El libro Balas perdidas. La foto de Pinochet y otras crónicas a 50 años del golpe de Estado en Chile (Rialta Ediciones, 2023) del escritor chileno Roberto Brodsky es, en una palabra, multifacético. Para ser más específica, encuentra su unidad, su todo, en las resonancias y fricciones que emergen al poner en juego distintos medios, momentos históricos, memorias, experiencias. Al mirar la portada, el lector advierte que está por adentrarse en un inusitado diálogo entre textos escritos por Brodsky —crónicas que tiene por tema central los últimos cincuenta años que han pasado en Chile— y obras de Jorge Tacla, artista visual chileno al que se debe, entre otras cosas, la serie La Moneda en llamas, conjunto de pinturas concebidas a partir de fotografías del bombardeo al Palacio de la Moneda el 11 de septiembre de 1973. Balas perdidas intercala textos e imágenes para narrar una diversidad de historias nacionales y personales que buscan capturar el peso del pasado sobre el presente.
En términos de su contenido, el volumen incorpora dos enfoques que podrían parecer opuestos: por un lado, se basa, como toda colección de crónicas, en la íntima experiencia que nace del contacto entre el escritor y su pueblo. Cada página está llena de referencias locales, retratos de la tan mencionada «idiosincrasia chilena» y párrafos que evocan escenas cotidianas o tendencias enraizadas en la cultura local. Así lo puede verificar quien se detenga, por ejemplo, en la descripción de un tal «Lucho, Manuel o Pedro», que viene a ser la cara de la pobreza y la resignación del Chile actual, en el texto «La negación».
Por otro lado, Brodsky muestra su firme propósito y su capacidad para abrir Chile —«país del fin del mundo», isla rodeada por montañas, hielo, mar y desierto— a la experiencia universal: la tristeza, la pérdida y la importancia de cultivar la memoria, entre otras. Estamos en manos de un experto en este milieu que sabe ilustrar las conexiones que existen entre la historia de Chile y otras realidades alrededor del mundo. Por ejemplo, en lugar de limitarse a referencias literarias chilenas, Brodsky se gira hacia el no por célebre menos sustancioso «El dinosaurio», de Augusto Monterroso. Nunca quita mucho espacio repetirlo: «Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí». Esta simple frase publicada en 1959 en Guatemala parece estar fuera de lugar en un libro sobre los últimos 50 años de Chile, pero su inclusión abre un infinito abanico de canales hacia el giro universalista al que me refiero. Brodsky explica su importancia para esta meditación sobre la realidad chilena: nos invita a considerar todos los significados que esa cuarta palabra, la que está precisamente en el medio del cuento («dinosaurio»), podría tener en Chile. ¿Se trata de la memoria misma, de una mentalidad, de una forma de ser? ¿El golpe? ¿Pinochet? La verdad es que la respuesta que cada lector elija no es siquiera el punto: el punto que quiero destacar es, antes bien, ese nexo que el autor consigue entre el cuento de Monterroso y la realidad chilena, especialmente, dado el eco que esa palabra «despertó» en el contexto del estallido social de 2019. Brodsky traza una línea entre Guatemala y Chile, subrayando lo universal —o, por lo menos, lo americano en el sentido hemisférico— mientras excava las ruinas del pasado reciente de su país. Porque, al final del día, son las conexiones que podemos hacer entre distintos países, realidades y épocas los elementos que forman la base de nuestro conocimiento compartido.
Dicen que la historia no se repite, pero rima, y Roberto Brodsky narra esas rimas con una mirada lúcida y perspicaz sobre la historia y el presente. En «La hora del asco», evoca un sentimiento nítidamente chileno: la sensación que despiertan las reacciones (todas insuficientes, mal aconsejadas o incluso, como dirían los jóvenes ahora, cringey) de la prensa a la muerte de Pinochet en 2006. Hay lectores que no reconocerán los nombres que Brodsky menciona, ni las referencias superlocales, pero son estos detalles, incógnitos para muchos, menos para ese grupo lector al que no para de dirigirse, los que marcan el texto como un espejo del Chile postdictatorial. Hay algo universal en la emoción y la experiencia que subyacen a las palabras. Tal vez por eso Brodsky pregunta: «¿Qué país escondido revela la muerte de Pinochet?», y luego: «¿Qué país es este que da asco leer la prensa, ver la tele, escuchar la radio?» (92). Todos nosotros podríamos imaginar una experiencia análoga en nuestros propios contextos, o ponernos en el lugar de la persona que se encuentra con una reacción mediática que produce vergüenza ajena, rechazo o incluso enajenación.
Quizá esta mezcla de lo local y lo universal no debería de sorprendernos dado que la crónica, ese género literario latinoamericano por excelencia, nos promete una combinación perfecta del microcosmos de la experiencia local y la intuición sobre lo universal —o por lo menos eñ intento de alcanzarlo. Nos sugiere que lo universal vive, de hecho, en esos momentos idiosincráticos, en el detalle, en un breve intercambio de palabras entre un transeúnte y un hombre que pasa su día parado en la esquina o detrás del mostrador de algún minimercado del barrio. El cronista sabe sacar ese giro hacia lo universal de lo cotidiano y lo tradicional, y nos permite percibir algo que va más allá de lo individual o lo propio.
Volviendo al dinosaurio de Monterroso, la crónica como género literario nos ayuda a ir al hueso, al esqueleto, a los dientes, a los pedacitos desparramados de los majestuosos monstruos que una vez caminaban la Tierra. Y estas crónicas de Roberto Brodsky nos invitan a manipular —siempre muy cuidadosamente— gestos, dibujos, frases sueltas y discursos que sobrevivieron al asteroide que fue el golpe del 11 de septiembre de 1973. Elucidan los procesos que subyacen a la recuperación de un pueblo que debe lidiar con décadas de trauma y una enorme presión que favorece el silencio y el olvido; presión que toma múltiples formas, entre ellas, la de no pronunciar nunca la palabra «dictador», incluso en el momento de su deceso.
Las crónicas de Brodsky también nos recuerdan que hay dinosaurios que sí sobrevivieron: restos del pasado que cohabitan la Tierra con nosotros, pero que no son pájaros ni lagartos. Son figuras y artefactos que persisten, y cuya mera persistencia nos invita a cuestionar todo el relato que hemos aceptado hasta ahora.
Lo que rescato de esta colección llamada Balas perdidas —título particularmente evocador, si pensamos en el temor a la violencia experimentada por la clase media santiaguina en los últimos años, gracias a la interminable cobertura mediática del crimen— es eso: que nos recuerda que los dinosaurios son importantes incluso en nuestro mundo actual, tan obsesionado con el fin del mundo, con un futuro a su vez próximo y distante. Podemos aprender de los dinosaurios, de sus huesos y dientes, de las comidas perfectamente preservadas por tantos años que encuentran los arqueólogos en sus estómagos. Y podemos hacer conexiones importantes si pensamos en el material genético que compartimos con ellos.
Balas perdidas nos recuerda el rol medular que los elementos universales de la experiencia humana —la risa, el llanto, el amor, la pérdida— tienen en nuestras vidas. No se limita a los paralelos que podemos trazar entre las dictaduras del Cono Sur de los años setenta y ochenta, o las sociedades que padecen esa enfermedad llamada olvido. El texto nos ofrece una radiografía de la sociedad chilena de los últimos 50 años en la cual los huesos son momentos fugaces, familiares, dolorosos y chocantes que construyen el mundo actual. Son la imagen de Pinochet en la televisión, La Moneda en llamas, la estatua de Plaza Baquedano / Plaza de la Dignidad. Pero también son los transeúntes anónimos, los que salen a votar o protestar, el hombre sentado en un café en el centro de Santiago. Como sugiere el título del libro de Tomás Moulián, Chile actual: Anatomía de un mito (1997), el libro de Brodsky evoca un andamiaje que sirve como el sustento del todo que estamos mirando, como el esqueleto de un dinosaurio en un museo de historia natural.
Creo que la importancia del golpe, la transición, la postdictadura (si es que existe) y el estallido social es su capacidad de evocar temas tan importantes para los siglos XX y XXI como la desigualdad —encarnada en los personajes de la calle que Brodsky retrata (destaco la escena de la florista solitaria fuera de los funerales oficiales de Allende)—, la soledad, la migración (experiencia que informa muchos de estos textos) y el concepto de fake news, junto a otros temas relacionados con los medios de comunicación, la nueva realidad digital, los estudios forenses (principalmente a partir de los detenidos/desaparecidos) y el rol de las nuevas tecnologías en la preservación de nuestros registros históricos.
Para cerrar, quisiera llamar la atención sobre uno de los temas universales que podríamos explorar a partir de Balas perdidas. Lo propongo como alguien que estudia la memoria y el olvido en el contexto chileno. Se trata de lo que veo ahora como la insuficiencia de la memoria. Después de tantos años de «nunca más» y «recordar» y «conmemorar» —sobre todo en 2023 para marcar los cincuenta años del golpe—, es duro enfrentarnos con la realidad de que la memoria no es suficiente. Si lo fuera, no sería necesario seguir teniendo una conversación como la que invita a tener Brodsky, haciendo ese duro trabajo arqueológico y de archivo. No tendríamos que seguir insistiendo en la importancia del Shoa. No cabría duda de la existencia o no de un nuevo genocidio.
Pero si dejamos de enfocarnos exclusivamente en el trabajo de la rememoración o en las oportunidades para la conmemoración, ¿qué es lo que nos queda? ¿Por qué es tan importante volver una y otra vez al golpe, a estas imágenes tan conocidas y tan maravillosamente reinventadas por Jorge Tacla? ¿A las palabras que Roberto Brodsky rescata de publicaciones que datan de los primeros días de la llamada transición a la democracia y nos ofrece nuevamente aquí? Quedan los huesos, los dientes, el material genético que solo el cronista sabe rescatar y utilizar para contar nuevas historias, para desafiarnos a construir un mundo nuevo y rechazar el diagnóstico terminal del fin del mundo, para recordarnos que todos estamos conectados, tanto en el aquí y ahora como con nuestros pasados y los pasados de todos los demás. Incluso el de los dinosaurios.