He saltado de la cama a las cinco y cincuenta de la mañana. Después de la tercera pesadilla no tenía mucho sentido insistir con el sueño, ya no lo había. No podía decirse que descansaba. Mi hígado se retorcía desde las tres de la madrugada.
No tengo nada en el hígado, al menos que se sepa. Lo que lo hace arder es mi cabeza. Y a mi cabeza, mis hormonas. Estoy adentro de la semana de terror, desde ayer lo intuía. Me quedé parada entre la barra de la cocina y la sala, haciendo nada, solo pensando en nada y en todo a la vez. La voz de mi hija Marieta se coló y me hizo recordar que puedo y debo volver por ella.
Ahí estoy, sé que tengo que hacer algo medianamente urgente que ya olvidé, o mejor dicho, de golpe perdió importancia y urgencia. En un estado así, las cosas físicas pierden su peso y valor, flotan por igual en una masa densa y transparente. Todo lo que nos ubica y direcciona levanta vuelo. No hay norte o sur, izquierda o derecha. No hay un lugar, no me muevo. Lo que hay alrededor se mueve por mí y hacia mí y lejos de mí.
La semana de terror es la semana previa a caer con la regla. En las tres pesadillas lloraba, y el aire que salía de mi boca, como si mi boca fuera un extintor que intentara apagar el incendio en mi hígado, era seco, falso.
También me duelen las tetas y he ido dos o tres veces al baño. Tengo una ligera pena en los ovarios, algo muy suave, casi placentero, como cuando te orinas y sabes que puedes manejarlo y jugar con esas ganitas.
Lo físico es sabido y llevado, son muchos años de experiencia. Pero el efecto en mi cabeza del síndrome pre menstrual es nuevo. Recuerdo haberlo identificado solo después de parir. Quizá no haya tenido que ver con parir, quizá igual me tocaba por la edad. Tengo 38 años y me parece que una semana antes de caer con la regla pierdo la razón.
Una semana al mes mi vida es una mierda y no hay solución divina, espiritual, psicológica, racional, científica, económica. Es una verdad, una certeza aplastante. Eso es siempre lo que más me asusta, la ausencia de dudas. Cada órgano de mi cuerpo despide la sustancia agridulce del fracaso. Y mi cabeza se llena de ella, como si el departamento de quejas y sugerencias de cualquier empresa telefónica realmente funcionara, ese caos en el que miles y miles de personas histéricas, agotadas, groseras, tóxicas e inseguras llegaran a reclamar ferozmente a una oficina que en realidad es apenas un escritorio donde solo hay una señora de lentes con un lápiz y una hoja.
Pero mi cerebro no es Movistar. Se inmola y recibe quejas del bazo por aguantarme todo el día la pichi; de las rodillas, por las escaleras en el colegio y el tren; de las tetas, porque no aceptan estar caídas y le echan la culpa a la cabeza por llenarme de preocupaciones e impedirme recuperar mi peso; del cabello, que va creciendo y ya otra vez le contagio mi tristeza; del hígado, resentido con mis ojos porque el lagrimal está seco y no produce más.
El lagrimal, apagado, sabe que le he prohibido llorar porque supuestamente no hay tiempo para ello. La última vez sucedió en el tren y fue vergonzoso. Ahora todas las penas pasan directo al hígado y al estómago. Por allá abajo se las arreglarán mejor.
Mi cabeza, que definitivamente es como yo, no alienta a nadie, pide disculpas, le da la razón a todo el mundo, los acompaña en el sentimiento, los comprende. Pero, como todo cliente insatisfecho, lo que aquí se busca es venganza o una solución para ayer. Y bueno, mi cabeza cierra el garito y se larga de vacaciones a la mierda.
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Hoy es lunes y aquí estoy. Ayer caí con la regla. En efecto, se cumplió el pronóstico de la semana pasada. Tengo una idea recurrente. Quiero pedir prisión preventiva para mí misma durante una semana al mes. Quiero que me guarden. Que me quiten la categoría de ciudadana (de pocos derechos) y me sellen en una celda de castigo.
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Debo reconocer que lo he hecho mejor que otras veces. Fui mucho más consciente e hice algo con esa conciencia, que es lo que usualmente dejo en manos de Dios, o sea… Los dos primeros días tomé algunas medidas. Comí cuando tuve hambre, tomé un taxi cuando fui tarde, ignoré a mis estudiantes en su afán de rebeldía sin causa, me desquité y les grité y luego no me sentí culpable. También vi a la persona con la cual estuve durante casi dos años, alguien que había tomado la decisión de que era suficiente.
Salí ilesa, pero ya no tan contenta. Cierta sospecha empezaba a tejerse entre las descargas secretas de mis hormonas y mi cabeza. Correspondencia ilegal y encriptada.
Miércoles.
El jueves lidié muy fuerte con las ganas de hacerme daño. Nada grave, solo ideas de aventar mi cabeza contra la puerta de canto, o arrancarme los cabellos, o simplemente abofetearme. Harta de ser maravillosa, pero insuficiente.
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Hoy es domingo antes de Navidad. Ya no tengo la regla, esta vez duró solo cinco días a los que supe sacarles provecho. Me preparé y tuve el ibuprofeno a mano. Definitivamente no puedo darme el lujo de no tenerlo en la punta de la lengua apenas llega la primera punzada. Las reglas pasadas no lo tenía conmigo y pensé que podría sobrellevar el malestar. Me equivoqué, como casi siempre que armo o pienso un plan.
Sigo rumiando mi idea de familia no trunca, de sostener en el tiempo un casi algo y volverlo elástico, flexible y engañar a todos, incluso a él mismo. Una no relación de no pareja donde, sin embargo, nos acompañemos y nos toquemos y nos besemos y nos entreguemos hasta volvernos piedra.
A veces pienso que su doble y triple negación puede tratarse de un camión de ganas temerosas y, por qué no, también de toneladas de arena artificial para complacer a bañistas de clase media. Pueden ser ambas. El amante demagogo.
Tomé una última mala decisión para cerrar mi ciclo menstrual por todo lo alto. Le propuse a mi amante demagogo, que no quiere una No familia o una NO pareja conmigo, ser solo amantes una vez por semana. Tipo una relación pornográfica. La película… pero evidentemente sin cuarto de hotel, no olvidemos que soy pobre.
Días antes lo había consultado con un par de amigos y ambos, con palabras muy diferentes, denegaron mi propuesta de amante bandida.
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Jueves.
Yo seré una fatal amante bandida, pero terca hasta lo último.
Es mi segundo día de regla y mi cabeza cree que todo está bajo control. Que no me afectarán las señoras que me gritan en el parque, los micros que coquetean con chocarme, los tres soles en mi cuenta de banco y el sol con cincuenta en mi bolsillo. Otra vez me alineo con un eclipse. No bastan los planetas y los signos de fuego, hay que ponerle un poco de rojo viscoso a esto. Me clavo las uñas en los muslos porque el teclado no funciona, porque la vida no funciona, solo las hormonas funcionan.
Tengo miedo de menstruar en este sitio que me ha tocado ocupar y no sé cómo salir de él sin hacer daño.