracia imperceptible, evidencia íntima. Cuerpos, además, de los que el hambre tampoco quiere escapar. Su secuestro es también una estancia voluntaria, porque esas hambres fueron incubadas ahí, crecieron ahí, no quieren ni sabrían irse ya a otro lugar. Conocen esas anatomías tal como los héroes conocen a sus patrias y los dictadores a sus pueblos. Han moldeado la figura de esos cuerpos tal como los héroes moldean las figuras de sus patrias y los dictadores las figuras de sus pueblos.

    En Un artista del hambre, el cuento de Kafka que quizá me haya perturbardo por más tiempo después de su lectura, el ayunador agoniza dentro de su jaula circense y le dice a todos que lo perdonen, pero solo lo escucha el inspector, pegado a la reja (¿quién, si no el inspector, va a escuchar?). «Sin dudas», dice, «todos te perdonamos». El ayunador había deseado toda la vida que lo admiraran por su resistencia para no probar bocado, y cuando el inspector le responde que, en efecto, lo han admirado, el ayunador contesta que no debieron hacerlo, porque ayunar le era forzoso, no podía evitarlo. ¿Y eso por qué? Pues porque nunca pudo encontrar comida que le gustara. «Si la hubiera encontrado, puedes creerlo, no habría hecho ningún cumplido y me habría hartado como tú y como todos», fueron las últimas palabras del ayunador. Los huelguistas de San Isidro son un poco el ayunador. Han buscado por toda Cuba una comida que les gustara, han querido hartarse como los demás, pero no han podido encontrarla en ningún lugar. Y he ahí que, como la libertad solo se encontraba en ellos, empezaran a comerse a sí mismos.

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    Carlos Manuel Álvarez
    Carlos Manuel Álvarez
    Bebedor de absenta. Grafitero del Word. Nada encuentra más exquisito que los manjares de la carestía: los caramelos de la bodega, los espaguetis recalentados, la pizza de cinco pesos. Leyó un Hamlet apócrifo más impactante que el original de Shakeaspeare, con frases como esta, que repite como un mantra: «la hora de la sangre ha de llegar, o yo no valgo nada». Cree solo en dos cosas: la audacia de los primeros bates y la soledad del center field.
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    3 COMENTARIOS

    1. amigo Carlos Manuel
      Como yo, a pesar de ser «gallego» tengo medio tatuada a Cuba en el desconcierto, una buena amiga más cubana que el arroz moro, trotadora de mundos, desde su balcón al pacifico sur, donde alterna con Limeños, me alerta de que hay un bicho raro entre 5\ ave. y Malecon con mas capa de talento literario que una cebolla bien cultivada.
      Tras leer algunos artículos, heme aquí rendido y desarmado, tratando de forma zafia de mostrar mi admiración.
      Pero como de admiración no se vive, y yo jubilado español raquítico de dineros tampoco tengo mucho para ofrecer, os ofrezco además de mi animo y apoyo moral intranscendente, mi colaboración por si en algo pudiera seros útil desde este lado del océano.
      dado que colaboro esporádicamente con periódicos digitales españoles escribiendo alguna que otra parrafada, tengo agenda de buenas gentes dentro del zozobroso mundo del periodismo español, así es qué ofrezco mi candidatura a ser correo del Zar para Un Estarnudo o una tos, o lo que sea menester.
      un saludo cordial

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