La violencia como implementación política y simbólica

    Los enemigos de la libertad han acusado

    siempre a sus defensores de propósitos subversivos.

    Karl Popper

    I

    La experiencia de la violencia como normatividad no es un rasgo más en un sistema totalitario. En todo caso es un elemento organizador: es, en un lenguaje ontológico, su condición de ser, vale decir, su condición óntica. La violencia en cualquier caso ha vertebrado la naturaleza de estos sistemas, una vez que estratifica su práctica adecuándola a condiciones y necesidades. Nadie, absolutamente nadie, escapa de esta violencia; poco importa si esta es subliminal o explícita, física o psíquica, real o virtual, simbólica o «eufemística».

    Desde Karl Popper con La sociedad abierta y sus enemigos, que ancló el origen de los sistemas totalitarios en Platón, no solo como filosofía sino también como programa político, cuando instrumentaliza la teoría del derecho o justicia como principios legítimos siempre que estos favorezcan la estabilidad y el poderío del Estado, pasando por el Foucault de la biopolítica, las disciplinas del cuerpo y las tecnologías del yo, con sus mecanismos de ortopedia concertada desde una institucionalidad panóptica, hasta el Byung-Chul Han de la psicopolítica como violencia introspectiva y «autónoma», pero también voluntaria y apasionada; la violencia ha penetrado y se ha articulado en el mundo de los sujetos y las cosas generando la ausencia de alteridad. El sujeto de la violencia desaparece en su condición, en su identidad y, una vez desprovisto de sus derechos, se ejecuta como receptor de esta.

    Como en todos los sistemas totalitarios, la violencia ha sido una extensión de un discurso político, pero sobre todo de una ideología instrumentalizada que alberga el deseo, más que la posibilidad, del establecimiento de principios fundamentales que se podrían designar bajo la conceptualización de «ingeniería social». La búsqueda de lo inalterable, de lo irreversible, de lo socialmente predeterminado, las ansias de constitución de un sujeto social que encarne esos «valores» de «hombre nuevo» poseedor de un destino, de una teleología, es decir, poseedor de la capacidad de influir y modificar —a priori— la historia bajo un criterio preestablecido, constituyen las «bases» políticas de esta «ciencia» que se ejecuta mediante una racionalidad repujada y una finalidad como principio organizacional.

    II

    Henry Eric Hernández y Carlos A. Aguilera se han sentado a conversar acerca de las razones de la violencia, y en especial las correlaciones de fuerzas asociadas a ella, a partir de la documentación, la gráfica, el archivo como receptáculo de la memoria. Sentémonos a conversar sobre la violencia (Rialta Ediciones, 2021) es un libro diferente en un sentido didáctico puesto que «naturaliza» la violencia endógena y «contenida» en la sociedad cubana para explicar sus lógicas, y sobre todo sus procedimientos más descarnados.

    El manejo gráfico de la macroviolencia desemboca en un lenguaje que articula una sensibilidad donde todo funciona como validación ideológica de sí misma. La violencia autoinfligida por la estratificación política del régimen totalitario genera un estado de orfandad en que las víctimas son incapaces de articular una respuesta orgánica. Henry Eric Hernández insiste en la naturaleza de la orfandad como mecanismo de invisibilización; el régimen, el poder totalitario cubano hace invisible a todos aquellos que disienten o que sencillamente no entran en su construcción arquetípica de sociedad.

    Ajena a todo maniqueísmo, la violencia de la que nos habla Henry Eric Hernández en su libro se desborda; está licuada en una sociedad donde la barbarie ha sido impuesta desde el propio año 1959, y donde los ejercicios de fuerza han sido el vehículo a partir del cual se establece la supervivencia. Recurrir a la violencia, imponerla, ejecutarla desde la soberbia, ha sido en la escala social la única forma —calamitosa— de sobrevivir dentro del modelo excluyente diseñado y consumado por el régimen cubano.

    La estratificación de esta violencia no solo se realiza gracias a un modelo excluyente, se pretende y se anticipa incluso en una uniformidad social y política. En el volumen —ya sea en su cuerpo gráfico, ya sea a nivel argumental cuando conversa con Carlos A. Aguilera—, Henry Eric Hernández intenta subvertir y reciclar los fetichismos simbólicos, políticos, sexuales y culturales, convirtiéndolos en referencias que, ante el deterioro del poder, adquieren nuevos significados.

    La implementación de la violencia forma parte de un programa de planificación cuyo único objetivo es penetrar en el intersticio entre la biopolítica y la psicopolítica del cuerpo. Destruir el cuerpo, pero también el alma. «Quien dude de la planificación de la violencia política por parte del gobierno cubano y sus instituciones, por muy chapucera que nos pueda parecer su puesta en práctica en alguna que otra circunstancia, creo que no ha entendido donde ha vivido o, más jodido aun, no quiere enterarse».[1]

    Estos procesos no son nuevos, como tampoco son autóctonos los dispositivos mediante los cuales se ejecutan. Sin embargo, Sentémonos a conversar sobre la violencia nos ayuda a entender lo que ha sucedido; nos ayuda a comprender los mecanismos de la represión, y también nos convida a desbancar los mitos sobre los cuales se ha construido una ficción política nacional. La ficción histórica del discurso político cubano es consustancial a la demagogia, pero también a ciertos teleologismos, más allá de sus correlatos fácticos. Henry Eric Hernández desmonta con sus argumentos uno de los pilares sustanciales de una discursividad enquistada en la conciencia nacional. El régimen cubano no es la consagración de una utopía, sino un sistema totalitario donde todos somos o hemos sido víctimas. La sustitución consciente de la terminología utópica, por la argumentación en torno al totalitarismo coincide con la emergencia de una nueva intelectualidad crítica que se reúsa a existir o convivir en los terrenos de la ambigüedad y el oportunismo donde han medrado otros intelectuales comprometidos con la izquierda. Tanto en El fin del gran relato como en Sentémonos a conversar sobre la violencia, Henry Eric Hernández hace añicos la cautela del discurso utópico; un discurso que nos ha forzado a ver donde no hay, a fabular una realidad inexistente. De la ahí la profunda crisis ética que debe afrontar Cuba en el futuro proceso de reconstrucción de la nación.

    La violencia endógena, la violencia política establecida en el seno de la familia, establecida desde el autoritarismo del padre, pero sobre todo desde el autoritarismo político, son el núcleo capsular de este texto. Henry Eric Hernández rompe todo ejercicio de sublimación, todo lirismo, para encauzar un entendimiento cabal de este problema. Ni el diálogo ni la poesía van a salvar la nación. Un régimen que invisibiliza cuerpos, que borra personas y hechos, un régimen que expulsa lo diferente, un régimen que miente y destierra, no puede ser derrocado con poesía. No seamos ingenuos.

    Henry Eric Hernández no solo habla desde un posicionamiento teórico; lo hace también desde un posicionamiento práctico que se establece como estrategia. Para replicar al poder, hay que hacerlo con una mezcla de arrogancia e insolencia. Solo de este modo, el miedo consustancial al totalitarismo dejará de ser inconmensurable.


    [1] Sentémonos a conversar sobre la violencia (2021). Rialta Ediciones, Pág. 89.

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