Continuidad de los campamentos

    Casi al final de la calle 18 de Septiembre, pasando una iglesia con la cruz inclinada, como si la cargara Cristo en pleno Vía Crucis, aparece al levantar la mirada un campamento que invade el cerro. Casas de madera clara, o proyectos de casas, parecen colgar de la ladera. El pavimento termina, le sigue tierra seca y amarilla, y el camino se empieza a empinar. Los autos deben poner primera y entre patinazos y rebotes suben por la precaria carretera. Las casas son cuadrados de palets* de madera y techos de zinc todavía brillantes, materiales desnudos sostenidos por delgados pilares. Están separadas por callejones y se amontonan unas sobre otras como si fueran parte de la ladera. En sus frentes cuelgan ropas y aparecen letreros de tiendas improvisadas: Kenda Beauty, el Almacén Haitiano.  

    En uno de los callejones, donde los cables cuelgan, donde se amontonan restos de madera y construcción, donde la tierra se desmorona con cada paso y bajan pequeños hilos de agua blanca, está Noemí Ángela Marcos Moreno. Es flaca y está cubierta por capas de lana que la protegen del invierno que ya golpea. Un gorro negro de lana y la mascarilla blanca solo dejan ver sus ojos, dos delgadas líneas negras, y sus pómulos anchos. Noemí camina lento tratando de no resbalar; va siguiendo a su hermana mientras dos de sus hijos y tres de los de ella corren, juegan, caen. Sus ropas celestes y rosadas contrastan con la tierra amarilla. 

    Noemí llegó a vivir ahí hace un año, poco después de que la pandemia del coronavirus empezara a desbordarse en Chile. La cuarentena ya golpeaba la economía. Al llegar, este cerro era pura tierra. El campamento, como se conoce en Chile a estos asentamientos en terrenos ocupados, apareció con ella. Ahora, decenas o cientos de casas invaden la ladera en las afueras de la comuna de Lampa, que está en las afueras de Santiago.

    Campamento Bosque Hermoso, en Lampa / Foto: Camilo Castellanos

    Si quitamos el zoom, se puede ver que este es uno de los 969 campamentos (asentamientos en tomas** de más de ocho familias) que hay actualmente en Chile y que la familia de Noemí es una de las 81 mil 643 que los ocupan. Con la pandemia, que trajo la peor crisis económica desde los años ochenta, el número de campamentos se elevó un 20 por ciento, y el de familias viviendo en ellos un 73.52 por ciento, según el último catastro de la fundación Techo-Chile y Fundación Vivienda. 

    Si quitamos aún más el zoom, se puede ver que, en Chile, por la pandemia, la pobreza subió por primera vez en 20 años, de 8.6 a 10.8 por ciento, según la encuesta Casen. La clase media, que se había expandido durante más de 30 años, tuvo su primer retroceso: pasó de representar el 65.4 por ciento de la población en 2017 al 62 por ciento en 2020, de acuerdo con la misma encuesta. Muchas personas consideradas como parte de la clase media, además, dejaron de tener una posición estable y pasaron a ser lo que se conoce como clase media «vulnerable».

    El fenómeno es mundial. En año pasado 22 millones de personas cayeron en la pobreza en Latinoamérica, según la Cepal. Y, en los países en desarrollo, estima el Banco Mundial, si la contracción económica promedia un cinco por ciento, alrededor de 100 millones de personas caerán en la pobreza extrema (menos de 1.90 dólares al día) y unos 400 millones que pertenecen a la clase media vulnerable sufrirán una fuerte caída en sus ingresos. Todos estos cambios pueden traer consecuencias económicas y políticas. 

    «La clase media es un concepto amplio, pero ambiguo», explica Osvaldo Larrañaga, director de la Escuela de Gobierno de la Universidad Católica de Chile. Dice que al interior hay un grupo de mayor «vulnerabilidad económica», tanto por el monto de sus ingresos como porque tienen menos ahorros o falta de acceso a seguridad social. «Este es un grupo que puede experimentar situaciones de pobreza ante eventos que deterioren sus ingresos, como desempleo, enfermedad o jubilación», dice. El surgimiento de esta clase media vulnerable se ha dado en las últimas décadas y hace años preocupaba a las personas que estudian el desarrollo de los países. Pero, las razones para que cayeran en la pobreza habían sido aisladas. Ahora fue una pandemia mundial la que los golpeó. 

    Noemí era parte de esa clase media. Con 38 años, su salario estaba levemente por sobre la línea de la pobreza para una familia de cuatro personas, pero estaba al borde. Con la pandemia, la echaron del trabajo, no tuvo con qué pagar los 200 mil pesos (267 dólares) que costaba su arriendo y tuvo que irse a este cerro a buscar dónde dormir.

    Ahora tiene su casa en El Mirador, como lo llaman, por la vista hacia el valle. Ella y su hermana ya están instaladas. Al interior, el piso de vinilo con rectángulos grises y negros parece no tener una sola partícula de polvo. El primer ambiente tiene un sofá de tela y un comedor con mesa de vidrio y sillas de metal negras, sobre el cual cuelga un cuadro con un dibujo de tulipanes rosados en jarros blancos. En frente se posa un refrigerador más alto que ellas, y al fondo hay una cocina con un mueble largo, lavaplatos, estantes y un microondas. Una cortina separa los otros dos ambientes: el baño, donde está la lavadora, el inodoro y la ducha, y la pieza, donde hay una cama, una cuna de plástico verde y un camarote con globos, peluches y varias capas de cobijas de lana de colores. Un televisor distrae a los niños. Solo unos tambores azules que almacenan decenas de litros de agua, posados al lado del baño, delatan la falta de acceso a servicios. Cada noche alguien debe bajar para conectar una manguera y una bomba, y jalar agua desde la casa de una vecina; todos los habitantes de la zona se turnan en esta tarea. 

    La hermana de Noemí junto a sus hijos en su casa / Foto: Camilo Castellanos

    Noemí se sienta en el sofá mientras su hermana le da pecho a su hija en una de las sillas del comedor; la pequeña nació en este campamento. Esta es en verdad la casa de su hermana, dice Noemí. La suya la están reconstruyendo porque se pudrió el piso con el agua que baja por el cerro. Ahí, en este espacio sin ventanas, donde no entra el viento, no siempre tuvieron las actuales comodidades; dice Noemí que los primeros días fueron muy duros y que tiene miedo de perder lo que han construido. La lluvia, el viento o el desalojo podrían acabar con todo lo que han armado. 

    ***

    «Una ribera de ciénaga donde a fines de los años cuarenta se fueron instalando unas tablas, unas fonolas, unos cartones, y de un día para otro las viviendas estaban listas. Como por arte de magia aparecía un ranchal en cualquier parte, como si fueran hongos que por milagro brotan después de la lluvia, florecían entre las basuras las precarias casuchas que recibieron el nombre de callampas por la instantánea forma de tomarse un sitio clandestino en el opaco lodazal de la patria», escribió Pedro Lemebel en su crónica sobre el Zanjón de la Aguada, la callampa, el campamento, donde vivió sus primeros años. 

    La historia de los campamentos en Chile es antigua. La migración hacia las ciudades a comienzos del siglo XX llevó a que brotaran estas callampas en las periferias. Para 1950 ya era un problema reconocido por el Estado. En 1954 se creó la Corporación de la Vivienda, que buscaba construir residencias sociales y trasladar a las personas de los campamentos. Pero las políticas no fueron lo suficientemente rápidas y, por décadas, el problema continuó expandiéndose. No fue hasta la vuelta a la democracia, en 1990, y con las políticas sociales de gobiernos de centro izquierda, que comenzó a reducirse la proliferación de esto asentamientos. En la década del 2000, con el surgimiento de la clase media y la reducción de la pobreza, los avances fueron mucho más rápidos. Si para 1996 había 104 mil 943 familias en 972 campamentos, en 2007 las cifras se habían contraído a 28 mil 578 familias en 533 campamentos, según Techo. 

    En los años siguientes alternaron retrocesos y avances. El aumento de los precios de las viviendas y de los arriendos mantuvieron los números con una leve tendencia al alza desde 2011. Sin embargo, fueron el estallido social de octubre de 2019 y la pandemia, que comenzó a golpear en marzo del año pasado, los hechos que han llevado a un salto en las estadísticas. Dichas circunstancias amenazan con echar para atrás lo avanzado por décadas. 

    «Una cantidad importante de familias llegaron a vivir a esos asentamientos», dice Pía Palacios, directora de Estudios Territoriales de Techo Chile. Explica que ambos fenómenos se sucedieron en muy poco tiempo. Primero, el estallido social inició una crisis económica que afectó a familias de estratos «muy vulnerables». «Perdieron sus trabajos y ya no les alcanzaba para vivir y pagar su arriendo», dice. Y luego vino la pandemia: «Profundizó fuertemente lo que pasó con el estallido y el gobierno demoró en responder con bonos y ayudas y no fueron suficientes para retener a las personas en sus viviendas. Esto llevó a que se volviera muy problemática esta situación”, agrega. La mayoría de las personas que cayeron recientemente en los campamentos vivían antes como allegados o hacinados, y con la crisis económica tuvieron que buscar otros lugares para dormir.   

    Noemí es uno de esos casos. Antes de la pandemia trabajaba en una empresa subcontratista de limpieza para automotoras y edificios. Vivía junto a sus tres hijos, en una casa en Independencia, un barrio antiguo con filas de casas pareadas de siglos pasados de uno o dos pisos, pintadas de rojo y tonalidades pasteles. Ahí alquilaba una de las 15 piezas que se estrechaban en el segundo piso. Cuando perdió su trabajo, pidió a la dueña que esperara por ella. «Y me dijo que no, que desalojara», dice Noemí. entonces le «llegó la voz» de que algunas personas se estaban yendo a Lampa para armar sus casas. «Y como ya no había opción, sin trabajo, sin nada, decidimos venirnos para acá».

    Al comienzo, recuerda, era pura tierra. «Era vacío. Vacío. Puro cerro y pura espina», dice. Llegó, con sus tres hijos de 19, seis y cuatro años a un cuartito, a un cubo de palets de nueve por tres metros, sin ventanas, en cuyo piso se amontonaban con unas diez personas más. «Con suerte había un colchón; hemos vivido en nada», dice. Y esas fueron las peores noches. 

    Sin luz, la oscuridad invadía el cerro al anochecer; sin ventanas en el cuartito, era todavía más profunda. Lloró esas noches. Y recuerda, especialmente, una de viento, lluvia y truenos. A las tres de la mañana Noemí con sus hijos y su hermana embarazada pensaron que los palets y el zinc se les venían encima. «La casita se movía y gritaba “¡hermana! ¡hermana!”. Y lloraba porque pensaba que se iba a caer», dice. 

    «Al comienzo éramos pocas, sobre todo mujeres y madres solas», dice Noemí. «Las noches eran muy duras y yo estaba sola; el papá de los niños no está». Esas primeras noches el miedo estaba presente. No solo el viento podía echar su casa abajo. los vecinos de Lampa les gritaban que se fueran y en la oscuridad reventaban balazos.

    Con el tiempo, las cosas se fueron asentando. Y se fueron organizando: entre todas fueron construyendo una a una las casas, y cocinaban con leña en ollas comunes. Finalmente, Noemí le pidió 300 mil pesos (409 dólares) prestados a un primo para construir. «Lo más barato para armar un cuarto, los palets más baratos», asegura. Pero armarlo fue complejo. Debía viajar a Santiago y pagar un pasaje de cuatro mil pesos (5.46 dólares), así que muchas veces no les alcanzaba para almorzar ni a ella ni a su hermana. «Para los niños siempre hay; uno les hace un arroz o un huevito, cualquier cosa», dice. 

    Su primera casa fue una caja de nueve por tres metros de palets y zinc. Pero ya estaba armada, y ahí se acomodó con sus tres hijos. El mayor, a sus 19 años, estudiaba en el colegio y trabajaba como barbero. Con la pandemia también perdió su trabajo, pero unos días antes de nuestro encuentro lo había retomado, a domicilio. Con techo y paredes para ellos, sin embargo, hay un miedo que persiste. «Mi ilusión es que nos digan que esto es nuestro, para que podamos vivir tranquilas», dice Noemí. «Ahora vivimos con la tensión de que nos echen, de no tener dónde ir».

    ***

    Que una gran parte de la clase media que estaba colgando finalmente caiga en la pobreza y que otra parte deje la estabilidad y se vuelva «vulnerable», no solo hace rebrotar estos campamentos; también genera otras importantes consecuencias políticas y económicas. Nancy Birdsall, del Centro para el Desarrollo Global, advertía sobre «la maldición de la caída de las expectativas» en un artículo publicado hace un año en Project Syndicate. Birdsall pone como ejemplo a Estados Unidos; dice que el crecimiento en ese país desde los ochenta ha beneficiado principalmente a los ricos, mientras que la clase media ha quedado atrás. Una clase media que acumuló rabia y desesperación al caer el empleo y la insuficiencia de fondos en los programas sociales, y que habría sido clave para el ascenso de Donald Trump en 2016. Con la pandemia, Birdsall cree que se puede dar un fenómeno similar en Latinoamérica. 

    El crecimiento económico de las últimas décadas había hecho crecer la clase media en la región elevando también el grupo de «luchadores» (como Birdsall llama a la clase media vulnerable). Pero son estos «luchadores» los que enfrentan el mayor riesgo por la pandemia. «¿Qué significa que millones de personas se encuentren repentinamente peor que lo que esperaban, sin tener la culpa?”, se pregunta. La respuesta, basada en la historia de la región, es que la caída de las expectativas llevará a tensión social y polarización política. «Las condiciones que eran tolerables cuando la torta económica era mayor, de repente, ya no lo serán», dice. 

    Parte de esta muerte de expectativas, así como el incremento de la tensión social, ya se estaba viendo antes de la pandemia con estallidos sociales en diferentes países. Pero la pandemia podría empeorar las cosas. Nuestra interpretación del estallido social y la inestabilidad política de Chile, y pasa algo parecido en Colombia, tiene que ver con esto», dice Dante Contreras, subdirector del Centro de Estudios de Conflicto y Cohesión Social (Coes) y académico de la Universidad de Chile. «Una alta población con alta vulnerabilidad genera malestar», dice. Explica que un 30 por ciento de la población en Chile tenía fluctuación de ingresos: «Sus mejoras no eran robustas y estaban siempre con la incertidumbre de si volverían a caer». Una incertidumbre que hace complejo tomar decisiones de consumo, de inversión, de salud: ¿puedo comprar una casa?; ¿puedo pagar por el colegio de mis hijos? Y lleva a mayor endeudamiento y un consumo fluctuante que afecta la economía.

    Tal incertidumbre, en países con alta desigualdad y un relato meritocrático que no se cumple, resulta un cóctel para el conflicto. «Cuando las expectativas no son satisfechas se genera malestar y conflicto, inestabilidad política y volatilidad en elecciones, desencanto y baja valoración de partidos y del gobierno», explica Contreras. Esto llevó al estallido social en Chile. Y luego vino la pandemia. «Las posibilidades económicas serán menores que antes y eso genera una situación compleja política y económicamente», agrega. 

    La caída en la pobreza estuvo contenida en Chile, en cierta medida, por políticas que buscaban dar liquidez a las personas: desde retiros de parte de los fondos privados de pensiones hasta transferencias directas realizadas por el Estado a los más pobres. Pero la ayuda no llegó a todos. Noemí, sentada en el sofá de la casa de su hermana, dice que no ha recibido ni un peso. Nunca cotizó en los fondos de pensiones y no está inscrita en el Registro Social de Hogares, el requisito para recibir el dinero que entrega el gobierno. 

    Y, si no repunta la economía, las tendencias electorales de la clase media pueden dar un giro. En agosto, la Cepal y el Coes publicaron el informe «Clases medias en tiempos de crisis», en el cual advierten que las preferencias políticas de la clase media dependen de la marcha económica post pandemia. El informe explica que este sector apoyó el estallido social al no ver otra salida a sus demandas, pero que, si los problemas sociales persisten tras la pandemia, pueden cambiar sus preferencias hacia el populismo u opciones que busquen el «orden» como, por ejemplo, la extrema derecha. Ahí, el informe hace énfasis en que gran parte de esto depende de si el malestar social y la violencia logran ser canalizados por el proceso constituyente que vive el país. 

    Juan Pablo Luna, académico de la Escuela de Gobierno de la Universidad Católica de Chile, cree que en la Constituyente ya se vieron efectos políticos del retroceso sufrido por la pandemia. Pero, cree que por ahora no hay un giro hacia la derecha o hacia el populismo; opina que lo que se está dando es una fragmentación política. En mayo de 2020, cuando el país alcanzaba el peak de contagios de la segunda ola, se realizaron las votaciones para elegir a las personas que redactarán la nueva Constitución. Los resultados fueron sorpresivos: la Lista del Pueblo, una coalición de independientes con tendencia de izquierda, pero con un fuerte rechazo a los partidos políticos, consiguió 16 por ciento de los votos, más que los partidos de centro izquierda que gobernaron tras la vuelta de la democracia. «Expresan procesos de movilización muy locales, liderazgos de quienes estuvieron en la movilización social o que se dan por ollas comunes o distintas iniciativas que tienen que ver con cómo la gente lidia con los efectos económicos de la pandemia», afirma Luna.

    Y los campamentos, históricamente, han sido foco de estos liderazgos locales y de presión política. En los años sesenta, con el fracaso de las políticas de vivienda, las tomas de terrenos se agudizaron y se convirtieron en un movimiento social con organización propia a través de comités, centros de madres y juntas de vecinos, y muchas veces con apoyo de partidos de izquierda. Tal vez, la toma más representativa fue la de 1957, que dio origen a la Población La Victoria, al sur de Santiago. El gobierno pensaba desalojar esos terrenos, pero al ver que esto podía terminar en conflicto, incluso en una masacre, intervinieron los partidos políticos y la Iglesia. El gobierno cedió y permitió que los recién llegados se quedaran. «Cuando se observa en perspectiva, La Victoria estaba inaugurando, en 1957, una estrategia que iría ganando prestigio y desarrollo en los años siguientes: si el Estado no atendía las demandas por vivienda de los pobladores, ellos mismos, organizadamente, podían tomar sitios y levantar sus propias poblaciones», escribe Mario Garcés, historiador de la Universidad de Santiago en un paper titulado «El movimiento de pobladores durante la Unidad Popular». Esta organización local, sostiene el experto, se usó como instrumento de lucha para solucionar el problema de vivienda y como un espacio para la construcción de un poder local, comunitario.

    Las ocupaciones se incrementaron a finales de los años sesenta y comienzos de los setenta, en medio del ambiente electoral que llevó a Salvador Allende a la presidencia. Estas poblaciones ganaron también en estructura. Garcés explica que los partidos de la Unidad Popular (la coalición de Allende), especialmente comunistas y socialistas, apoyaron las tomas y que el propio Allende, en su campaña, se comprometió a impulsar políticas de vivienda. 

    Otro de los ejemplos más claros fue en 1967, cuando un grupo de personas, con apoyo del Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR), iniciaron la toma de La Herminda de la Victoria, hacia el occidente de Santiago. El MIR era una organización marxista que formó una guerrilla activa hasta que Salvador Allende ganó la presidencia en 1970; entonces salieron de la clandestinidad y se convirtieron en partido político. Luego vino el golpe militar de Pinochet, en 1973, y el MIR formó una resistencia armada a la dictadura, mientras sus miembros eran exterminados. 

    La Herminda de la Victoria se convirtió en un símbolo de la lucha por viviendas y de la lucha contra la dictadura militar. Garcés dice que los pobladores de los campamentos, en general, jugaron roles muy activos en la oposición a la dictadura. 

    Víctor Jara, asesinado pocos días después del golpe,  había escrito una canción dedicada a esa población:

    Herminda de la Victoria
    Murió sin haber luchado
    Derecho se fue a la gloria
    Con el pecho atravesado
    Las balas de los mandados
    Mataron a la inocente
    Lloraban madres y hermanos
    En el medio de la gente

    Todavía en medio de un parque de la Herminda hay un busto de Ho Chi Minh, ahora rodeado por casas de concreto y calles pavimentadas. 

    ***

    Parte del resurgimiento actual de los campamentos también está marcado por los movimientos sociales. Ludwing Burk es el dirigente de la toma Violeta Parra, que está en las afueras de la comuna de Cerro Navia, que está en las afueras de Santiago. La toma se formó en septiembre de 2019, un mes antes del estallido social. 

    Si se ve Google Maps en la vista de calle, que es anterior a esa fecha, se puede ver un plano de cientos de metros de tierra amarilla, totalmente vacío. Junto a ese vacío terminaba la ciudad en un cúmulo de blocks: esos apartamentos que la escritora Daniela Catrileo describe en su cuento «¿Has visto cómo brota la maleza de la tierra seca?» como «el agujero geométrico de las viviendas sociales: nuestros humildes nidos de espanto».

    Burk no llegó ahí porque hubiera perdido su trabajo. En ese tiempo vivía con su madre y tenía un empleo como informático. Pero Burk decidió, junto a 15 personas más, tomarse el terreno. De día trabajaba de ocho a seis, y de noche expandía la toma. “Estábamos construyendo hasta las cinco de la mañana para que no nos vieran avanzar”, dice. Y hacían turnos de vigilancia para prevenir que la policía o los dueños les araran lo construido. 

    Al principio no había ni palets ni zinc. Tenían carpas, y constante miedo al desalojo. Carpas que rompían las garras de los ratones, emplazadas entre la basura que se iba a acumulando. Ahora, los cuadrados de palets tapizados con tablas han invadido un área de unos 400 metros de largo y 300 de ancho. Si uno ve Google Maps en la visión satelital, que está más actualizada, se ve cómo cientos de metros de tierra seca ahora se han convertido decenas o cientos de callejones que dividen los cuadrados de zinc. Al interior de esas casas ya hay cocinas, camas, muebles. Unas 650 familias viven ahí, y están organizadas en siete comités. 

    Muchos, la mayoría, llegaron con el estallido social y la pandemia. Muchos son extranjeros: los inmigrantes representarían alrededor del 30 por ciento de los pobladores de las tomas en Chile. Pero Burk admite que lo que buscan son cambios políticos. «Hay un derecho a tener un techo que no está entregando el gobierno. Es nuestro derecho y así lo defendemos», dice. Explica que con la toma quieren presionar para que den una solución al problema de la vivienda. «Quedaban pocos espacios para viviendas en las comunas donde vivimos y, para presionar, había que tomarse un terreno, independiente de la situación en yo que estaba», explica. Asegura que están cerca de conseguir una solución.

    Burk fue llegando a la política de a poco. Antes buscaba respuestas en la religión. Pertenecía a una iglesia evangélica; estudió dos años teología, pero abandonó eso cuando se dio cuenta de que, desde ahí, no se iban a producir los cambios necesarios. «Entonces me metí en una organización político-social que hacía ferias libres y espacios para opinar», cuenta. Y todo derivó en la idea de tomarse un terreno. «Fue por responsabilidad social; independiente de que me costara comodidades, sentí que tenía que participar. No podemos seguir creyendo en las élites que no entienden a la mayoría del país», advierte. Y, con el triunfo de independientes en la Constituyente, está optimista. «Tengo harta fe en Chile, pero, si hay cosas que no nos gustan, nos vamos a levantar de nuevo». 

    La crisis de la vivienda ya tiene repercusión en la política actual. El gobierno de Sebastián Piñera, de centro derecha, reconoció que hay un déficit de al menos 700 mil viviendas y anunció un plan para dar solución habitacional y cerrar este año un centenar de campamentos. Varios candidatos presidenciales, en modo campaña hasta noviembre próximo, también tienen como ejes de sus programas políticos propuestas de solución para esta cuestión. 

    ***

    En El Mirador, sentada en el sofá, Noemí cuenta que al llegar crearon un comité y que ella, como una de las primeras en habitar el cerro, tomó el puesto de secretaria. Pero hubo problemas. A unos cien metros de su casa hay una animita: una casita blanca que resalta sobre la tierra seca y que tiene una flor de papel rosado que gira con el viento. La llegada y llegada al cerro de familias de peruanos, de haitianos, de dominicanos, de venezolanos y, por supuesto, también de chilenos trajo conflictos que rompieron la organización original. La animita era del antiguo director del campamento, quien fue acusado de estar «traficando terrenos» y luego fue asesinado. 

    «Al inicio se escuchaba mucho, era puro disparo», dice Noemí. «Había mucho conflicto, muchas balas». De hecho, explica, el cerro está divido por nacionalidades. Tras aquel asesinato, Noemí dice que hicieron una reunión grande, entre todos. «Hablamos de que éramos iguales. Todos queremos un techo donde vivir y no tenemos cómo pagarlo», dice. Las cosas se calmaron. 

    Hace poco se volvieron a organizar, para celebrar el día del niño. Ese fue el día más feliz que Noemí ha tenido en El Mirador. Su hermana se acerca en la silla y muestra fotos en su celular. Al fondo hay un escenario de telas amarillas, rojas y moradas que cuelgan como cortinas y que se unen en el medio por un moño verde. Al frente hay una veintena de niños: algunos posan, otros miran distraídos, varios tienen cintillos de colores o cuernos de unicornio. Entre ellos hay adultos: uno con un disfraz de pollo, una con falda verde fosforescente, otro, al fondo, vestido de payaso, tiene el pelo rojo y maquillaje que no se ha corrido en una sola línea. Se alcanza a ver una mesa con torta y dulces. La secuencia de fotos sigue con niños que entran y salen; aparecen nuevos disfraces: uno rojo con rayas negras y antifaz, otro de princesa. Unos cables llevan al parlante de donde salía la música en esa ocasión. «Nos organizamos entre todos los vecinos y pedimos ayuda y donaciones de caramelo y dulces», dice. 

    Celebración del día del niño en el campamento / Foto: Noemí Marcos

    Lo que más le preocupaba a Noemí cuando llegó eran sus hijos, que lo fueran a pasar mal. «Me daba miedo el frío, el clima, el cerro que era horrible, espinoso, ahora uno lo ve y cambió mucho, pero antes me preocupaba cómo iban a caminar por ahí», dice. «Pero se adaptaron». 

    En un video del celular se ve a Noemí acuclillada lavando ropa en un balde blanco de plástico. El sonido es cumbia, interrumpida por los agudos gritos de felicidad de su hija menor que, con los pantalones remangados, lanza agua a su hermano en un pequeño riachuelo. Continúan gritos y risas mientras la cámara gira y muestra a otro niño en camiseta y calzoncillos, listo para entrar al agua, y a otra mujer que estruja ropa sobre un balde azul. Atrás se ven unos pocos árboles y algunos cables en el piso. Más atrás, hay un par de casas sostenidas por delgados pilotes. 

    Noemí dice que cuando llegaron los niños estaban felices, que incluso a Emilio, el del medio, le decían «el niño de los cerros» por como corría por todas partes. «Lo único es que la carita les cambió», dice Noemí. «Se les rajó con el frío». 

    *Palets: armazones de madera, plástico u otro material empleadas como soporte o plataforma en el movimiento de cargas para facilitar el levantamiento y manejo (estiba) con pequeñas grúas hidráulicas.

    **Tomar: usado en el sentido de ocupar un terreno.

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    1 COMENTARIO

    1. Excelente artículo que muestra tanto la parte económica y política, con datos precisos y fuentes claras, como una parte humana que toca, que conmueve. Lo digo desde Chile.

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