La frase Dulce araña de tus sueños acarició el cerebro de Witt. Tenía el cerebro como una esponja que se abría y se cerraba continuamente, de acuerdo con la intensidad y la calidad de los pensamientos que la recorrían.

Su pensamiento preferido era cuando se abría la cabeza, cogía la esponja de su cerebro y la exprimía como una toalla mojada. Le gustaba ver chorrear toda clase de pensamientos. Desde sus obsesiones más primarias —ladrarle a la luna, no aullarle, sino ladrarle, y luego olfatearla, y empujarla con las paticas delanteras— hasta las asociaciones que, en el vaivén interior de la esponja, sus partes menos húmedas confundían con las figuras que se filtraban de las partes más húmedas y profundas (como las de un bosque) de la esponja.

Soñaba que la frase Dulce araña de tus sueños, a pesar de estar dirigida irrevocablemente a él, mostraba solo una parte del sentido, escondiendo la otra parte como la luna ocultaba su otra cara, y dale a raspar con la patica, y a ladrar como un perrito.

Ahora en el trópico soñaba distinto. Soñaba que además de abrirse la cabeza y exprimir la esponja que tenía como cerebro, acto seguido había que colgarla con unos palitos de tender, junto a las camisas, medias y calzoncillos que colgaban de la tendedera, esperando que se secara un poco, vigilando en la silla a que no viniera un gato y se lo llevara.

—Los gatos no se llevan las esponjas —le decía Peters intentando llevarse a Witt hacia dentro de la casa—. Vas a coger una insolación del carajo.

—¿Carajo? —decía Witt sorprendido—. ¿Dónde has aprendido esa palabra, Peters?

Peters le explicaba, aun halándolo por los sobacos, que ese género de palabras crecía dondequiera allá afuera. Que solo había que poner un pie en la calle, llevarse una mano a la oreja y tener un poco de calma. Entonces llegarían miles de «carajos» de todas partes.

Ella se ha prendido como un alfiler de la punta de mi lengua —dijo Peters.

—Así me pasa con la frase Dulce araña de tus sueños —le explicaba Witt meditativo—. Se me ha prendido como un arete de la punta de las orejas.

—Zarandéala —le dijo Peters—, zarandéala a ver qué pasa —dijo Peters recogiendo la esponja de Witt y poniéndosela dentro de la cabeza—. Ya está seca, ya puedes pensar mejor.

Entonces la frase Dulce araña de tus sueños se deslizaba por los poros y vericuetos de la esponja-cerebro, multiplicándose, subdividiéndose, evaporando tramos de letras y de sentidos, brincando aquí con un significado y allá con otro, mostrando partes de su cuerpo desnudo en un streap-tease a veces lacónico, a veces exasperante.

Un día pensó que la frase se metía en una gaveta cualquiera de La Habana, salía hacia un expediente, el expediente lo llevaban a la oficina donde el capitán Buenaventura pasaba su dedo áspero y marrón sobre la frase, hasta que el sudor y el tabaco la emborronaban, no lo suficiente para que su sentido escapara al ojo avizor de quien pudiera leerla desde afuera («pero el ojo no lo ves realmente», pensó Witt, «y nada en el campo visual permite inferir que ha sido visto por un ojo, a no ser que Dios tuviera Ojo», siguió pensando Witt) con alguna intención, intención que sería compartida con unos pocos enterados:

—Que me traigan a esa bandida —mandó el General, leyendo por vigésima vez la frase.

—¿Qué bandida, mi General? —contestó el ayudante Soplete limpiándose la nariz con un pañuelo blanco.

Dulce araña de tus sueños.

—General, si yo fuera usted no me la templaba. Tiene sífilis.

—¿Sífilis? Yo solo quiero verla. ¿Acaso se pega por los ojos la sífilis, Soplete?

—Por los ojos no, mi General. Aunque yo no me fiaría. No me gustan las palabras terminadas en «ilis», como sífilis, bilis, Amarilis…

—Así me dijiste cuando en Guanabacoa Amarilis me dijo que tres muertos para esa noche era el número clave. Que no me fiara, me dijiste.

—Le dije que no se fiara de Amarilis. Que no me gustaban la gente que terminaba en «ilis», mi General. Que aumentara un muerto por si las moscas.

—¿Tú también estás desfigurando las estadísticas? ¿Con quién tú estás, Soplete? ¿Con los indios o con los cowboys? ¿Con los buenos o con los malos o con los regulares?

—Con usted, mi General —dijo Soplete, parándose recto y saludando.

—Entonces deja de hacerte el gracioso. A ver, ¿qué estás leyendo ahí?

—Un librito de… Se llama… Trac-ta-tus…, y no sé qué más. No me gusta cómo suena esta palabra. Huele a medicina. Seguro tiene que ver con las hemorroides. El nombre del autor empieza con doble b. B de baca, no de baso de tomar agua, no de bibo, no de bida.

—¿Y de dónde sacaste ese libro de lógica hipocrática, Soplete?

-Venía con el expediente. Y no es de Medicina. Es de… —El ayudante se sacó un moco con el pañuelo y lo miró: «amarillo», pensó, «como me gusta a mí», y siguió pensando: «pero no me gusta el amarillo de la yema de huevo, ni el amarillo del sol cuando sembraba malanga, ni el Ojo Amarillo del Gran Canario que me mira mientras duermo la siesta, ni…»

—Es de… General: este libro no hay quien lo entienda. Mire usted con sus propios ojos —y le alcanzó el libro.

—¿No será el autor familia del Güestinjauss de los frigidaires, Soplete? —preguntó el General mirando la portada.

—Ya averiguamos eso. Y no lo es. Este es austriaco. Austriaco de Austria.

—¿Sabes dónde queda Austria, Soplete?

—Lo estamos averiguando. Dentro de dos minutos me llaman de la Facultad de Geografía.

—¿Esos no fueron los que salieron a la calle los otros días?

—¿Los austriacos?

—Soplete… Los de la Facultad de Geografía.

—Fueron los de la Facultad de Musicanga y Letras.

—¿Qué querían ahora? ¿Más Hegel? ¿O más Marx? Yo aconsejo empezar con el obispo Berkeley. Porque antes de montar la mula hay que construir la subjetividad.

—Querían muchas cosas. Ni una sola buena. Son sinvergüenzas de verdad, mi General. Una Republiquita de las Letras.

—Mándale este libelo al rector. Que lo incluya en el curso. A ver si se entretienen averiguando qué coño quiere decir esto: «¿Dónde descubrir en el mundo un sujeto metafísico?».

(El General se quedó pensando. Sí que le hubiera gustado alguna que otra vez filosofar. Cuando era taquígrafo una tarde se quedó pasmado ante el conjunto de signos que inesperadamente se abrió ante sus ojos. Los signos se dispersaban y se reagrupaban en incesantes proposiciones. Gozó con el secreto. Se rio bajito, achinando los ojos, levantando los pómulos. Le gustó ver cómo el destino del país se contraía y se disipaba en incesantes bailables. Se le ocurrió la frase Nos hacemos figuras de los hechos, pero la olvidó enseguida y se quedó contemplando extasiado las vacas del potrero).  

—Ni Cherlojolme descubre eso, mi General.

—Tienes razón, Soplete. Esto me huele a complot. Habrá que llevarle esa pregunta a Amarilis.

—General, perdone usted, yo de usted se la llevaba a Zoila, la del Cerro. Tira mejor los caracoles.

—¿Amarilis no? ¿Zoila sí? ¿No es lo mismo, Soplete? A mí me gusta más Amarilis de Guanabacoa. Guanabacoa es una palabra tan… tan… Cerro no es mala, pero huele a encerrona, a cerrero, a sierra, a serrucho —se queda pensando, buscando nuevas palabras, pero no halla ni una más.

—General, Amarilis termina en «ilis», y le repito que no me gustan las personas que terminan en «ilis».

—Bueno, llévasela a quien tú quieras, pero dime rápido si es una contraseña para tumbarme del caballo. Sabe Dios si los austriacos también quieren tumbarme del caballo. ¿No perdieron la guerra?

—No fueron los austriacos, mi general. Fueron los alemanes.

—¿No es lo mismo?

-Debe ser lo mismo. General, hablando de otra cosa, ayer mismo soñé que a mí también me tumbaban del caballo. Yo iba por la vereda de lo más tranquilo y vino un fantasma y me tumbó del caballo. Luego soñé con la palabra tumba.

—¿Sueñas con palabras, Soplete? Yo también. A veces sueño con la palabra silla. Cuando me voy a sentar en la palabra silla veo que no tiene patas. Entonces me caigo al suelo.

—Por lo menos usted se cae al suelo. ¿Se imagina si uno se cae dentro de la palabra tumba? No, mi General, con las palabras no se juega.

*Del libro de ficción Dulce araña de tus sueños.

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