El libro cubano de Sartre, o las dificultades de la esperanza

    Huracán sobre el azúcar termina con una frase dramática: «Los cubanos deben triunfar, o lo perderemos todo, hasta la esperanza». La expresión tiene el pathos del gran poema de Vallejo sobre la República, donde «si cae España» todo crecimiento se detendrá, la catástrofe llegará al mundo físico, al organismo mismo: «¡cómo van a quedarse en diez los dientes!». De hecho, la palabra «esperanza» remite, en este contexto, a la novela homónima de André Malraux sobre los milicianos extranjeros que combatieron al bando nacional, y también a El fin de la esperanza, aquel testimonio de Juan Hermanos que Sartre reseñara en 1949 en Les Temps Modernes. Ahora, dos décadas después de la caída de la República española, parecía que la esperanza hubiera renacido en uno de esos «pueblos de nuestra lengua, siempre dormidos, siempre inmóviles y como aplastados bajo el peso de las oligarquías y las castas» (Juan Goytisolo, Cuba, pueblo en marcha). Maravillado al encontrar en el trayecto del aeropuerto hasta la ciudad un gran cartel luminoso que decía «Viva la paz y el socialismo», Jesús López Pacheco se preguntaba si «había realizado realmente un viaje por el espacio hasta Cuba o por el tiempo hasta la España de 1936-39».

    Sartre suelta su rotunda frase sólo tres párrafos después de referirse al discurso donde, ante una audiencia multitudinaria, Fidel Castro pronunció por vez primera la consigna de «¡Patria o muerte!». «Cuando estalló La Coubre», escribió Sartre, «descubrí el rostro oculto de todas las revoluciones, su rostro de sombra: la amenaza extranjera sentida en la angustia. Y descubrí la angustia cubana porque, de pronto, la compartí». Esa masiva manifestación venía a ser el colofón perfecto para aquel reportaje que, en dieciséis entregas consecutivas, del 28 de junio al 16 de julio de 1960, apareció en France-Soir, el periódico de mayor tirada de Francia. Si a lo largo de su crónica Sartre había destacado la «alegría cubana», ese momento único en que la revolución y el carnaval parecían indistinguibles, con la explosión de La Coubre, que el gobierno cubano atribuyó a la CIA, las cosas se dramatizan; el tono se vuelve lírico: «Bastaría publicar el texto para que la determinación firme y violenta, la indignación sombría, saltaran a los ojos de lector. Pero ningún periódico haría sentir lo que fue, en verdad, el discurso: una larga marcha contra el viento, bajos las nubes, en la noche, hacia un paso todavía desconocido: victoria o exterminación».

    Este Sartre nos hace recordar al Cabrera Infante de «La marcha de los hombres»: el escritor casi mudo ante la grandeza del espectáculo revolucionario, anonadado ante lo Sublime. El cronista retrocede a su posición de mero testigo, reconociendo los límites del lenguaje para captar la verdad del acto. El Sartre grafómano regresa enseguida, sin embargo: al final de este último artículo, después de apuntar que saludó a Castro tras terminar este su discurso, escribe: «Volví a verle, pero contaré esa entrevista en un libro, en el cual hablaré de otros aspectos del régimen, de otros problemas y otras conquistas». Sobre este otro libro, que no es ya Huracán sobre el azúcar, Simone de Beauvoir señala en La force des choses: «Exhaustivo como de costumbre, había comenzado un enorme trabajo sobre Cuba que excedía en mucho los límites del reportaje que había propuesto a France-Soir». Los artículos que aparecieron en el periódico eran extractos de esa obra mayor, y fue Claude Lanzmann quien escogió, con autorización de Sartre, los títulos de cada uno. 

    Ahora bien, aunque rápidamente traducidos al español, el portugués y el inglés, el reportaje de Sartre nunca fue recogido en forma de libro en Francia; no fue hasta 2008, en el número 649 de Les Temps Modernes, que los artículos fueron recopilados en su idioma original, junto al manuscrito de aquel libro inconcluso, que el propio Lanzmann, entonces director de Les Temps Modernes, llama «Ouragan sur le sucre II». Para ese entonces Fidel Castro ya había cedido el poder a Raúl Castro, ocurrido justo lo contrario de lo predicho por Sartre, cuando señalaba en 1960 que «los jóvenes dirigentes tienen como objetivo realizar la fase actual de la revolución, conducirla hasta la orilla del momento siguiente y suprimirla eliminándose por sí mismos». El reportaje no le interesaba a nadie, y Les Temps Modernes hacía décadas había perdido la centralidad que tenía todavía en 1960. 

    ¿Por qué Sartre —nos preguntamos— no publicó Huracán sobre el azúcar como libro en Francia, si lo que buscaba, como él mismo declaró en su siguiente estancia en la isla, en octubre del propio año 60, era seguir «defendiendo» a la Revolución Cubana? Vienen a la mente, enseguida, dos posibles explicaciones: una tiene que ver con el texto, otra con el contexto. Como han señalado varios estudiosos de su obra, aunque Sartre tenía cierta experiencia periodística, sobre todo en aquellos artículos que escribiera a petición de Camus en 1945 para la revista Combat sobre la liberación de París, no era un buen periodista. Incluso biógrafos que simpatizan con Sartre, como Annie Cohen-Solal, describen su reportaje como «sorprendentemente anecdótico, simple, incluso simplista». El filósofo, entonces, se habría dado cuenta del escaso valor de sus artículos, y por tanto se habría negado a recogerlos.

    La segunda explicación enfatizaría, en cambio, no ya las manquedades del reportaje sino su rápida obsolescencia, el hecho de que el entusiasmo que trasmiten esas páginas duró poco. Aunque Sartre era consciente de que lo que llamó «la luna de miel de la revolución» no sería eterna, su segunda estancia en Cuba junto a De Beauvoir no dejó de sorprenderlos, para mal. «La Habana había cambiado», cuenta ella en sus memorias. En lugar de la espontaneidad que los encantara seis meses atrás, ahora encontraron una situación que anunciaba la Crisis de Octubre: los clubes nocturnos estaban cerrados, la gente movilizada, los intelectuales del Partido tenían más autoridad. «Durante nuestra conversación con los intelectuales, Rafael [Carlos Rafael Rodríguez] y Guillén, que en abril no habían abierto la boca, hablaron muy fuerte. A propósito de la poesía, Guillén declaró: ‘Considero que toda búsqueda formal es contrarrevolucionaria’. Exigían adhesión a las reglas del realismo socialista». 

    Aunque, como sabemos, no sería hasta 1971 que la pareja de filósofos rompió públicamente con el régimen cubano, hay sobradas evidencias de ese paulatino desencanto en las memorias de Beauvoir y otros testimonios de gente que los conocieron en Cuba, como Juan Arcocha. 1968 fue, al respecto, un año clave. Aunque en mayo, cuando en la Cité Universitaire un estudiante le espetó que solo el Partido Comunista podía hacer la revolución, desafiándolo a dar un ejemplo de lo contrario, Sartre replicó que «Fidel Castro y el Movimiento 26 de Julio», el apoyo del gobierno cubano a la invasión soviética en Checoslovaquia fue un parteguas, claro índice de que filósofo y líder, quienes en 1960 se encontraban en sintonía, ahora navegaban en sentidos contrarios. Sartre rompería definitivamente con la Unión Soviética, justo cuando Castro, condicionado por la debacle económica en Cuba, comenzaba el acercamiento que culminaría con el ingreso del país en el CAME y la promulgación de la Constitución de 1976. 

    En 1968 pudo haberse producido, por cierto, una nueva visita de Sartre a la isla. Él estaba, desde luego, invitado al Congreso Cultural de La Habana, pero alegó a última hora problemas de salud. Se ha sugerido que su creciente incomodad con la situación cubana fue, en realidad, uno de los factores en su decisión de no viajar a Cuba. Pero, como se ve en «El intelectual frente a la revolución», entrevista de enero de ese año con la revista Le Point (reproducida luego en Pensamiento Crítico), en el 68 Sartre todavía apoyaba públicamente al gobierno revolucionario. «Para un intelectual, es absolutamente imposible no ser pro-cubano. Esa revolución caótica ha tenido sus momentos negativos, pero posee una línea coherente, una línea radical y sigue siendo radical», afirmaba Sartre. Para él, la primera «iluminación radical» del ejemplo cubano era el haber hecho una revolución contra el ejército. El filósofo veía en la toma violenta del poder una suerte de anticuerpo contra la corrupción: «Nosotros mismos, si hubiéramos tomado el poder sobre la base de un compromiso —me dijo Fidel— hubiéramos sido corrompidos, a pesar de nuestra buena voluntad».  

    Sus reservas posteriores no alcanzan a explicar, entonces, la incógnita que nos planteamos, esa exclusión de los escritos cubanos de la obra de Sartre. Porque no es sólo Huracán sobre el azúcar; también «Ideología y revolución», ensayo que escribió durante su estancia en Cuba y que apareció, el mismo día de su partida, en Lunes de Revolución, fue relegado. De hecho, este texto nunca se ha publicado en francés, en contraste con la suerte de su versión en inglés, que apareció rápidamente en la revista Studies of the Left, luego como parte de Sartre on Cuba (Ballantine Books, 1961), que es una traducción de Sartre visita a Cuba, y también, como folleto, entre los materiales propagandísticos distribuidos por el Fair Play for Cuba Committee. En Situations V, publicado por Gallimard en 1964 con el subtítulo de Colonialisme et néocolonialisme, se recopilan el prólogo a Los condenados de la tierra y el ensayo «El pensamiento político de Patricio Lumumba», pero no «Ideología y revolución», que debió haber ido ahí, pues es justo en ese marco de tercermundismo y descolonización donde se encuadra la lectura de la Revolución Cubana que propone Sartre.  

    Comparemos, a propósito, estas omisiones del tema cubano con los textos sobre la URSS. El trayecto de Sartre como «compañero de ruta» empezó con Los comunistas y la paz, un larguísimo ensayo publicado en 1952, justo cuando, ante las evidencias de los campos de trabajo, muchos de sus compañeros de generación cortaban todo vínculo con la URSS. Tras su primer viaje a ese país en 1954, Sartre declaró que «la libertad de prensa es total en la Unión Soviética». Dos años más tarde, criticó la intervención soviética en Hungría y se alejó del Partido Comunista Francés, pero en los sesenta volvió a viajar a la URSS. Fue allí, por cierto, donde Padilla lo conoció en 1963, como cuenta en La mala memoria. No sería hasta la intervención en Praga, contemporánea con su acercamiento a los jóvenes maoístas de la Gauche prolétarienne, que Sartre se alejaría definitivamente de la Unión Soviética. Basta comparar «El fantasma de Stalin», ensayo escrito a raíz de los sucesos de 1956, con «Le socialisme qui venait du froid», su prólogo a Trois générations: entretiens sur le phénomène culturel tchécoslovaque, para advertir la diferencia. El Sartre de 1956 atribuía en parte la sublevación húngara a las imprudentes revelaciones del informe de Jrushchov al XX Congreso del PCUS; el de 1969, convencido de que la corrupción del sistema estaba más allá de toda salvación, escribe que «no se reparará la máquina» y es preciso que los pueblos «se apoderen de ella y la tiren a la basura».

    Todos esos textos aparecen sin embargo en los tomos de Situations, lo cual, hasta cierto punto, es consecuente con esa política de la absoluta transparencia, en cuanto a la publicación de sus escritos, incluyendo diarios y cartas personales, que Sartre tuvo toda su vida. Conservar de alguna forma, tras su giro al marxismo en los años 40, la idea del hombre como proyecto interminable que está en el corazón del existencialismo sartreano, le permitió racionalizar en buena medida esas contradicciones, bandazos y cambios de posición de que está llena su obra. Esto, por un lado. Por el otro, su creencia en la superioridad intrínseca del campo socialista, de que, a pesar de todo (aunque ese todo fuera el Gulag), la crítica a la URSS solo podía hacerse desde dentro, si no necesariamente desde el partido comunista, sí desde el campo más amplio de los «compañeros de viaje». En El fantasma de Stalin, Sartre había escrito: «para preservar la esperanza, es necesario […] reconocer, a pesar de sus errores, sus abominaciones, sus crímenes, el obvio privilegio del campo socialista, y condenar con más fuerza las políticas que ponen esos privilegios en peligro».

    «Para mantener la esperanza»: he aquí el tema que encontramos, unos años más tarde, en la conclusión de Huracán sobre el azúcar. Aunque sucede a la explosión de La Coubre y la decisión nacional-popular de luchar contra un enemigo externo, está claro que la verdadera amenaza que Sartre temía no era esa, sino la propia congelación de las revoluciones, el estalinismo, para decirlo rápido. Recordemos, a propósito, que Sartre fue a Cuba cuando recién había terminado el primer tomo de su Crítica de la razón dialéctica, y estaba por comenzar el segundo, donde analizaría precisamente esta cuestión. Declarando taxativamente que el marxismo era «la filosofía insuperable de nuestro tiempo», en esa magna obra el filósofo pretendía sentar las bases de lo que —diferenciándola de la anthropologie structurale de Lévi-Strauss— llamó antropologie estructurelle, un saber que integrara el existencialismo y el psicoanálisis en el trabajo unificador de la razón dialéctica. Mientras la razón analítica, burguesa, conducía a las múltiples historias y compartimentos estancos del positivismo, la razón dialéctica era totalizadora: la historia se volvía inteligible.  

    El primer tomo de la Crítica de la razón dialéctica ofrece una «teoría de los conjuntos prácticos». Sartre contrasta la serialidad (por ejemplo, la gente en una cola, aburridos, pasivos, indiferentes) con el grupo-en-fusión, que es colectivamente activo; cuando estaban tomando La Bastilla, todos en la multitud se comportaban de otra manera, no alienada, no individualista. En Los comunistas y la paz, contraponiendo la «democracia de masas» a la «democracia burguesa», Sartre había pretendido, con obvia mala fe, que este tipo de cohesión existía entre el Partido y el proletariado, pero tras los sucesos de Hungría su visión idealizada parecía cada vez más insostenible. En esa coyuntura, la Revolución cubana venía a ofrecer una posibilidad única de experimentar la primera fase de una revolución, el momento de espontaneidad anterior a la institucionalización y la burocracia. 

    Tomando como modelo el Juramento del Juego de Pelota, cuando los diputados del «tercer estado» juraron no separarse hasta dotar a Francia de una constitución, Sartre analizaba, por ejemplo, en el primer tomo de su Crítica, el juramento como una «práctica reguladora y totalizadora». Ahora bien, ¿no fue aquel acto masivo donde «el pueblo» declaró, tras la explosión de La Coubre, luchar por la patria hasta la muerte, el equivalente cubano de aquel juramento inaugural de 1789? Después del grupo-en-fusión se había pasado sin embargo en las revoluciones francesa y rusa, a lo que Sartre llama la «fraternidad-terror», y el segundo tomo de la Crítica de la razón dialéctica, subtitulado La inteligibilidad de la historia, es justo un análisis del decurso de la Revolución de Octubre tras el triunfo de la idea del «socialismo en un solo país» y el consiguiente culto a la personalidad de Stalin. De lo que se trataba no era, entonces, de que los cubanos derrotaran la amenaza proveniente de Estados Unidos (él mismo reconocía que, si no existieran, tendrían que inventárselos), sino de que no repitieran ese patrón de las revoluciones convertidas en terror que tenía su máximo pero no único exponente en el estalinismo. Los cubanos debían vencer, para no perder la esperanza, contra lo que parecía una suerte de determinismo histórico.

    Sabemos que los cubanos no vencieron (ni en el sentido en que lo decía Sartre ni en ningún otro), y el propio Sartre lo reconoció, tardíamente, en abril de 1971. Sigue siendo un enigma, sin embargo, no solo la deliberada exclusión de los escritos sobre Cuba en su obra recopilada, sino del propio tema de la Revolución Cubana en el segundo tomo de la Crítica de la razón dialéctica y, sobre todo, en L’espoir maintenant. Les entretiens de 1980, donde poco antes de morir Sartre revisa su pensamiento político y filosófico, de una manera tan sorprendente que dejó estupefactos a sus antiguos amigos de Les Temps Modernes y a la propia Simone de Beauvoir. Cuando el tema de la «esperanza» reaparece, en ese extraño diálogo con Benny Lévy donde el viejo filósofo abraza el mesianismo judío al que se ha convertido su discípulo-secretario-interlocutor, Cuba vuelve a brillar por su ausencia. Por ejemplo, Sartre reconoce, en uno de los diálogos, haber sido «compañero de ruta» hasta los sucesos de Hungría, cuando rompió con el Partido, pero jamás menciona su entusiasmo por el castrismo, que vino poco después. Y cuando, más adelante, surge el tema de la «democracia directa» —justo el centro de su lectura romántica de la Revolución cubana— Sartre menciona únicamente a la Revolución Francesa.

    Y cuando Benny-Lévy, muy autocrítico con su pasado maoísta, confronta a Sartre con su incendiario prólogo a Los condenados de la tierra, este responde: «En ese caso específico, te diré que eso provenía de la guerra de Argelia y de la guerra de Indochina, que me habían horrorizado». De nuevo, Sartre omite a la Revolución Cubana, que fue un factor —aunque no el único— en el radicalismo de ese prólogo que empezó a escribir justo tras su regreso a Francia, mientras redactaba Huracán sobre el azúcar. Beauvoir apunta, a propósito, en La fuerza de las cosas: «Sartre había visto cómo se realizaba en Cuba la verdad de lo que decía Fanon: en la violencia, el oprimido recupera su humanidad». Y antes, en su relato del viaje: «Por primera vez en nuestra vida éramos testigos de una felicidad que se había conquistado por la violencia; nuestras experiencias anteriores y sobre todo la guerra de Argelia sólo nos habían descubierto su faz negativa: el rechazo del opresor. Aquí los ‘rebeldes’, el pueblo que los había apoyado, los milicianos que quizá tuviesen que batirse pronto, todos estaban radiantes de felicidad». 

    Quizás una de las claves de nuestra incógnita está justo aquí: la relación de Sartre con Cuba había sido fundamentalmente distinta a la que tuvo con la Unión Soviética. Sartre, y Simone de Beauvoir, quienes se acercaron a la URSS en la época postestalinista, décadas después de aquella «luna de miel» de la Revolución de Octubre que fueron los años veinte —la época de la extraordinaria vanguardia rusa (futurismo, suprematismo, constructivismo), cuando todavía los teóricos formalistas continuaron sus investigaciones pioneras, antes de que el gran Shklovski tuviera que convertirse en autor de literatura infantil—, no encontraron en el país de los soviets ese tipo de «felicidad». Nunca estuvieron fascinados por la Unión Soviética como lo estuvieron por Cuba. No sostuvieron con Jrushchov o Brezhnev una relación tan estrecha como la que tuvieron con Fidel Castro. Pravda no reportó los coloquios y desplazamientos de Sartre y su compañera con la exhaustividad con que lo hizo Revolución

    En Cuba el filósofo compareció incluso en la televisión, y era reconocido en la calle por personas que seguramente nunca habían leído una sola línea suya ni oído antes su nombre. Carlos Franqui recuerda en sus memorias que una de las comparsas del carnaval habanero cantaba a ritmo de rumba: «Saltre, Simona, un dos tres / Saltre, Simona, echen un pie». Aquella entusiasta acogida aumentó, desde luego, la conmoción de ambos por las transformaciones que presenciaban: cuarteles convertidos en escuelas, renovación de barrios insalubres, reforma agraria, ministros de menos de treinta años…

    Pero lo curioso es que la fascinación de Sartre, en la primavera de 1960, contrasta con el profundo desagrado que él había experimentado durante su primer viaje a la isla, en el verano de 1949. Aunque Sartre lo menciona al comienzo de Huracán sobre el azúcar, no ofrece allí detalle alguno. Hasta la publicación del manuscrito de su libro cubano en 2008, teníamos pocas referencias de ese viaje que realizó en compañía de su amante franco-norteamericana Dolores Vanètti, fuera de un encuentro con Hemingway, del cual hay testimonio en una fotografía y en los diarios de Mary Welsh. Sartre, quien había conocido al escritor norteamericano algunos años atrás en París, fue a visitarlo a La Vigía el 27 de agosto, un día antes de su partida de la isla. La esposa de Hemingway, que esperaba enterarse de las últimas controversias filosóficas de París, quedó decepcionada, pues Sartre y Hemingway pasaron de puntillas por el tema del existencialismo para dedicarse a conversar sobre la publicación de libros, comparando los contratos que tenían con sus respectivos editores y comentando tácticas para conseguir que les aumentaran sus royalties.  

    Sartre viajó en hidroavión de Port-au-Prince a Santiago de Cuba, donde recorrió un barrio insalubre y tuvo la impresión de una ciudad provinciana y colonial, orgullosa de su pasado heroico, que se consideraba, «contra toda evidencia, una ciudad blanca». La Habana, en comparación, le pareció menos racista. «Esa capital prostituida, devastada por el turismo, se protegía de la cultura norteamericana profesándole a sus negros una amistad sorda y fuerte». Cuba le pareció un país «vendido», que ocultaba su miseria bajo una fachada de lujo y abundancia. En Puerto Rico y en Haití, «la miseria se mostraba desnuda: eso no es ni mejor ni peor, pero uno sabe a qué atenerse. La Habana me disgustaba: su opulencia marchita, su sospechosa alegría sugerían una intolerable penuria que no se dejaba ver por ningún lado». El filósofo creyó encontrase en medio de un «archipiélago de soledades», donde la gente no se comunicaba entre sí, y es eso lo que, reconoce Sartre en su manuscrito de 1960, lo llevó a mirar a Cuba solo bajo el lente de los conflictos raciales, «a perderme en la investigación de los efectos en lugar de intentar entender las causas».

    En Santiago encontró la «resignación de los negros»; en La Habana la «resignación de los blancos». Si Haití era «los infortunios de la virtud», Cuba era «los infortunios del vicio». Todo se había corrompido hasta la médula. Sartre percibe prostitución, desmoralización y juego donde quiera. Varios de los tópicos sobre el carácter nacional fijados por los letrados republicanos aparecen en su recuento del viaje, sobre todo la proverbial imprevisión de los cubanos, y su inveterada afición a los juegos de azar. También, el discurso crítico sobre las nefastas consecuencias del monocultivo azucarero. Sartre, evidentemente, absorbió buena parte de estas ideas en sus charlas con intelectuales cubanos («fui invitado a casa de un intelectual habanero, conocí a la izquierda cubana: en esa reunión había cuatro simpatizantes del Partido Ortodoxo»), pero no hemos podido identificar quiénes fueron, encontrado en las revistas y periódicos de la época referencia alguna al primer viaje de Sartre. 

    En ese encuentro con intelectuales cercanos a la Ortodoxia, Sartre descubrió que las clases medias de La Habana parecían aún más desmoralizadas que las prostitutas negras de Santiago, pero que se trataba, en verdad, de una misma desmoralización. «La verdadera razón del racismo, de la miseria y de la corrupción política, para los negros como para los blancos, era un Destino». Y ese destino era, en última instancia, la «Diosa Caña». Los blancos se resignaban al destino de la isla como los negros al destino de su raza. «Precisamente porque el malestar cubano resultaba suave incluso cuando era insoportable. La isla se descomponía, los hombres se morían de hambre pero se mantenía la decencia, no se oía el ruido de las botas ni el de los fusiles. Se moría de languidez, sin derramar sangre». Esta visión de la decadencia cubana recuerda, por cierto, a aquella que ofrece Ivan Goll en «Corona de las frutas», su curioso ensayo poético de 1944: «Todo ese alimento madura libremente en los huertos, al borde de los caminos, a lo largo de las playas. Pero desde hace cuatro siglos, la población de Cuba muere de hambre, muere de enfermedad, muere de miseria». Mas en medio de ese cuadro infernal, Goll advierte cómo los poetas «anuncian la proximidad de una era de redención». Sartre, en cambio, no percibe en Cuba signo alguno de un futuro renacimiento. 

    Vale la pena reproducir íntegro el último párrafo de la parte dedicada al viaje de 1949: «Regresé a París, desconcertado. Al comienzo, me acordaba a menudo de ese exuberante verdor en medio del mar, veía ahí una imagen secreta de la muerte. Después pensaba menos en Cuba. Me enteré, con seis meses de atraso, de que la democracia cubana había sido reemplazada una vez más por dictadura. Batista, regresando de los Estados Unidos, había dado un golpe de estado y tomado el poder: el Partido Auténtico había huido, deshonrado; el Partido Ortodoxo, por ese golpe de suerte, conservó su honestidad durante algún tiempo. […] Me indigné. No contra Batista, sino contra los cubanos que lo habían permitido. ‘¡Ni una barricada! ¡Ni un disparo! La democracia reclamaba su concurso y se han quedado con la boca abierta en lugar de arriesgar un pelo de la cabeza’. Concluí: ‘Esa gente tiene lo que se merece’, y descarté la cuestión. Fue, lo reconozco, un descuido. Esa ligereza de juicio es inexcusable a mi edad. No me disculpo, solo digo que este ‘one world’ en que vivimos exige una amplitud de visión y una profundidad de memoria que nunca hemos tenido. Nuestros estrechos pensamientos se mueven alrededor de la tierra, abandonan un cráter extinto para trasladarse a una nueva erupción; por donde quiera surgen focos de incendios; los perseguimos, rápidos pero siempre retrasados. No se puede abarcar el todo de un solo golpe de vista ni conservarlo en una sola memoria. Hay que hacer sitio: de vez en cuando es preciso hacer una cruz sobre rostros, lugares que no veremos más, borrar los acontecimientos que no han tenido continuación, situaciones que no hemos comprendido bien. Yo sé que mi antipatía hacia los cubanos era interesada: quería olvidar a Cuba para descongestionar mi memoria».

    Pero Cuba no se dejaba olvidar, hacía ruido, regresaba en noticias como el secuestro de Fangio, en relatos de un insurrecto barbudo que, a ese par de literatos franceses que eran Sartre y Beauvoir, les recordaba héroes novelescos como Arsène Lupin y Fra Diavolo, el legendario líder guerrillero que resistió en el siglo XVIII la ocupación francesa de Nápoles y aparece en varias novelas de Alejandro Dumas. De mala gana, Sartre se interesa en el asunto, mientras aumenta su disgusto con la situación de Francia, tras el regreso del general De Gaulle al poder. Es en esa coyuntura —que en sus conversaciones con John Gerassi describirá, años más tarde, como una profunda «depresión política»— que recibe la visita de Carlos Franqui, junto a Juan Arcocha y otro cubano que no hemos identificado. Sartre se resiste al comienzo, pero Franqui lo presiona: «Usted ha escrito demasiado sobre las revoluciones del siglo XIX y del siglo XX para que le concedamos el derecho de ignorar nuestra revolución». Los tres jóvenes cubanos, emisarios del gobierno revolucionario, afirman con rotundidad: «una cosa está clara: antes del 1 de enero 1959, los cubanos no han vivido la democracia. Ese día se produjo une metamorfosis irreversible: no es solo que han conocido el régimen democrático, es que le han cogido el gusto: ya nadie se lo podrá quitar». Sartre decide viajar a Cuba junto a Simone de Beauvoir. 

    20 de febrero de 1960. Hacen escala de unas horas en Madrid, que les desagrada. «‘No causa ningún placer imaginar lo que esa gente tiene en la cabeza’, me dijo en un café de la Gran Vía donde bebimos manzanilla», cuenta Beauvoir en sus memorias. Toman un avión de Cubana de Aviación que hace, dos veces a la semana, el trayecto de ida y vuelta a La Habana. Una aeromoza les ofrece un café, y un periódico cubano. Es, desde luego, Revolución. Ahí Sartre encuentra un artículo, firmado por El Escriba, donde descubre un tono parecido al de Franqui. El Escriba, que no es otro que Virgilio Piñera, dice que los escritores cubanos no le van a pedir consejos a Sartre; él es quien viene a aprender a Cuba. Vale la pena, de nuevo, citar in extenso: «Dejo de leer el periódico por un momento. Estas son el tipo de palabras que me gustan, quisiera que la isla entera esté llena de palabras así. ¿Qué es? ¿La áspera dignidad de los antiguos españoles, el orgullo en la pobreza? No, el desacato andaluz es el honor de los pobres que ven transformarse su miseria en ascetismo; detrás de ese lujo de los muertos de hambre está la ausencia de todo; al final, es irritante y a veces me he preguntado si la miseria asumida no es la peor de las herencias, el mayor perjuicio que los padres pueden hacer a sus hijos. El Escriba es algo completamente distinto. Un poquito quisquilloso pero, al parecer, relajado. Él no invita a sus colegas a enfadarse en el vacío, timeo danaos et dona ferentes, les recuerda lo que poseen y dice que no hay por qué recibir cuando se puede intercambiar».

    Además de Piñera, que, curiosamente, había sido mencionado en el recuento del viaje de 1949 (Sartre dice que, en ese mismo momento, «un joven autor cubano» llamado Piñera estaba poniendo en escena su obra Electra Garrigó, cosa que es incierta, porque el estreno había sido casi un año antes, en octubre de 1948), los autores que menciona Sartre son Guillén y Carpentier, lo cual no sorprende, pues los había conocido en los años cincuenta en los círculos del comunismo internacional. Allí donde había entablado amistad con Jorge Amado, quien organizara la larga visita a Brasil que Sartre y Beauvoir realizaron en el verano del propio 1960, en la cual, por cierto, Carpentier sale de nuevo a relucir: cuenta Beauvoir que habían leído con entusiasmo Los pasos perdidos y querían ver el Amazonas…

    De hecho, en Los tiempos modernos se había publicado una reseña de El siglo de las luces, y Sartre conocía incluso ¡Ecué-Yamba-O!. Ahí Sartre veía una confirmación de la tesis de El Escriba: se sentía incapaz de aportar nada a los escritores cubanos. «Nuestras recetas culinarias, las conocían antes que nosotros; si las usan, es para hacer nuevos caldos que bullen en la marmita cubana bajo un fuego de sarmientos africanos. Incluso y sobre todo entre los blancos, la cultura busca su origen telúrico y sus fuentes campesinas en la fascinante ‘negritud’ de los antiguos esclavos. Y no es casualidad que, después de vivir tantos años en Francia, Carpentier haya intentado en su primera novela captar ese singular sincretismo: las religiones de África convertidas en culto público para los ‘blancos pobres’ y, a la vez, culto secreto para los negros ricos».

    El uso del término «negritud» es significativo, pues el interés de Sartre por la cultura africana es paralela a su conversión al marxismo, como evidencia su conocido prólogo a la Antología de la poesía negra y malgache de lengua francesa de Léopold Sédar Senghor. Ahí, en «Orphée Noir», Sartre desarrollaba la tesis de que la tradición moderna de la poesía francesa —Mallarmé, Rimbaud, el surrealismo—, que consistía en la «destrucción del lenguaje», era consumada en la poesía de la negritud, en donde, «al menos por una vez, el proyecto revolucionario más auténtico y la poesía más pura surgen de una misma fuente». Mientras en Europa el surrealismo, desvinculado del proletariado, languidecía al perder contacto con la revolución, en las Antillas renacía en la poesía de Aimé Césaire, que había expresado su subjetividad de hombre negro y militante comunista «en el mundo de la poesía más destructora, más libre y más metafísica, mientras Éluard y Aragon fracasaban en el intento de otorgar un contenido político a sus versos». Para Sartre, la violencia de la revolución era expresada por la violencia de la expresión poética, al tiempo que la distancia entre Mallarmé y el proletariado que marca el impasse de la poesía moderna europea es trascendida en el canto colectivo de la negritud.

    Esa idea sobre la decadencia de la cultura en Europa, y su simultáneo renacimiento en el Tercer Mundo, reaparece en su manuscrito cubano: «son solo semillas pero puede que la cosecha sea buena; entre nosotros la cosecha ya se hizo, no vale para nada». Sartre contrasta la situación crepuscular de los escritores europeos —«en Europa, ¿qué puede hacer un escritor?»— con la coyuntura inaugural de los cubanos en 1960: «Para ellos, no se trata de especulaciones abstractas sobre el arte: aprenden de la vida cotidiana, de sus relaciones con los dirigentes, los periodistas, los colegas, y, sobre todo, con las masas, el control de la Revolución sobre el arte. De la Revolución. No de sus jefes, cuya preocupación —de acuerdo a ciertos artículos que he leído en Europa— parece ser más bien jamás manifestarse en ese campo: cero intervención, cero recomendación, cero sugerencia incluso». Sartre, desde luego, no es del todo ingenuo. Sabe que vendrán los problemas: «contradicciones, disgustos, interrupciones». Pero el momento en que visita nuevamente Cuba es favorable al optimismo: el cierre de la prensa libre y los canales de televisión, las nacionalizaciones masivas, la anulación de la autonomía universitaria, todo eso se producirá unos meses después… 

    A continuación, Sartre pasa a contrastar ya no la posición de los intelectuales sino la propia situación política de Francia, que había obviado del todo en los artículos de France-Soir, con la cubana. «¿Cuándo celebraremos el día de la Vergüenza Nacional?», se pregunta. La aprobación del referendo constitucional del 58, que estableció la Quinta República bajo la presidencia de De Gaulle, y las revelaciones del uso de la tortura por el ejército francés en Argelia, marcan, a sus ojos, un punto de máxima degradación en la historia francesa. Sartre afirma, entonces, que viene a Cuba a «buscar la prueba de que todavía tenemos una oportunidad». Hacia el final de este relato, que ha sido motivado por la lectura de Revolución, y en particular por el artículo de Piñera, el filósofo vuelve a evocar su primera visita a Cuba, mientras describe dramáticamente sus pensamientos durante el aterrizaje en Rancho Boyeros. «Si doy vueltas sobre esta pista, si me lanzo de cabeza en esta terminal área, es que he intentado librarme del cinismo de los ortodoxos. Que los cubanos me persuadan de que todavía es posible cambiar la vida y que, también para nosotros, la época del oprobio tendrá fin».

    Durante su charla en París con Franqui, Sartre se había preguntado, por cierto, qué habría sido de sus amigos ortodoxos de 1949: «¿se habrían convertido en contrarrevolucionarios?» Lamentablemente, el filósofo no retoma esta inquietud en las páginas en que cuenta su próximo viaje, dejándonos intrigados sobre la identidad de esos intelectuales cubanos que conoció en su primera visita a la isla. ¿Estuvo Sartre demasiado ocupado recorriendo junto a Fidel Castro cañaverales, escuelas, vaquerías, ciénagas y lagunas; entrevistándose con Ernesto Guevara a la una de la mañana; conversando con los escritores de Lunes de Revolución; dando conferencias de prensa en la universidad y la televisión; admirando las comparsas del carnaval habanero, los shows de Tropicana y la puesta en escena de su obra La ramera respetuosa en el Teatro Nacional, como para interesarse por sus viejos amigos? Ciertamente, el hecho de no mentarlos hace suponer que no se vio de nuevo con ellos, probablemente porque estaban ya en el exilio, o en un cierto ostracismo. 

    Quien acaparó su atención fue, sin embargo, otro personaje también salido de la «ortodoxia», cuyo carisma sedujo por completo a Sartre y a Simone de Beauvoir. Lejos del tono anecdótico de su reportaje, en el manuscrito de su libro cubano Sartre analiza la figura de Fidel Castro con ese método suyo llamado «progresivo-regresivo», donde un buen número de acrobacias intelectuales intentan encajar los hechos biográficos en el movimiento totalizador de la historia. «Cuando chocaba contra muros y sombras, perdido, loco de impotencia, realizaba entonces en la unidad de su cuerpo la parálisis molecular de una sociedad». Luego, «cuando hizo el paso del desorden a la integración, el individuo —el lugar geométrico de las negaciones— se disipó: la tarea urgente era hacerse pueblo para testimoniar ante los cubanos que el pueblo era un sueño todavía posible; a partir de ese día, su única preocupación fue mantener la evidencia, es decir, mantenerse, durante el juicio, en prisión, en el exilio, como el pueblo en persona». 

    La lectura de Castro en este libro inconcluso es un desarrollo de la idea de que «Fidel» no representa al pueblo, es el pueblo. «No es más valiente que sus camaradas, es el pueblo en acto, es decir la fuente de todas sus valentías». Sartre compara a «Fidel» con el Dios de Aristóteles: el primer motor, hacia el cual todo converge. «Fidel» es todo porque no es nada, en tanto se ha despojado de su individualidad burguesa, en una suerte de proceso purgatorio que Sartre asimila, sorprendentemente, al ascetismo de los místicos españoles de la Contrarreforma. «Si Castro se encuentra perdiéndose, si al olvidarse, se ha reencontrado, si negándose a ser él mismo ha sido pueblo, entonces, creo conocer una de las fuentes de ese vértigo», escribe Sartre. Esa vía del «dépouillement» —austeridad, despojo, privación» es la que usaron San Juan de la Cruz y Santa Teresa de Jesús para, haciendo una reforma contra los reformistas, devolverle la unidad a la iglesia mediante la unión de todos en Dios. 

    «En sus comienzos todas las revoluciones tienen una característica común: la austeridad. ¿Dónde está la austeridad cubana?», se preguntaba Sartre, a modo de conclusión, en Huracán sobre el azúcar, después de hablar de la «legión» de restaurantes de lujo, de los clubes nocturnos, de los cabarets, de los casinos de los grandes hoteles, del hecho de que si bien se cerraron al principio algunas casas de prostitución, luego no se había vuelto a tocarlas. Pues bien, en este curioso manuscrito que escribiera a su regreso a Francia, se diría que el filósofo ha encontrado finalmente la austeridad de la Revolución, pero no ya en el exterior de la vida cubana en plena ebullición, sino en su corazón mismo, en ese ingenio llamado Fidel Castro, quien, renunciando a adquirir poder, propiedades o prestigio, no pretendería ya comandar al pueblo sino ser, ininterrumpidamente, el pueblo, garantizando de esa forma la indivisibilidad del mismo y, por consiguiente, el no advenimiento del terror.

    De ahí ese bizarro paralelo entre el misticismo español y el castrismo. En un caso, la potencia internacional de la Iglesia; en el otro, la unidad nacional de un pueblo. Las paradojas de los místicos del Siglo de Oro, así como la tradición del orgullo español encarnada en la Compañía de Jesús, informan el retrato de un dirigente de nuevo tipo —tan distinto a los políticos «ortodoxos» del pasado cubano como a los líderes de los partidos comunistas sovietizados— que necesariamente no puede separarse de su pueblo. Para Sartre, el poder supremo que ejercía Castro era el «rechazo de todos los poderes. Nada le está garantizado: una institución, una elección incluso, lo sostendrían en su inercia; conservaría —como las asambleas electas— el derecho de comandar cuando ya el pueblo no tenga ganas de obedecer. Un aparato, una fuerza pública correrían el riesgo de imponerlo, de instalar su poder sobre un nuevo desmembramiento del pueblo y sobre la impotencia nacional. Reinar cuando uno es indeseable o incluso deseado a medias: Castro no se resignará jamás; no tiene suficientemente humildad para eso».

    Así encarnada, nunca representada, en Castro —en su cuerpo y en sus palabras— la Revolución era incorruptible. «La palabra honestidad pierde sentido cuando se aplica a Castro, a los jóvenes que ha formado: un hombre honesto gestiona sus posesiones y no se apropia de las de los demás, salvo por medios legales. En resumen, cuando uno es honesto, es que podría cometer deshonestidades. Castro vive en otra dimensión del mundo: tomar, conservar o devolver, vender o venderse para comprar, son palabras que no tienen para él sentido porque ignora la propiedad. Se lo podría llamar, si queremos, incorruptible. Pero a condición de otorgar a esa palabra su sentido verdadero: Castro no tiene mérito, no tiene virtud; no está obligado a desviar una parte de sus fuerzas para oponer a la corrupción una resistencia inflexible: él habita en una región del ser donde la corruptibilidad no existe». 

    He aquí, pues, la versión filosófica, sofisticada, de lo que en Huracán sobre el azúcar se decía de manera más llana y circunstancial. En ese reportaje, Sartre no había dejado de referirse a la posibilidad de la autocracia: «A fines de 1958, uno de sus compañeros de juventud que, como todo el mundo en La Habana, esperaba la llegada del vencedor, se acordaba de un adolescente nervioso y sombrío, impulsado por un orgullo implacable hacia las tareas más difíciles: bastaba entonces que una empresa fuera señalada como imposible, para que se lanzara a ella.  ¿No había en eso —pensaba su compañero— con qué hacer un tirano? Un día me contó sus inquietudes y me dijo: ‘Lo que me ha tranquilizado es que la tarea más difícil en Cuba es ejercer el Poder, y no ser ni un vendido ni un tirano’». Para Sartre, la dificultad de la tarea hacía que Castro la asumiera con todas sus fuerzas, pero una cosa es, evidentemente, dificultad, y otra imposibilidad. La gimnástica teórica de la lectura de «Fidel» que ofrece el manuscrito inédito quedó claramente desmentida por los hechos, no ya una década después, con el caso Padilla, sino solo unos meses más tarde, cuando Sartre y Beauvoir, de vuelta de Brasil, visitaron Cuba de nuevo.  

    Entonces, se diría que la situación era inversa. La austeridad era notable afuera; aquella Habana que habían conocido en marzo, la de las luces de neón de los locales nocturnos y el Mercado Único donde una madrugada tomaron sopa china y arroz frito, era ya historia. Mientras en la isla la vida comenzaba a organizarse en torno a la defensa nacional, el poder de Castro crecía visiblemente. A propósito, cuenta Beauvoir que durante ese viaje no lo habían visto, pero el día de la partida, cuando fueron a visitar al presidente Dorticós, se enteraron de que «Fidel» les pedía que lo esperaran. «Imposible, eran las seis de la tarde y el avión partía a las ocho. Jiménez [Antonio Núñez Jiménez] nos condujo al hotel y subimos a buscar nuestras valijas; apretamos el botón del ascensor: llegó, se abrió. Castro surgió seguido de cuatro barbudos y de Edith Depestre. […]  ‘Voy a mostrarles la Ciudad Universitaria’, dijo Castro cuando por fin salimos de La Habana. Yo musité: ‘Pero el avión sale a las ocho…’ ‘¡Esperará!’».Castro, evidentemente, tenía más poder que Batista, más que De Gaulle, más que «el pueblo». El Máximo Líder se creía, incluso, inmortal: «El desembarco es seguro —nos dijo—. Pero también es seguro que lo rechazaremos. Y si oyen decir que me han matado, no crean en nada de eso». 

    Pero todo ello, ¿no estaba ya en aquel juramento del 5 de marzo, en la multitudinaria manifestación que movió a Sartre a decir que la esperanza del mundo descansaba en el triunfo de los cubanos? Lo que saldría de ese momento cumbre de la «psicosis de guerra» —para usar un término usado por Crane Brinton en su clásico Anatomía de la revolución—, lo que entonces se mostraba aprovechando el duelo nacional por las víctimas de la explosión de La Coubre no era esa «angustia cubana» de la que habla Sartre en Huracán sobre el azúcar, sino aquel terror que, interrogado por el filósofo en la Ciénaga de Zapata, Castro le había asegurado no sobrevendría. «Frente al terror enemigo otro implacable terror estaba naciendo —ha escrito, con pleno conocimiento de causa, Carlos Franqui—. El terror rojo. Aquel día se le vio la cara.  Era la cara de Fidel. Y era terrible». 

    Esa revelación que tuvo Franqui —lejos él mismo de ser una víctima—, la tuvo acaso el propio Sartre, en los años que siguieron. Su enorme decepción explica entonces la inconclusión de su libro cubano, su negativa a volver a visitar la isla y la relegación de Cuba de sus obras completas. De alguna manera, la congelación de la revolución cubana fue el correlato, en el terreno práctico, del fracaso teórico que es la Crítica de la razón dialéctica, cuyo primer tomo no le interesó a nadie y fue totalmente opacado por la creciente popularidad del estructuralismo en Francia. Ese magnum opus que pretendía explicar la inteligibilidad de la historia era abandonado —el segundo tomo, inconcluso, sólo se publicará póstumamente— mientras el filósofo huía hacia adelante, hacia el maoísmo. «Creo que un individuo en el grupo, aunque esté un poco aterrorizado, es mejor, de todos modos, que un individuo solo y pensando en la separación», decía en On a raison de se révolter (Sartre, Pilippe Gavi, Pierre Victor, 1974), mientras por las noches escribía su desmesurada biografía de Flaubert. 

    El filósofo se lanza, por último, al mesianismo judío, casi como Artaud a la religión de los tarahumaras: «lo esencial es el que el judío ha vivido y sigue viviendo metafísicamente». Interrogado por Benny Lévy, Sartre contesta que lo que le atrae del mesianismo judío es justo que no tiene «el aspecto marxista, es decir el aspecto de un fin definido a partir de la situación presente y proyectada en el porvenir, con etapas que permitirán conseguirlo desarrollando ciertos rasgos de la situación presente». Y, al tiempo que se deshace, para estupor de sus compañeros de Les Temps Modernes, del «aspecto marxista», recae irremediablemente en el socialismo utópico, cuando define a la revolución como «la supresión de la sociedad presente y su sustitución por una sociedad más justa donde los hombres podrán establecer buenas relaciones entre sí».

    Este Sartre, el que dice, falsamente, que rompió con la Unión Soviética en 1956, el que nunca menciona a Cuba cuando habla de la «democracia directa» y de sus errores políticos pasados, es, ciertamente, otro Sartre. Pero es también el Sartre que conocemos. El que, aferrado a la esperanza desde su conversión al optimismo revolucionario en los años cuarenta, encontró en su segundo viaje a Cuba una refutación a la noción burguesa, pesimista, de la humanidad, y escribió en «Ideología y revolución» que «una práctica lúcida ha cambiado en Cuba hasta la noción misma del hombre». Ahora, dos décadas después, para concluir L’espoir maintenant, dice: «Hay que tratar de explicar por qué el mundo de hoy, que es horrible, no es sino un momento en el largo desarrollo histórico, que la esperanza siempre ha sido una de las fuerzas dominantes de las revoluciones y de las insurrecciones, y cómo yo sigo sintiendo la esperanza como mi concepción del porvenir».

    Cuando, en estos diálogos con Benny Lévy, el filósofo omite a Cuba («Fui un compañero de viaje, lo fui en 1951-52, viajé a la URSS en 1954, y poco después, tras los sucesos de Hungría, rompí con el Partido. Esa es mi experiencia de compañero de ruta. Cuatro años»), ¿no hace, después de todo, más o menos lo mismo que había hecho tras su primer viaje: «descongestionar la memoria»? Si en 1960, para no perder la esperanza, los cubanos debían triunfar, ahora, dos décadas después, para no perder la esperanza, los cubanos debían ser olvidados. La Cuba revolucionaria, creativa, virtuosa, de 1960 corrió, al cabo, la misma suerte que la Cuba neocolonial, adocenada, corrupta, de 1949: «de vez en cuando es preciso hacer una cruz sobre rostros, lugares que no veremos más, borrar los acontecimientos que no han tenido continuación, situaciones que no hemos comprendido bien».

    Notas:

    1«Fue también a principios de mayo, cuando, con voz temblorosa de emoción, Goytisolo llamó a Sartre pidiéndole que se adhiriera a una carta muy violenta dirigida a Fidel Castro a propósito del caso Padilla. Este caso tuvo varias etapas: 1) El arresto de Padilla, poeta muy conocido en Cuba, acusado de pederasta; 2) Una carta cortés de protesta firmada por Goytisolo, Franqui, Sartre, y yo misma y algunos otros; 3) Padilla fue puesto en libertad y redactó una autocrítica delirante en la que acusaba a Dumont y a Karol de ser agentes de la CIA. También su mujer redactó la suya, proclamando que la policía le había tratado con ‘ternura’. Estas declaraciones levantaron muchas protestas. Nuestro antiguo intérprete cubano, Arcocha, que también había escogido el exilio, escribió en Le Monde que para obtener tales confesiones era necesario que se hubiera sometido a torturas a Padilla y a su mujer. En segundo plano de toda esta historia actuaba con vigor Lisandro Otero, quien, en 1960, nos había acompañado durante casi todo nuestro viaje; en el momento actual hacía y deshacía en materia de cultura. Goytisolo pensaba que una verdadera banda de policías tenía a Cuba bajo su férula. Supimos que Castro ahora consideraba a Sartre como a un enemigo; padecía, decía, la nefasta influencia de Franqui. En un discurso pronunciado en aquella época, Castro atacó a la mayoría de los intelectuales franceses. Sartre no se turbó, pues hacía tiempo que no se hacía ilusiones sobre Cuba». (Simone de Beauvoir. La ceremonia del adiós, Edhasa, Barcelona, 2001).

    2 En »El viaje de Sartre» Arcocha cuenta que en 1965, durante un almuerzo con Sartre y Simone de Beauvoir en el Boulevard Raspail, les pidió que intervinieran en favor de los escritores cubanos. Pero Sarre le replicó que Castro no le haría caso. Y Simone de Beauvoir añadió: «Además, querido amigo, en realidad no tenemos ganas de volver a Cuba. Sabemos que las cosas van mal. Este nuevo viaje acarrearía seguramente una gran decepción y nosotros quisiéramos conservar la maravillosa primera impresión que tuvimos de Cuba, que ya se nos nubló un poco la segunda vez. En otras palabras, queremos mantener vivo el recuerdo de la luna de miel de la revolución». (La Habana. 1952.1961. El final de un mundo, el principio de una ilusión, editado por Jacobo Machover, Alianza Editorial, 1995)

    3 «Let us point out that many intellectuals gathered in Havana took Sartre’s illness to be a pretext. The insistent rumor was that Sartre had not come to the cultural conference because he had reservations about the new course of the Cuban revolution and was afraid, after the stand he had taken shortly before the Six-Day War, to confront the intellectuals from the Arab countries». (Michel Contat, Michel Rybalka, The Writings of Jean-Paul Sartre. A Bibliographical Life, Northwestern University Press, 1974)

    4«De Cuba me han llegado noticias raras —me dijo—. ¿Ve usted a Aníbal Escalante? —Todos los días. Colaboro como corrector de estilo en un semanario en español donde él también trabaja. Sartre se interesó por Escalante. —Un típico profesional del Partido. —¿Y no hay otra intención detrás del ataque de Castro a ese Aníbal Escalante y su grupo? Yo en verdad no sabía, y así le dije; pero ya él proseguía:  —Enrique Oltuski es para mí un barómetro —me dijo—. Lo conocí cuando era el ministro más joven de Cuba. Es judío, y los judíos no saben traicionarse cuando hablan. En 1960 lo encontré entusiasmado, pero la última vez que lo vi su entusiasmo era técnico. No era ya ministro ni era ya el mismo hombre. Perdóneme que le hable con tal franqueza. La Revolución es más importante de lo que ustedes puedan imaginar». (Heberto Padilla, La mala memoria, prólogo de Natividad González Freire, Editorial Pliegos, 2008)

    5Esos textos de Revolución se recogerán próximamente, junto a otros escritos aparecidos en revistas y periódicos cubanos a raíz de las dos visitas de Sartre a Cuba en 1960, en el volumen ¡Echen un pie! Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir en Cuba. Documentos, compilación que actualmente preparo para la editorial Casa Vacía con mi colega historiadora Marial Iglesias.

    6 Esto se cuenta en la reciente biografía de Timothy Christian Hemingway’s WidowThe Life and Legacy of Mary Welsh Hemingway, Pegasus Books, 2022.

     7 Todas las traducciones de pasajes de este manuscrito de Sartre son mías, a partir del original “Ouragan sur le sucre II (Appendice)”, que puede consultarse en Les Temps Modernes, no. 649, 2008, pp.156–223. Con Marial Iglesias, estamos intentando conseguir los derechos de autor de Sartre, para traducir el manuscrito y ponerlo a disposición de los lectores cubanos en forma de libro.

    spot_img

    Newsletter

    Recibe en tu correo nuestro boletín quincenal.

    Te puede interesar

    Cerdos

    Ruber Osoria investiga el alarido sobre el que se...

    Cinco años en Ecuador

    ¿Qué hace un cubano que nadie asocia con su país natal haciéndole preguntas a los árboles? Lo único que parece alegre son las palomas, vuelan, revolotean, pasan cerca, escucho el batir de sus alas. Es un parque para permanecer tendido en el césped. A algunos conocidos la yerba les provocaría alergia, el olor a tierra les recordaría el origen campesino.

    La Resistencia, los Anonymous de Cuba: «para nosotros esto es una...

    Los hackers activistas no tienen país, pero sí bandera: la de un sujeto que por rostro lleva un signo de interrogación. Como los habitantes de Fuenteovejuna, responden a un único nombre: «Anonymous». En, Cuba, sin embargo, son conocidos como «La Resistencia».

    Guajiros en Iztapalapa

    Iztapalapa nunca estuvo en la mente geográfica de los cubanos,...

    Selfies / Autorretratos

    Utilizo el IPhone con temporizador y los filtros disponibles. Mi...

    Apoya nuestro trabajo

    El Estornudo es una revista digital independiente realizada desde Cuba y desde fuera de Cuba. Y es, además, una asociación civil no lucrativa cuyo fin es narrar y pensar —desde los más altos estándares profesionales y una completa independencia intelectual— la realidad de la isla y el hemisferio. Nuestro staff está empeñado en entregar cada día las mejores piezas textuales, fotográficas y audiovisuales, y en establecer un diálogo amplio y complejo con el acontecer. El acceso a todos nuestros contenidos es abierto y gratuito. Agradecemos cualquier forma de apoyo desinteresado a nuestro crecimiento presente y futuro.
    Puedes contribuir a la revista aquí.
    Si tienes críticas y/o sugerencias, escríbenos al correo: [email protected]

    spot_imgspot_img

    Artículos relacionados

    Cerdos

    Ruber Osoria investiga el alarido sobre el que se...

    Guajiros en Iztapalapa

    Iztapalapa nunca estuvo en la mente geográfica de los cubanos,...

    Un enemigo permanente 

    Hace unos meses, en una página web de una...

    Parqueados en el cine

    Cuba: el romance cinéfilo de más de un siglo  El...

    4 COMENTARIOS

    DEJA UNA RESPUESTA

    Por favor ingrese su comentario!
    Por favor ingrese su nombre aquí