Cuando desperté no sentí el frío, ni siquiera cuando fui hasta el balcón a mirar los árboles de la avenida, la gente que pasa…, sentí el frío cuando vi al pitbull gris de mis vecinos con un abrigo, hecho una bola en medio del patio. La cara se me llenó de un polvo seco, invisible, y entonces el teléfono sonó.

Era una llamada desde New Jersey que contesté bostezando.

Llamaba mi mejor amigo desde los 15 años, a quien no veo hace ya un tiempo incalculable. No hablamos muy a menudo. Pero cada vez que lo hacemos es como si nos hubiéramos visto ayer. Como si él no viviera en New Jersey y yo en La Habana. Él dice cualquier cosa y yo suelto una risotada. Yo digo cualquier cosa y él suelta una risotada. Como diez años atrás. Como siempre. Y luego hablamos sobre el tiempo que pasa…

—Te llamo porque hoy fui a New York, y ahí la gente camina como tú.

Me lo dice y suelto una carcajada. Se refiere a que no sé caminar. Yo camino como se camina sobre un colchón.

En la mañana, me cuenta, había ido a Nueva York a inyectarse botox. En la frente, me especifica. Por como lo dice, imagino que es algo que le encanta. Le pregunto si se ha puesto en los labios, y me corrige, dice que en los labios lo que se inyecta es otra cosa, filler, y que está pensando ponérselos más carnosos, más abultados. 

Le pregunto si le gusta New York, le sugiero que vaya al MoMA, pero mi amigo responde que New York no le gusta, que hace años, cuando trabajaba ahí como taxista, le parecía lo más perfecto del mundo, aquella luz en los carteles de Times Square, caminar por Central Park, gente paseando perros que parecen peluches, pero ahora ese ritmo lo enloquece, y solo le gusta mirar New York desde New Jersey. Como se ve de lejos. Las torres y los edificios en el agua.

Me pregunta por La Habana, y le digo que es otro país. Un país dentro de Cuba. Como yo, mi amigo es del Oriente, crecimos en un pueblo del fin del mundo, donde había una calle, un río y un teatro isabelino en ruinas. Más nada. Así que tengo que explicarle que es algo distinto a eso, porque él nunca ha estado aquí en La Habana. Le digo que hay más calles. Y más ríos. Y algunos teatros.

Ah…, dice mi amigo, quien vive hace casi diez años en New Jersey, que se fue a Estados Unidos saltando por toda Latinoamérica como en la rayuela, de Ecuador a Colombia, de Colombia a Panamá, de Panamá a Costa Rica…, mi amigo que se desmayó subiendo la Loma de La Miel, que de pronto lo vio todo negro negro y casi muere, que montó lanchas y canoas y vivió en islas sin internet y sin gente, que pagó a más de diez coyotes…

Y yo escucho una lima. Algo que lima algo. Le pregunto y me dice que son sus uñas. «Te hablo por el altavoz mientras me hago las uñas». Después hablamos sobre nuestras familias. Y yo le sugiero que adónde tiene que ir es a Tyffany.

«Para ir a Tyffany hay que tener dinero. Mucho». me explica él. Le digo que todo lo que se necesita para ir a Tyffany es un cruasán y un vestido negro. A mi amigo le entra un ataque de risa.

—¿Recuerdas cómo hacíamos espagueti en tu casa todas las noches, y las colas para tomar helado en El Casino, la vez que yendo a San Germán el camionero se detuvo en la nada para orinar y dejó un bolso lleno de dinero que miramos con miedo porque éramos niños buenos?; en tu casa había un ventilador de cabillas que amanecía en la sala y tuviste un perro dálmata que saltaba altísimo. Charlie, se llamaba…

Después pregunta por mis hermanos y le digo que se fueron. Pregunta por mi padre y le digo que también. Pregunta por una amiga en común que ahora vive en Brooklyn. ¿Y Amalia?, en Islas Caimán. Todos están allá, le digo. En un allá que no es esto. Y caigo en la cuenta de que la única que está aquí soy yo. Todos mis primos. Todos mis tíos. Suspiro.

—¿Recuerdas la vecina que yo tuve, que se montó en una yegua al pelo y se bajó con los muslos llenos de garrapatas. Los chicles de níspero. ¿Cómo esperábamos que lloviera para ir al parquecito a resbalar por las canales…? ¿De cuando fuimos a tu casa en la playa, y tenías aquella alergia que te dejó el cuerpo lleno de vetas negras, del congrí que hacía mi mamá?

¿¡Te acuerdas del río…!?

Voy pronto, me comenta.

Le digo que traiga todo lo que pueda para su familia. Le explico que todo se ha puesto más difícil. Más difícil que nunca. ¿Entiendes? Me dice que está al tanto. Pero que no pasará por La Habana, va directo al pueblo, verá a su abuela y regresará.

Mi amigo se despide, y colgamos.

Hay un cuento de Truman Capote que se titula Un recuerdo navideño. Y que es, junto a Felicidad de Katherine Mansfield y El tio Wiggily en Connecticut de Salinger, uno de los cuentos más tristes que he leído en mi vida. Quizá por la llamada de mi amigo, quizá por el frío, lo recordé.

Es el cuento de un niño y su mejor amiga, una adulta que tiene mentalmente su misma edad. En el cuento, el niño y su amiga, entre otras cosas se adentran en un bosque enorme para encontrar un pino, un pino perfecto para el árbol de navidad, que debe ser dos veces más grande que un chico, para que nadie le pueda robar la estrella. Y lo encuentran. Un pino tan precioso que cuando lo arrastran en el carricoche por la carretera de vuelta a casa, una señora rica detiene su auto y les ofrece una suma considerable por él, la dobla incluso, cuando la amiga del niño se niega a venderlo, y les recuerda a los dos, al niño y a la amiga, que siempre podrán volver por otro arbusto como ese y tener además el dinero… A esto, la amiga del niño contesta:

—Lo dudo. Nunca hay dos de nada.

Después de una alegría enorme, como que tu amigo te llame a media mañana, uno piensa en un cuento de Truman Capote que es un piñazo en el abdomen y se pone muy, muy triste. Aunque uno esté en su balcón y esta frialdad de año nuevo les saque a las hojas de los álamos un verdor de postal. Porque uno lo sabe, nunca hay dos de nada. Nunca hay dos amigos iguales. Y que un amigo te llame desde otro país, te recuerda de alguna forma por qué ya no vive en este.

—Una vez nos montamos en un cachivache de los carnavales. Lo habían traído unos mulatones de Santiago de Cuba al pueblo, junto al truco de la mujer sin cabeza que armaron en la carpa mandarina, costaba montarse dos pesos cubanos y todos allí enloquecimos, mi mamá nos dio un billete de diez y dimos cinco vueltas seguidas hasta que yo me bajé blanca como un coco, vomitando.

El barco se llamaba «El Sacatripas». ¿Tú te acuerdas?

3 Comentarios

  1. Delicioso. Me hundo bien adentro en lo que escribes. Tienes esa medida justa en la que ser cubano(a) no suena a maldición.

  2. «Y que un amigo te llame desde otro país, te recuerda de alguna forma por qué ya no vive en este» ¡Mágico! …¡Sencillamente demoledor de psiquis! Tambien en sentido inverso: El te llama navegando en un mar triste de recuerdos, presa del desarraigo más profundo. Se llama exilio por su connotación desagradable, casi obligada. Muy distinto del típico ciudadano del mundo, que se aleja de sus raices por mero placer de andar nuevos caminos. Pobres hijos huérfanos de la madre Cuba, desperdigados por el mundo añorando ver tomeguines y ciclones. Y más pobres aún los que quedamos en este limbo detenido en el tiempo, de apagones y libretas de abastecimientos que se quedan sin páginas.

  3. Siempre supe que había en tí un magnífico caudal de letras, palabras y maestría para escribirlas y yo, algún día me deleitaría en leerlas.

    Felicitaciones Kati. Muchas bendiciones.

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