Se lo dices por primera vez a tu esposa y ella contesta que cómo se te ocurre. Tienes 38 años, grita, demasiados para hacer una locura así. Si tuvieran veintitantos y no existieran los niños sería otra cosa, pero no es el caso. Qué cojones te pasa. Luego ruega que pienses en tus hijos. La interrumpes para que no agarre el tema y pase los siguientes días criticándote, como hizo hace unos años, durante muchas semanas, a toda hora, después de escucharte criticar al Gobierno con unos amigos del barrio. Hay mucho chivatón suelto por ahí y cualquiera, el que menos imaginas, te jode la vida a ti y nos las jode a nosotros, dijo ella entonces. Tranquila, fue solo algo que pensé; algo que me pasó por la cabeza y ya, coño, no es para tanto, dices tú ahora. Ambos se callan un rato. Ella se lo ha creído y tú realmente quieres creerlo, pero la verdad es que cada vez lo tienes más claro: ya no quieres vivir en tu país.

No te ha ido del todo mal, incluso a veces te sientes afortunado. Ocasionalmente, puedes beberte una cerveza con algún amigo, y puedes comprar una pierna de cerdo cada fin de año y darle a tu ángel de la guarda, a tu santo protector, todo lo que merece en las fiestas. A tus hijos y a tu esposa tampoco les ha faltado alimento ni zapatos, y eso es algo de lo que te sientes orgulloso. Antes te iba mejor: guiabas excursiones con extranjeros junto a un socio que tenía unos caballos. Los hacías sentir auténticos Indiana Jones por los montes inocentes que bordean la ciudad, y a cambio daban muy buen dinero. Ahora arreglas aires acondicionados y ganas menos, aunque no tan poco como para sufrir esa precariedad que parece indeleblemente pintada en la cara de tus vecinos, tus amigos y casi todos con los que te cruzas en las calles. Tal vez, piensas, es eso lo que te molesta: la pobreza, la insatisfacción por todos lados; la gente triste, la gente zombi. Pero entiendes que tú no perteneces a ese grupo. Eres un tipo con suerte. Quizá, reflexionas, tu mujer tenga razón. 

Se lo dices una segunda vez, ahora más convencido. Ella responde lo mismo, pero percibes que sus palabras han perdido algo de firmeza durante el último año. Insistes. Reproduces casi textualmente lo que dijeron tus primos, primas y sobrinos que viven en Estados Unidos cuando llamaron hace unos días. Allá se vive mejor que en Cuba. Allá eres libre. Esos argumentos no sirven de nada. Vuelves a perder la discusión. 

Ya no te va tan bien. Tienes dinero, sí, pero eso no garantiza que encuentres la botella de aceite, el paquete de detergente o los muslos de pollo que necesitas con urgencia. La precariedad te está alcanzando, poco a poco, y eso te aterra. También le temes a la enfermedad y pides todos los días por que ninguno de los tuyos sea ingresado en un hospital. No hay aspirinas en el país, ni antibióticos, ni oxígeno. En redes sociales te enteras de que ni siquiera hay cajas para enterrar a los muertos. Hay, eso sí, una pandemia cuya peor parte tardó en llegar a Cuba y que ahora cobra muchas vidas. 

Te atreves una tercera vez. En esta oportunidad decides que serás quien tenga la palabra todo el tiempo. La interrumpirás constantemente, te impondrás. Crees tener mucho que decir. 

Comienzas recordándole las protestas populares de hace unos días y a los cientos de jóvenes que la Policía golpeó y encarceló por salir a las calles a pedir comida, medicinas y libertad. Le haces notar que desde entonces hay más policías, militares y chivatos en las esquinas. ¿No sientes el miedo en el ambiente? Dime, ¿te sientes segura? Antes de que hable, sueltas: ¿Quieres eso para nuestros hijos? ¿Eh? ¿Quieres que cuando crezcan les pase como a esos, los golpeados y los presos? ¿Quieres llevar javitas a una prisión? Te sabes con la victoria cuando ves que baja la cabeza y musitar un no. Y sigues.

Dices que ya estás enterado de tus 40 años, que vas en picada en la vida y por eso no encuentras nada más noble y útil que hacer un último esfuerzo por los niños. Cuentas ahora una historia que ella sabe de memoria. Empiezas hablando de tus padres, un par de señores muy rectos y educados que te enseñaron a no tener miedo de decir lo que piensas, y de cómo a lo largo de tu vida hiciste lo contrario a esas enseñanzas por temor a caer preso y destruir la familia que habías creado. Le recuerdas aquel día de verano, hace ya unos años, en que saliste a la calle con el torso desnudo y el pullover al hombro. Ibas muy tranquilo a la otra cuadra cuando de la nada aparecieron unos policías y descargaron sobre ti, sin mediar palabra, sus tonfas, puños y botas. Te golpearon con tanta saña que perdiste el conocimiento. Para cuando abriste los ojos tenías la cara ensangrentada y par de tipos te arrastraban al interior de una celda, donde pasaste los siguientes días. ¿Te acuerdas de lo que pensaste que me había pasado? Yo sí recuerdo lo que sentí aquí, en la piel, en los huesos», exclamas azotándote las costillas. Te correspondía por tu torso desnudo, en cualquier caso, una multa, no una paliza. Luego de ser liberado, con el cuerpo adolorido y lleno de moretones y heridas, hiciste la denuncia, pero solo lograste que uno de los policías fuese castigado a vigilar las calles de otro municipio. Nadie te ofreció siquiera una disculpa. ¿Esa es la vida que queremos para nuestros hijos? Que un policía les pueda poner una bota en el cuello y golpearlos y que luego no pase nada. Esto no se va a caer. Llevo toda la vida pensando que sí. El 11 de julio pensé que ya, se acabaron los años de dictadura, pero me equivoqué. Yo no soy mártir ni quiero hijos mártires. Haces una pausa dramática. Piénsalo, continúas, el mejor legado que podemos dejarles es la libertad. Que no tengan miedo de decir lo que piensan, coño, que no tengan que estafar o robar para comer. Ni tú ni yo tenemos futuro ya, ahí tienes razón; por eso todo lo que hagamos tiene que ser por ellos. Es eso o ver en Facebook un video de cómo los apalean. Y no queremos eso ¿verdad?

Tu discurso es implacable. Ves a tu esposa hacerse pequeña frente a ti hasta desaparecer. Tiembla, tiene miedo, como si ese futuro que vaticinas fuese aquí y ahora. La abrazas y te susurra que tienes razón. Quizás, dice, debieron tomar esa decisión hace un tiempo. Te ruega que le perdones y tú intentas quitarle la culpa de encima. No, este es el momento, respondes calmado mientras la acaricias. Todos están escapando por Nicaragua. Va a ir bien, ya verás. 

***

No sabes cómo explicarle a Richard lo mal que te sientes ahí. Pruebas diciéndole que el aeropuerto de Managua es feo, que si se fija bien verá que es horrible. Él se encoge de hombros y te mira extrañado. ¿Y a ti qué bicho te picó? Quieres decirle que lo que realmente te molesta es el calor, la atmósfera, la mala vibra del sitio, pero desistes con tal de no escuchar que esas son tonterías. Nada, olvídalo. Sabes que de insistir Richard te soltará que son sandeces y mucho más. Estás convencido, luego de tantos años de amistad, de poder adelantarte a sus pensamientos. 

Fuiste tú quien le sugirió venir y él no se lo pensó dos veces antes de aceptar. Quién mejor que tu socio de toda la vida para acompañarte en una locura así. Entre los dos han vendido algunas cosas y pedido dinero prestado a amigos y familiares para financiar la ruta. La deuda contraída la pagarán una vez lleguen a Estados Unidos y consigan trabajo. Richard estuvo de acuerdo con el plan. Los primeros meses, le advertiste, serán duros, porque no vamos a gastar en nosotros ni mandarle dinero a la familia. Vamos a jamar soga, mi hermano, una soga así de gorda. Pero será solo un tiempo, eh. Ya después reunimos y traemos a nuestra gente. 

Richard te pide que llames al hombre que debe recogerlos, y eso haces desde la wifi del aeropuerto Augusto César Sandino. El sujeto llega media hora después en un auto y les dice que deben esperar ahí mismo, cerca del parking, por otros dos cubanos. El calor empieza a marearte. La última comida se revuelve en tus tripas levemente. ¿Dónde pinga está esa gente, que todavía no aparece? Me cago en sus muertos, maldice Richard. 

Ya está, no van a venir, suban, dice el chofer cinco horas más tarde, y no vuelve a hablar en lo que queda de viaje. Lo prefieres así, concentrado en la carretera que surca veloz y sin respetar las señales de tránsito. Te sorprende que nadie los detenga por exceso de velocidad. Bajas la ventanilla y el aire te golpea fuerte en la cara sudorosa. El viento te relaja un poco, pero el mareo y el dolor de tripas se vuelven más violentos. Richard recomienda que le cuentes de tu malestar al chofer. No es para tanto, dices, aunque minutos después, ya desesperado, haces caso y le pides que se estacione en algún lugar con baño. Al principio no te presta atención, pero cede de mala gana cuando le explicas que no aguantas más. El auto para frente a un pequeño establecimiento de venta de comida. Hablas con el encargado, un sujeto amable que te permite usar su baño; sin embargo, las ganas de cagar se te cortan de golpe al ver el inodoro, las paredes y las losas del suelo llenos de orine, fango y mierda. Sales, das las gracias al dependiente y le mientes al chofer diciendo que estás recuperado. Apenas diez minutos después el vehículo frena con brusquedad para no impactar una patrulla que se atraviesa en el camino. Notas que el hombre no parece sorprendido cuando baja del auto. Habla con los policías de manera muy natural, con los movimientos mecánicos y la actitud despreocupada de quien hace esto todos los días. Es un intercambio rápido: pocas palabras, unos dólares puestos con delicadeza en la mano a uno de los policías, sonrisas de entendimiento y: Buena tarde. Hasta luego. 

El auto se detiene una tercera vez. Richard revisa su teléfono móvil y se sorprende de que en solo dos horas hayan llegado a la frontera. A la velocidad que íbamos no me extraña. Si los viajes son así, en nada estamos en Estados Unidos, respondes, aunque en realidad no tienes idea de qué punto exacto de Nicaragua es este, ni de la distancia que los separa de la meta. Oscurece y no ves una mierda entre los matorrales. Siguen al chofer, quien ha dejado el auto parqueado muy cerca. Cuando al fin dice es aquí tienes en frente a dos hombres desaliñados, con las ropas sucias y viejas, junto a cuatro caballos que pastan tranquilamente. Se les acercan, inspeccionan sus rostros y piden ver sus pasaportes para comprobar que son quienes dicen ser. Uno de ellos se queja por la demora y pregunta si saben montar. Sí. De hecho, en Cuba me dediqué un tiempo a…, pero el sujeto da media vuelta y te extiende las riendas de una de las bestias. Le importa un carajo lo que tienes que decir sobre tu vida en Cuba. 

Dejan al chofer atrás y cruzan el río Guasaule a un ritmo suave sobre los caballos. El otro guía se voltea para decirles que la zona está plagada de bandidos que asaltan migrantes, especialmente a cubanos, que son los que viajan con más plata encima. Pero no se me acalambre, eh. Crees verlo sonreír mientras se sube un trozo de la camisa y descubre un revólver metido en el cinturón. ¿Ese tipo tiene un revólver o fue idea mía?, le susurras a Richard en cuanto el guía vuelve a posar los ojos en el camino. Sísísísí, yo también lo vi. ¡Candela en lo que estamos metidos! La presencia de un arma te asusta. Todos los sonidos de la selva te empiezan a parecer murmullos de bandoleros parapetados tras los árboles, listos para lanzarse encima de ti. Rezas en voz baja, estiras un brazo y acaricias la base de la mochila que llevas a la espalda, donde guardas, junto a ropa, agua y comida, el Elegguá que te trajiste de Cuba. 

Ilustración: Darío Alejandro Alemán

¡Eaaaaa! ¡Eaaaa! Los guías arrean sus caballos sin avisar y se internan a todo dar en la selva. Instintivamente haces lo mismo, pero con menos elegancia. Espérame, dice Richard, y sacude a su bestia para que corra detrás de ti. Intentas seguir a los guías, pero se te pierden entre los matorrales. Ramas y yerbajos te golpean y arañan el cuerpo mientras avanzas a galope. Sacrificas tu cara por no soltar las riendas del animal. ¡Ey! ¿Qué pasa? Párense. ¿Dónde están?, grita Richard. ¡No sé! ¡No veo ni pinga! Shhhhhhh, escuchas cuando llegas a un descampado y detienes al caballo empleando toda la fuerza de tus brazos. Tu compadre hace lo mismo y casi le cuesta una caída. ¿Qué pasó?, preguntas a los guías, y uno se lleva el índice a la boca para que calles mientras observa inseguro hacia todos lados, como si viera fantasmas. Luego vuelve a su pose normal. Policía o bandidos, o nada. Pero mejor no darnos el chance de averiguarlo ¿verdad?, suelta en un susurro mientras sonríe y acaricia el arma que lleva escondida. El corazón te late fuerte, arrítmico, como si tú y no el caballo hubiese hecho la carrera. Ahora avanzan en silencio y a trote suave entre los árboles. La cara te pica endemoniadamente, pero la peor sensación la llevas en la coronilla. Te arde; duele cuando la tocas. Una gota caliente corre de ahí hasta tu oreja. Temes que sea sangre. Cuando bajan de las bestias le pides a Richard que revise. Es una espina, asere, la tienes clavada en la cabeza. Tate quieto, que es una bobería, diagnostica y procede a sacártela con las uñas. 

Los cuatro atraviesan un tramo de hierba alta hasta llegar a la orilla de una carretera solitaria. Dejan los caballos con un guía, atados a unas ramas, y cruzan con el otro, casi a gatas, para no ser vistos. Al otro lado encuentras más selva y oscuridad. Richard pregunta cuándo es la próxima parada. Cuando lleguemos a la casita, bróder. 

«La casita», no muy lejos de la carretera, resulta ser cuatro palos largos clavados en el suelo que sostienen una lona agujereada y vieja. Sobre la tierra hay trozos de nylon estirados, del tamaño de una persona, que les presentan como sus camas. Otros cuatro cubanos descansan ahí, pero ni se inmutan ante la llegada. El guía se despide. Los deja al cuidado de un viejo inexpresivo y somnoliento que descansa sobre una butaquita de madera. En un rato vienen por ustedes, así que duérmanse ya que pueden, aconseja. Te tiras en tu trozo de nylon, con la mochila de almohada. Luego te acomodas de forma tal que uno de los grandes agujeros de la lona queda encima de tu cabeza. Jamás has visto tantas estrellas en el cielo. 

***

Los nervios, el ruido del nylon a cada movimiento y el dolor de barriga no te dejan dormir. Te escabulles en la oscuridad de la noche hacia los matorrales unos minutos, y regresas aliviado, con la esperanza de poder cerrar los ojos y darte el lujo de un pestañazo antes que vengan por ustedes. Pero ya son las tres. Una pick up que venía a toda prisa frena espectacularmente frente a la casita y todo el polvo que levanta en la maniobra parece entrar en tus ojos y en tu boca. Quédense ahí que hay policías más adelante, dice el conductor y promete que en tres horas volverá. Qué clase de singao. Para decir esa mierda mejor se hubiera ahorrado el viaje, dice Richard enojado, recién despierto, mientras escupe la tierra y se desempolva los brazos. 

El sujeto cumple su palabra. Regresa sobre las seis de la mañana y les pide que suban a la parte trasera de la pick up. El amanecer los sorprende atravesando senderos de tierra a toda velocidad, casi tirados unos sobre otros. La pequeña ventanilla que da a la cabina del conductor está abierta y por ahí le escuchas hablar con alguien por su teléfono móvil. Manda otro grupo a la casita. Richard también lo oye y hace un cálculo apresurado de la cantidad de dinero que pueden hacer los coyotes en un mes si todos los días fueran como este. Deberíamos dedicarnos a esto, pa’ que sepas. Qué va, dices, no hay dinero que pague este tipo de vida; además, esta gente son una pila, una red de ve tú a saber cuántos, y al final a cada uno seguro le toca una mierda. 

Se detienen frente a una casa pequeña, en lo que parece un pueblucho. Les ordenan entrar y justo en la puerta coinciden con un grupo de ocho migrantes que va de salida y ocupa sus lugares en la camioneta. Una mujer encorvada y arrugada dice bienvenidos y les muestra el único cuarto disponible, donde deberán dormir los seis. Richard te propone llamar a la familia, en Cuba y en Estados Unidos. No quisiera que nos vean sucios y andrajosos, porque se pueden preocupar, dices. Dejas tus cosas en un rincón. Te alivia saber que la habitación, aunque pequeña, cuenta con un aire acondicionado. Oiga, esto tiene mil capas de polvo, suelta Richard. Pero funciona, replica la vieja, a quien tu amigo le da una perorata sobre el calor infernal que han pasado los dos últimos días. La anfitriona sirve luego almuerzo para todos y da permiso para usar la ducha y la lavadora. Te sientes renacido una vez tomas un baño y echas a lavar la ropa sucia y con olor a bosta y sudor de caballo que traías. Ya poco te importa si en la repartición del espacio te toca compartir una cama con dos personas o descansar sobre el piso frío. Llamas a tu esposa para preguntar por los niños y contarle que están en Honduras y que los coyotes son muy eficientes. Te dije que eran buenos, eso me juró una amiga que vino con ellos y cruzó sin problemas, afirma tu primo cuando, minutos más tarde, le cuentas lo mismo.

Pasan dos días más en la casa. Culpas a la ansiedad por no encontrar satisfacción en los almuerzos de la vieja ni en la escapada al puesto de chucherías de enfrente, donde compraste refresco, galletas y confituras. Cuando lleguemos a Estados Unidos y vean que hemos engordado a base de dulcecitos y Coca Cola, no van a creer que somos emigrantes, bromea Richard. 

En la madrugada del tercer día la vieja los despierta. Suben a una camioneta que espera afuera, y en ella son transportados hasta la gasolinera de un pueblo vecino. En ese sitio pasan a la parte trasera de otra pick up, donde ya están otras cuatro personas. Como siempre, el chofer va a toda máquina. El terreno irregular hace dar brincos al auto. Temes caerte y te agarras como puedes a uno de los bordes de metal. Un hormigueo en las piernas te avisa que debes cambiar de posición, pero es casi imposible en medio de este amasijo humano. En cuestión de minutos pierdes toda sensibilidad de las rodillas a los pies. Ninguno de los diez pasajeros habla. No serás tú quien rompa el hielo.  

Una patrulla. Crees que será como la vez anterior; sin embargo, percibes nervios en el chofer mientras avanza hacia los oficiales. ¿Nos bajamos y corremos?, dice Richard, asustado. Esto se fue a la verga, exclama otro de los pasajeros. Respondes que es una estupidez. Tienen metralletas, asere, ¿tú estás loco? Los policías son intimidantes. No sabes por qué carajos llevan pasamontañas, ni por qué uno de ellos se le tira encima al chofer y lo somete. Quietecitos, dice uno de los encapuchados y se coloca al mando de la pick up, mientras el chofer, ahora esposado, es subido a la patrulla. Estos no son policías ni una pinga. ¿Y si son unos narcos de esos?, le susurras a Richard. Sí son policías, maje, pero eso no hace mucha diferencia, contesta un sujeto que está tirado a tu lado.  

Ambos autos se detienen frente a una caseta en el monte; un sitio lúgubre, solitario, lo suficientemente apartado como para que pienses que, de matarlos ahí, nadie escucharía los disparos. El encapuchado que conducía la pick up ordena que se peguen a la pared con las manos en alto y las piernas separadas. Otro hombre palpa los cuerpos y tira al suelo cuanto encuentra en los bolsillos, mientras un tercero revisa las mochilas. Tus piernas tiemblan mientras extraen del pantalón el pasaporte, el teléfono móvil y un pequeño fajo de dólares. Quítense los zapatos y las medias. Todos obedecen, pero ninguno ha escondido dinero ahí. A un viejo le quitan los pantalones a tirones porque han notado un bulto sospechoso. No tiene nada. Vuélvetelos a poner. El que parece el líder del grupo reúne el dinero robado, y ordena al coyote que le ponga en contacto con su jefe. Luego lo escuchas hablar por teléfono. Pide un rescate por ustedes y por el coyote. Parece entenderse con quien sea que tiene la plática. Nosotros los vamos a escoltar hasta la autopista. Agarren sus celulares y sus papeles y suban. ¡Vamos, vamos!, grita y luego ordena quitarle las esposas al chofer. Uno de los policías te devuelve la mochila, el teléfono y el pasaporte; no el dinero. Subes a la camioneta con el resto y ahí permanecen en silencio durante media hora. El supuesto líder recibe una llamada, pero esta vez habla tan bajo que no le puedes escuchar. Si dicen una palabra de esto lo vamos a saber. Entonces los van a entregar a Inmigración y los van a deportar, advierte uno de los encapuchados. 

El chofer conduce la pick up por un trillo hasta llegar a la autopista; ahí se detiene la patrulla que hasta el momento los escoltaba. Me cagoendié, se quedaron con el dinero, le dices malhumorado a Richard. Y yo por poco me cago del susto, pero literal. Un cartel oxidado en la orilla de la carretera da la bienvenida a un sitio llamado Comayagua. Se trata de una pequeña ciudad donde a nadie parece importarle una camioneta sucia que la atraviesa a toda velocidad, cargada de personas que, evidentemente, son extranjeros. 

Paran cerca de un centro comercial donde los esperan cuatro autos pequeños. Realizan el trasbordo y salen de la ciudad en caravana. De camino, Richard recomienda llamar en cuanto puedan para pedir dinero a sus familias en Estados Unidos. Asere, a mí también me jode, pero qué quieres: ¿que no lleguemos vivos?, te dice justo antes de que los autos los dejen en una casa donde los recibe un muchacho que no debe pasar los 30 años. Vengan. Les tenía preparada una comidita. Si quieren usar el baño es en esa puerta, pero cuidado al tirar la cadena. No se me acomoden mucho, eh, que creo que ahorita los recogen, y mañana mismo están en Guatemala. 

***

Escúchenme bien, pendejos. Donde yo entre, entran ustedes, y si me bajo ustedes se bajan, y si me paro, pues ustedes se paran. Pero me caminan como si no se conocieran ni me conocieran a mí. ¿Hablé claro?, dice el guía, un tipo como de 40 años con muy malas pulgas, y ustedes dicen que sí a coro. Salen a la calle como paseantes ocasionales, a unos metros uno del otro, con el guía a la cabeza. Opinas que solo un idiota pensaría que no van juntos. Caminan menos de un kilómetro antes de llegar a una parada de autobuses; toman uno hasta otra parada. Durante la espera del siguiente transporte alguien del grupo sugiere tomarse un tiempo para comer. Todos están de acuerdo, y el guía acepta llevarlos a un puesto de comida con mesitas en la acera que queda justo en frente. En Comayagua recibiste por Western Union un giro de tu primo, y con una pequeña parte de ese dinero Richard y tú ordenan dos platos con pollo frito, papas fritas y ensalada que engullen a toda prisa. 

El recorrido en bus dura varias horas. Transitan una carretera que atraviesa la selva y después bordea montañas hasta casi alcanzar sus cimas, y luego baja y sube otras. Richard parece maravillado por el paisaje; en cambio tú prefieres no mirar por la ventanilla. Temes que observar el abismo que se abre a un lado del camino te provoque mareos y vómitos. Te prometes que para la próxima no comerás tanto antes de viajar. 

El guía ordena bajar del autobús y esconderse detrás de un muro cercano a la parada mientras él vigila no sabes qué. Alrededor hay unas pocas casas y establecimientos muy precarios que dan a la calle. Cuando diga que salgan, salen. Anden natural. Al rato susurra vamos, y lo sigues rumbo a un pequeño autobús. Adentro encuentras poco más de una docena de hombres sentados con mochilas y bolsos sobre las rodillas. ¡Pa’la pinga! Esos negros parecen haitianos, esos de allá seguro son cubanos, ese tiene pinta de salvadoreño, nicaragüense o algo así, esos dos de ahí son árabes y… no jodas, aquellos del fondo parecen chinos. ¡Chinos! Dime tú qué coño hacen estos chinos con unos coyotes en Honduras. Mi hermano, ñooo, esto es una locura, te dice al oído Richard una vez consiguen asiento. Shhhh, habla bajito. Esa gente seguro ni habla español. ¿Y qué? Habla bajito. Pero, dime, ¿no te parece surrealista? Sí, lo es. Antes de partir, el guía sube un momento al autobús para advertirles que, pase lo que pase, no deben asustarse en los retenes. Alguien los espera del otro lado, dice. Luego va hacia tu grupo e indica: siempre que pregunten, excepto si es policía, claro está, mencionar un nombre específico. Sospechas que este nombre pertenece al líder de la red de coyotes que tu primo contrató desde Estados Unidos. 

Durante el viaje pasan dos retenes. En ambas ocasiones sucede lo mismo: un oficial sube al autobús, revisa los documentos de los pasajeros, toma nota en una libretita y se despide cordialmente. La parada final es en un punto desde el cual puedes ver la frontera de Honduras con Guatemala. Se trata de una calle, con garita en un costado, por la que una fila de autos avanza con lentitud. El nuevo guía los intercepta, y ordena que le sigan. Recorren a pie un tramo de árboles y yerba alta. Calculas que pasan unos 25 minutos antes de que alguien anuncie que están en Guatemala. Entonces vuelves la vista y notas que no han hecho más que bordear la garita y su larga fila de autos. Más adelante, en una explanada, encuentran varios vehículos parqueados. Parece una piquera de taxis en Cuba, con sus chóferes fumando despreocupados, las espaldas apoyadas en las carrocerías de los autos, como esperando algo, mientras otros sujetos organizan a los recién llegados. ¿Y tú de quién eres?, te pregunta uno. Repites el nombre que te indicó el guía anterior. Yo igual, dice Richard, que está parado justo detrás. De tu grupo de diez, solo cuatro, cubanos todos, son enviados al interior de una minivan que los lleva hasta un hostal cercano. Allí comparten una misma habitación con dos nicaragüenses y una jovencita que se identifica como «compatriota» tuya. 

A la mañana siguiente otra pick up pasa por ustedes. Deciden que la única mujer del grupo ocupe el asiento del copiloto mientras los demás distribuyen sus cuerpos en la parte trasera. El viaje es largo y solo se detienen en una gasolinera para orinar y reabastecer combustible. ¡Y esto es Tecún Umán, a un saltito nomás de México!, exclama alegre el chofer cuando al fin se detiene la camioneta. Llega la noche y el cielo se cierra de nubes cuando entran en silencio a otro hostal que, aunque muy parecido a los anteriores, por lo menos cuenta con más de una habitación. En los pasillos descubren a varios cubanos que también esperan ser llevados al otro lado de la frontera. Richard dice que reconoce a dos. ¿Del barrio? No, chico, no. Ahora mismo no te puedo decir exactamente de dónde. Pero míralos. Creo que esa gente en Cuba eran opositores, periodistas independientes o algo así. Te juro que me parece haberlos visto en Facebook una pila de veces. Insiste en ir a preguntarles, pero logras que desista. 

Poco después del mediodía otro sujeto los lleva a todos a la orilla del Suchiate, que imaginabas más lejos. Ambas partes del río están repletas de balsas improvisadas, cada una formada por cuatro cámaras de camión infladas, unidas por cuerdas entre ellas y a varios tablones de madera. Subes y cruzas las piernas; te acomodas para que el resto pueda hacer lo mismo y la balsa no se sobrecargue en un solo costado. Un muchacho con el torso desnudo va parado sobre los tablones y usa una vara larga como un gondolero veneciano. Otro jala la balsa con una soga mientras atraviesa lentamente el río, cuyas aguas lo cubren hasta la cintura. La noche cae en un santiamén, justo cuando pones los pies en tierra firme, que en realidad es fango y maleza pantanosa. 

***

Ya es nada más México y ¡tachán!… ¡Estados Unidos!, dice Richard antes de subirse contigo a una moto. El conductor  recomienda agarrarse bien y no poner las piernas donde no deben. No te gusta ser tratado así, como a un imbécil, y quisieras decirle clarito que qué se piensa, que en Cuba también hay motos. Pero no más se suben, tú agarrado a su espalda y Richard del único trozo que no cubren sus nalgas, el hijoeputa arranca a toda velocidad por un trillo oscuro y crees que cualquier piedra los hará saltar por los aires. El viaje es corto e intenso. Lo hiciste con los ojos medio cerrados, temiendo lo peor y cagándote en las madres de los coyotes que pensaron que una moto era lo más indicado para esos caminos. 

El sujeto los deja en un sitio que llaman «casa de espera». Poco después aparecen los otros, también en moto, de dos en dos. Menudo cuchitril. Unas 70 personas están tiradas en edredones sobre el piso de esta casucha, inmóviles, sudados, sucios, hastiados. Luego te enteras que prefieren permanecer así antes que perder su metro de suelo bajo techo y tener que dormir afuera, como les toca a ustedes por ser los últimos en llegar. Agarren esos de allá, les dice un señor, seguramente mexicano, quien parece estar a cargo. El hombre señala unos trapos agujereados que alguna vez fueron blancos. Avanzan hacia ellos entre la masa humana que repta a sus pies; intentan no pisar a alguien, evitar una trifulca. ¿Y dónde nos ponemos, señor? Allá afuerita. Aquí no hay sitio ya.

Esto tiene chinches. ¡Qué asco!, y sacudes el edredón en el patio de tierra. Una vez lo colocas en el suelo, junto al de Richard, empiezas a matar hormigas y bichos minúsculos y saltarines con el índice, pero son tantos que desistes enseguida. Aquí no hay mucho que hacer, así que tírense un rato, les recomienda alguien que asegura llevar ya tres días en ese «infierno». Te acuestas bocarriba. La cabeza sobre la mochila y el cielo sobre tu cabeza. Cierras los ojos y te relajas, como esperando sentir un soplo de brisa que seque el sudor en tu cara. Solo percibes el hedor nauseabundo del montículo de bolsas negras repletas de basura que está a tu lado, el cual puedes tocar con solo estirar un brazo. También hay papeles y paqueticos coloridos de comida chatarra que en ocasiones se arrastran a tu rostro o el de Richard. A la mañana siguiente te levantas con unas ganas tremendas de orinar; aguantas cuanto puedes. Cuando la vejiga parece a punto de reventar es que decides pasar de puntillas entre los que duermen bajo techo para llegar al baño, donde se ha formado una pequeña cola. Mientras evacúas, ves que hay una ducha. ¿Me puedo dar un bañito?, preguntas. Güey, amanecimos sin agua. Dale a la cadena para que veas. En efecto, no hay agua. Pronto el olor de la orina y las heces acumuladas inunda el interior de la casucha y la gente empieza a salir para hacer sus necesidades junto a las paredes externas o entre los matojos. El cruce constante de las ahora casi 90 personas hacinadas en el lugar deja marcas de zapatos sobre tu edredón. Estás tan harto que pudieras pelearte con cualquiera, incluso lo deseas. Hermano, cálmate, no vale la pena, no aquí, dice Richard, y da unas palmaditas sobre tu hombro rígido cuando ya tienes los puños cerrados, listos para romperle la nariz al próximo que pise tu edredón. Ese día traen en la mañana y en la tarde algo de comida: una pequeña porción de arroz duro y medio crudo con algo de carne ripiada encima, que no les quita el hambre. Richard advierte que hay varios de los nuevos compañeros con botellitas de Coca Cola y paquetes de chucherías, sin embargo, por ahora ninguno de los dos tiene apetito. Más tarde averiguarán cómo conseguir esos productos. En la noche, el olor a amoniaco que emana de las paredes te impide dormir. Sientes, además, un ruido persistente de nylons y papeles hacia un costado. Giras el cuerpo y encuentras entre el montículo de basura, mucho más grande que a tu llegada, unas ratas gigantescas removiendo sobras de comida. ¡Chu, chu…!, susurras, y agitas el brazo cerca de ellas, pero los animalejos solo te miran y siguen en lo suyo. Algunos, incluso, de regreso a los matorrales, pasan veloces sobre tus piernas y las de Richard. 

Al tercer día el agua comienza a subir por las tuberías hasta el tanque del techo; luego se desborda y empapa tu edredón y el de otros que duermen fuera de la casa. El mexicano a cargo te explica sonriente que el bajante está roto, pero te da una escoba para que muevas el agua a otro sitio. Además de las ratas, la basura se ha vuelto el hogar de cientos de moscones de un color verde metálico. Ya esto es inhumano de lo cochino que está, exclamas a los cuatro vientos. Junto a otros cinco cubanos convocas al resto para limpiar la casa ahora que hay agua, y para llevar la basura hasta un lugar más lejano. Ni se te ocurra llamarle a esto trabajo voluntario, bromea el comemierda de Richard cuando te ve parado en firme dando órdenes a los demás con un escobillón en la mano. Llegan unos muchachos y reparten la segunda y última comida de la jornada; ustedes piden que anoten un pedido: dos botellas medianas de Coca Cola y unos tamales o cualquier otra cosa con carne, pero sin picante, que ya están bien enterados de que en México todo lleva chile en exceso por más que los lugareños digan nah, solo tantito. Es a cinco dólares la Coca Cola, y Richard responde: Ni hablar. ¿Cómo que cinco dólares? El resto del pedido es aún más caro, pero ya el hambre te tiene con dolor de cabeza y dices: Están apretando, pero está bien. Esa tarde, además, les prometen que se irán de aquí, pero la verdad es que solo recogen a unos 20, lo cual permite al fin dormir bajo techo. 

Al séptimo día se enteran de que todo ese tiempo han estado cerca de una ciudad, si es que se le puede decir así, llamada Hidalgo, y que pronto estarán en Tapachula. Los mandan a ir solos hasta la carretera, donde deberán pedir un taxi rumbo a su nuevo destino. Richard y tú se encabronan con los coyotes, aunque no se atreven a hacerles ver que si les pagan es para que no los dejen solos. El taxi es, en verdad, un colectivo: una Van polvorienta que, ya internada en Tapachula, se abre paso lentamente en la estrechez de las calles tomadas por el comercio informal. Preguntan a los transeúntes cómo llegar a la dirección que llevan anotada en un papelito. Caminan un breve tramo y encuentran la casa. Un hombre pregunta qué buscan. Ustedes solo contestan que pertenecen a… y los dejan pasar. Ese nombre es tu ábrete sésamo, y sospechas que identifica al líder de esta red de coyotes. 

Aunque está en un sitio mucho más céntrico, las condiciones del nuevo lugar no difieren mucho de las encontradas en la «casa de espera». Aquí también la gente duerme hacinada sobre edredones en el suelo, y hay un solo baño con ducha. El drenaje de la bañadera está tupido y en ocasiones del tragante empieza a brotar agua sucia, como de fosa: se inunda hasta la sala. También hay gusanos por doquier, y peste a comida en descomposición. A la mañana siguiente, Richard y tú son elegidos entre quienes irán esa misma tarde rumbo a la Ciudad de México. Son en total casi 20 personas, incluidos los dos tipos que tu amigo identificó como opositores en Cuba. A cada uno le entregan un papel con un código QR: es el certificado de una supuesta cita en el Instituto Nacional de Migración. ¿Pero esto es falso?, pregunta alguien. ¿Qué pasa, carnal? Claro que es real. No más cuídenlo con sus vidas, porque con eso no los pueden parar. Salen juntos a la estación de ómnibus y toman la ruta que les indicaron. Como el coyote advirtió que sería un viaje largo te haces de unas botanas y de una botella plástica de agua en el Oxxo más cercano. En dos ocasiones el autobús es detenido por policías armados que suben y revisan los documentos de los pasajeros. Llevan teléfonos celulares para leer códigos QR. Todos, al parecer, son reales. El tercer retén los sorprende en el Estado de México, a menos de tres horas de la capital. Este es uno grande, dice Richard asomado a la ventanilla. Te inclinas y ves varias patrullas y jeeps y policías y soldados, pero aun así vas confiado. Un par de oficiales suben y obligan a bajar a cada uno de los integrantes de tu grupo. Intentas controlar el movimiento de tu mano nerviosa cuando le extiendes el papel al policía. Durante el viaje leíste en Internet que el día anterior más de un centenar de cubanos fueron deportados en vuelos hacia La Habana. Bájese, te dice muy serio el oficial tras posar su móvil sobre el documento. Usted también, ordena a Richard.