Cuando en Velasco se iba la luz en los noventa, todos los niños nos íbamos para el parque «Balán», el único parque del pueblo, donde crecían framboyanes centenarios y almendros.
En la plazoleta jugábamos a las escondidas, y la base era una vieja fuente de concreto que hoy ya no existe. Contra la base y con la cabeza apoyada en el antebrazo quien se «quedaba» debía contar hasta diez y al voltearse todos los niños se habían escondido.
¿Dónde?
Detrás de los bancos, en el jardín de la vieja Daysi que quedaba al cruzar la calle 26 o bajo el roble donde anidaban las lechuzas. Era un juego verdaderamente complicado, porque no solo estaban escondidos, sino que estaban escondidos en la oscuridad. Aun así, el buscador se concentraba en la respiración que, en medio del silencio, suele volverse un tambor.
Yo, cuando era la buscadora, tenía un truco infalible, daba una carrerita diciendo «te toqué, te toqué» y entonces todos salían de los escondites creyendo que el juego había acabado y ahí yo tocaba al primero que me pasara por el lado, ganando. Era una tramposa, lo había olvidado hasta que la otra noche, volviendo a casa, me quedé en la total oscuridad en medio de una avenida infinita, tragada por la noche. Lo único que alumbraba eran las luces de los pocos carros que iban y venían.
Así fue la vuelta a casa, caminado entre lo negro, esperando esas luces fugaces.
Veinte años después de los noventa…, pensé, mientras caminaba sin ver que había abajo, ni en ninguna parte. Alguien quiere jugar a las escondidas, alguien quiere jugar a que nadie se vea, a que nadie se reconozca. Y seguí pensando, camino a casa, si en los pueblitos habrá niños que pidan permiso para irse al parque a jugar, si eso se podrá todavía. Y pensé, claro, en aquellos niños que jugaban entonces conmigo y que hoy viven en Alabama, Texas y New Jersey. Y recordé la adivinanza interminable que me hacía el menor de mis hermanos: «¿En que se parece un alacrán a una bicicleta?» La respuesta estaba en cierta decodificación. Había que partir la palabra alacrán en sílabas. Tric, trac. Y era algo como: ala es lo que tienen los pájaros para volar, cran es el sonido de los carros por el ferrocarril. El ferrocarril pasa por casa de Juan. Juan tiene piojos. Piojos es una palabra compuesta por dos silabas. Pi, y ojo. Pi es un número. Y ojo es lo que necesitas para saber que un alacrán y una bicicleta no se parecen en nada.
¿A que es una tontería?
Bueno, pues yo pensaba en cómo ciertas tonterías se engarzan, eslabones perfectos, aunque no tengan nada que ver, para concluir que hay cosas que no se explican, no se parecen.
Por ejemplo:
¿En qué se parece la calva de Benjamín Franklin a un paquete de chorizos de pollo?
¿En qué se parecen el amor y la democracia?
¿En qué se parecen la oscuridad de los años noventa y la oscuridad actual?
¿En qué se parece un beso con la luz apagada a un beso sin luz alguna?
¿En qué se parece una tragedia griega a un baño en construcción?
¿En qué se parecen ciento veinte pesos cubanos y un dólar?
¿En qué se parece el Río Bravo a la muerte?
¿Y en que se parece el quejido de mi abuela cuando son las tres de la madrugada y no hay electricidad al sonido seco de un disparo…?
Ahora es cuando yo salgo corriendo y gritando te toqué, te toqué, te toqué, pero todos mis amigos no responden, no responden al mismo tiempo porque están lejos, muy lejos, y porque es mucha, mucha, la oscuridad.