«Es pino de la zona», me dice cuando le pregunto qué madera utiliza para encender el fuego. En sus manos las pinzas van de aquí para allá acomodando la leña nueva, la leña ya hecha cenizas. Al rato se aburre de colocar pequeños trozos que se deshacen en pocos minutos; busca un tronco de medio metro y lo coloca en la chimenea. «Estoy cansada de revivir este fuego, veamos si con esto aguanta», refunfuña.
Hacer fuego es un oficio. Es más que eso. Es un sacrificio. Le comento y, por decir algo, intuyo que la madera está recién cortada y que puede tener resina. Ella me mira como a un niño que no sabe nada de la montaña. No saber nada de la montaña es como no saber nada de nada. Me mira como a un niño que viene por primera vez a estas cimas. Con lástima.

Lo nota en mi cabeza sin cubrir, en mis manos sin guantes, en mis zapatos deportivos tan poco dispuestos para la nieve. Tengo los dedos de los pies congelados. La aguanieve me cala. Tengo miedo. Una tontería. A esta altura, menos de dos mil metros, nadie se congela. Pero sé que un poco más arriba los fríos son impecables. Como en esos picos del amor en que ya no hay vuelta atrás, y la caída es en avalancha, y la caída es en avalancha, y la caída es en avalancha.
Todo niño tiene un secreto. El mío también es un sueño; es tener unos escarpines rojos, unos crampones y un piolet. El mío es comprar mis primeros zapatos para la nieve. El Everest no me interesa. Todos los primeros puestos me parecen un poco vulgares. Yo quiero el K2. Mi rockstar es Edurne Pasabán, la primera española en alcanzar esa cumbre, la más difícil del mundo. Esa, y los otros 13 ochomiles.

De cuatro personas que llegan al K2 solo bajan tres al campamento base. Edurne me enseñó que el mayor éxito no se encuentra a los ocho mil 611 metros sobre el nivel del mar, sino ahí, en el campamento base, junto a tus compañeros de expedición.
A los ocho mil 611 metros se llega, se toma una foto, a veces se coloca una bandera, y luego se baja con prisa. Es en el campamento base donde el montañero observa las nieves eternas y, en ese vagar, se convierte en alpinista. El deseo lo convierte en alpinista, no la cumbre.

Cuando Edurne descendió del K2 lo hizo con partes de su anatomía congeladas. Le amputaron dos dedos de los pies. Mi miedo no es infundado. Después del K2, Edurne estuvo enferma por depresión durante un año. Mi miedo es el miedo de los alpinistas. Cumbres y abismos.
Me mira con ojos de madre. Me mira a los ojos y dice: «La resina también arde». En eso llegan dos señoras con abrigos de visón. Paradas bajo el dintel una le dice a la otra: «Aquí comíamos cuando éramos niñas. Comer aquí es de toda la vida». Y se fueron. Y me dejaron frente a la puerta entreabierta. Con los dedos congelados y unas ganas de quedarme en el restaurante Marcelino toda la tarde.
Por eso pedí huevos fritos, chorizo y vino Rivera. Para quedarme y ver a los recién llegados alegrarse por el calor de la chimenea. Para quedarme y ver cómo cada diez minutos hay que atender el fuego, revivirlo. Para quedarme y pensar en Nena Daconte, en su anillo de bodas, en su dedo que sigue, aún, sangrando.

Te leo ese cuento que se llama El rastro de tu sangre en la nieve. Estamos en La Habana, acostados en el último piso del edificio Marina. El sonido del mar es tan fuerte que la lectura no es otra cosa que surfear. Más allá de la ventana está el faro, está el diente de perro. Tú descansas sobre mis piernas y escuchas. Escuchas la historia de amor entre Nena Daconte y Billy Sánchez, que era, casi, tan bello como ella. Nena le preguntó al guardia si había una farmacia cerca. Él, a su vez, inquirió: «¿Es algo grave?». «Nada». Nada, no es nada grave. Y le mostró el dedo con la sortija de diamantes, de compromiso. No por la sortija. No por los diamantes. Sino por la yema, en cuyo centro era perceptible, apenas, la herida de la rosa.
Nena las había visto más grandes y más firmes, pero murió desangrada el jueves 9 de enero. Te miro y estás dormido. Cuando vemos películas yo siempre me quedo en las dos primeras escenas. Pero ahora el que duermes eres tú, y no te enteras.

Más allá de la puerta entreabierta veo unas niñas tirarse bolas de hielo que se desmoronan y parecen plumitas de palomas. Son felices. Sus padres las han traído al puerto Los Cotos, en la Sierra de Guadarrama, sobre la línea que separa Madrid de Segovia. Cerca hay una estación de esquí, en la ladera norte de la montaña Bola del Mundo. De lejos, por la neblina, da la impresión de que los esquiadores se han lanzado del cielo.
—¿Estás listo para la Bola del Mundo? —le pregunta un padre a su hijo.
—Yo estoy listo para todo —responde Martín.
—No olvides los guantes, las manos son lo primero que se congela.
—Papá, no olvides tu gorro.
—Si te pasa algo, mamá me mata. Y yo me mato a mí mismo.
—¿Por qué, papá?
—Porque eres muy importante para mí. Mira qué bello eres —y acaricia la cabeza rubia de Martín.
—Papá, ¿dos esquiadores pueden bajar una montaña cogidos de las manos? ¿Eso es posible?
Entré al bosque de coníferas. No vi a los ciervos. Pero ahí estaban sus huellas.
Estaba su rastro. Estaba tu sangre. La nieve.
Precioso
Bellas imágenes de invierno. Aunque no me gusta el frío. El texto es bonito igualmente. Gracias por compartir