La mamá de Marieta no tiene por qué ser una sola

    A las 2:45 de la madrugada soñé que el río se desbordaba y formaba un nuevo canal que llegaba hasta mí, hasta mi calzón. Desperté con mi panza de 38 semanas, sin entender la destreza y rapidez que me habitaba. Di un vuelco en la cama para no mojar. Desperté y estaba en cuatro rozando con mi ombligo la sábana blanca de letritas negras. Recordé lo que había anotado mentalmente en la única clase de profilaxis que tomé. «Huele a lejía, el líquido amniótico huele a cloro», me dijo sonriente la enfermera que vino a mi casa. En la taza del baño, olía desesperadamente mi calzón, y sentía que, en efecto, olía a cloro, aunque era débil el olor.

    Le dije a mi compañero, lo desperté. «No, seguramente no es eso, es lo otro que nos dijo la enfermera, el tapón, sigue durmiendo».

    Primer aviso. Si madre hay una sola, por qué lo que siente la madre hasta en su propio cuerpo siempre se cuestiona. Volví a la cama. El río me atravesó, me sorprendió, me regañó por no hacerle caso. Me levanté. Estaba segura de qué se trataba, porque el río comenzó a empujar levemente las paredes que lo contienen.

    Sentí la primera contracción. Acudí a otra nota mental que había rescatado de las palabras de la enfermera. «Tienes alrededor de dos horas para que empiecen las contracciones más fuertes y debas ir al hospital».

    Entonces, no desperté a nadie. Me bañé, me hice dos trenzas, sabía que mi cabello enorme podría desquiciarme en momentos de tensión. Busqué una mochila, metí la ropita que había pensado podría ser útil para ella y otro calzón para mí. Me vestí, escribí un mail, lo desperté, nuevamente.

    «Son las cinco, ya han pasado dos horas. Estoy bien, pero mis contracciones ya son cada cuatro minutos, lo que dijo la enfermera, ¿te acuerdas? Mejor despierta para que te bañes y hagas tus cosas, para irnos a la clínica. Yo ya estoy lista».

    Olivia Manrufo y Marieta / Foto: Cortesía de la autora

    Llegamos a las 6:30 a la recepción de la sala en el cuarto piso. Mis contracciones ahora eran cada dos minutos y duraban medio minuto. Me midieron. Cero de dilatación. A él le dijeron que lo mío sería largo, que quizá, en el mejor de los casos, para la tarde noche estaría «dando a luz».

    Yo no debí haber escuchado aquello. Mis contracciones ahora duraban un minuto y sucedían cada un minuto. Es decir, solo tenía un minuto para respirar, descansar, tomar aire, hablar, tomar agua, pensar.

    Me pusieron un enema. Después de medir la dilatación, yo ni siquiera podía quedarme quieta en la camilla para que me introdujera el laxante con el dedo de látex. Fui al baño, todo era muy extraño, y agresivo, lidiar con contracciones y cagar al mismo tiempo se sentía como un tiroteo en medio de una fiesta. Salí del baño, no ensucié su piso impecable, que era todo el sentido de ponerme semejante cosa en ese momento.

    «Pero quédate quieta, acuéstate en la camilla, debes acostarte y relajarte».

    La voz, la que me puso el enema, era una de esas voces irritantes de directora infeliz de colegio. No le respondí y me miré por dentro y me grité por dentro.

    «Está bien, sé lo que están haciendo, yo he leído un libro, sé lo que hacen malditos miserables capitalistas con bata blanca, todo por un rey pervertido, yo sé lo que nos han quitado, lo siento ahora, pero yo voy a marcar el ritmo y voy a buscar mi orgasmo».

    Había leído un libro con una dedicación rara en mí. Ese libro fue algo importante en mi embarazo, yo también fui una embarazada feliz y creí, como decía en el libro, por experiencias de las doulas, que el parto podría ser el mejor orgasmo de la vida, y mientras lo leía lo podía sentir, todo tenía una lógica que venía no del libro, sino del propio cuerpo.

    Ahora entiendo que irremediablemente había renunciado a mi orgasmo desde el momento en que puse un pie en una clínica para parir.

    ***

    Ocho de la mañana. Hay reunión de cambio de turno de las enfermeras en el pasillo. Me doy el gusto de pasar por entre ellas gateando, rugiendo.

    Me vuelven a medir.

    «Escúchame, no puedes pujar, sólo tienes cuatro de dilatación, vas rápido, pero no puedes pujar».

    Siempre he sido ejemplo de obediencia. Sabía que esto no era del todo cierto, que no debía aguantar el pujo, que el pujo no era malo, que la orden de aguantarlo era solo una medida estándar para el óptimo funcionamiento médico, es decir, de los médicos. Pero obedecí y aguanté, una vez más, lo inaguantable.

    El doctor era un hombre gordito, blanco, tierno y duro en su vejez. Por suerte, ambos estábamos claros de que él solo estaba ahí para cobrarme por sus títulos y su reputación. El trabajo y el dolor lo aportaría yo.

    «En el grado de dolor en el que ella está ahora, la mayoría pide su segunda epidural».

    Este sabio comentario le hizo el doctor en la salita de espera a mi compañero. Yo dejé de rugir por un segundo para poder entender y sopesar que efectivamente, no llegaría a las siete de la noche, ni a las cinco de la tarde, ni a las tres, ni a las doce.

    Son las diez de la mañana, estoy agotada de aguantar el pujo, agotada de recorrer los pasillos gritando, gateando, agotada de arrastrarme por las paredes cada un minuto. Si una hora tiene 60 minutos, entonces son 30 contracciones por hora. Si llevo cuatro horas en esto, ¿durante cuántos minutos he sentido que mis caderas se abren como si las atravesara una montaña? No lo sé, soy muy mala con las cuentas, pero el resultado es uno y es que ya no puedo más.

    «Chinito, dile a alguien que venga a verme, a medirme, ya no puedo más».

    Tres minutos más tarde, la enfermera se asusta entre mis piernas. Por primero vez escucho cómo late un corazón detrás de su uniforme.

    «Llamen al doctor, que baje rápido, ya está, ya está».

    Me llevaron a la sala y me dijeron asustadas: «¡No puedes estar de pie, se te va a salir y se va a caer al piso, ahora tienes que estar acostada!»

    Sentí, en ese momento, que esta era su pequeña venganza por no haberme «portado bien». De pronto aparecieron gente con batas, que me obligaban a poner los pies en los bordes de la camilla. Yo me resistía porque no quería quitar mis pies de la tierra, hasta ahora la posición que me llevaba al dolor era esta, de rodillas o en «cuatro patas», así como paren las jirafas, las yeguas, con las palmas de mis manos en la tierra, con mis rodillas en la tierra, mis empeines en la tierra. La fuerza de gravedad me aliviaba, me ayudaba a entender el propósito de mi cuerpo abriéndose. Lo sentía aterrador y hermoso, terriblemente natural. Y eso me quitaron, me desconectaron de ella, a pesar de que no había tierra sino un piso de granito frío, de loza fría, inmaculada y alcoholizada.

    Quizá recordé o tuve la sensación de cada una de las veces que me llevaron con engaños al médico, jurándome que solo sería un aerosol, y de pronto ya tenía el frío del algodón suspirando en la nalga, previendo el hincón de la rapilenta. Otra vez tenía seis, siete, ocho años y reclamaba casi sin fuerzas, casi llorando: «No, eso no fue lo que me dijeron, esta camilla no es la que yo quiero». Pensaba: «No, no puedo así, yo quiero tener los pies en el piso, yo no sabía, yo quiero así».  Mientras, las enfermeras me asustaban con la posibilidad de que Marieta cayera al piso si yo no obedecía.

    Llegó el doctor.

    —Esto es así, este pie aquí y este aquí —manipulaba tiernamente mis tobillos.

    —Pero esto no es, yo no. Ok, está bien.

    ¿Y si estoy demorando su salida, y si la estoy haciendo sufrir en este momento por querer parir como yo siento que debo, y si no es lo que siento, y si es solo mi lado terco, mi berrinche porque me cambien los planes? Entonces perdí de vista mis pies y obedecí.

    —Ahora puja —me dijo una enfermera metiendo su brazo entre mis tetas y mi panza.

    Me tomó por sorpresa su ímpetu, la miré extrañada, tuve ganas de reírme. Todo lo que yo venía haciendo ella ahora me lo gritaba, me lo exigía. Me perdí en este pensamiento, y de pronto mi cuerpo fue abandonado por cualquier fuerza, impulso, empuje. Pujaba, sí, pero como cuando se hace un mal chiste. Estaba agotada de parir mientras nadie me prestaba atención, yo llevaba pariendo desde el amanecer.

    Primer intento.

    —Si me dejas hacerte un minúsculo corte, es solo un punto, no más, te lo aseguro, ella sale —dijo el dictor.

    —No.

    Seguimos. El doctor se refería a la episiotomía, que habíamos acordado no sería una posibilidad si no fuera estrictamente necesario.

    —Puja, respira. Puja, respira. No grites, pierdes la fuerza. ¡Puja, ahora! —la enfermera.

    Segundo intento.

    —Es solo una cosa de nada, no te va a doler, te pongo anestesia local, un cortecito diminuto y sale. Ella ya está ahí.

    —No.

    Seguimos.

    ¿Por qué no puedo gritar? Será verdad que pierdo la fuerza, pero fueron ellos quienes me llevaron hasta aquí. Cuando una hace caca y aguanta mucho, a veces simplemente se pasa, y después, sentada en la taza, no sale nada. Me interrumpe nuevamente el doctor. Tercer intento.

    —Piénsalo, es tu decisión, yo no haré nada, pero si me das permiso te juro que va a salir inmediatamente, y terminamos, y tienes a tu bebé contigo en menos de un pestañazo.

    —No.

    ¿Será que podré? Quizá estoy siendo egoísta, haciendo que todos esperen a que mi vagina dilate medio centímetro más, que mis fuerzas crezcan y conduzcan bien a la niña. ¿Y si no puedo, y si ella está padeciendo en la oscuridad, que ya no es ese lugar cómodo y confortable en el que estaba hace unas horas? Suena espantosa la idea de quedarse en medio de un túnel que no te deja retroceder ni avanzar.

    Cuarto intento.

    — Si me dejas…

    —Está bien, sí, hazlo.

    Pestañeé y salió, tranquila, sin llanto, y me miró con el ceño fruncido, pero no molesta, sino curiosa.

    Yo escuché dentro de mi cabeza cómo me decía: «Ah, ¿eres tú? ¿Quién tú eres?»

    «Sí, bebita, soy yo, lo siento. Ya estás de este lado. Perdí las fuerzas y me dejé llevar por las personas de bata blanca, que ya te están haciendo llorar para comprobar si tienes vagina o pene. Pero vas a ver, ahora que estés en mis brazos, vamos a hacer las cosas a nuestras maneras, y vamos a estar bien.

    A las diez y diez de la mañana se movieron varias placas tectónicas dentro de mí, y no por el peso que atravesó mis caderas, sino por entender entre pujo y pujo cómo la palabra, el pensamiento, el deseo de una mujer se ubica siempre en el terreno de lo cuestionable, por no decir que, en realidad, todo eso vive en el absoluto destierro de lo que se ignora. La voluntad de las mujeres permanece en un exilio eterno.

    Nada de lo anterior me hace la mamá de Marieta. Nada de eso me hace madre, mucho menos me hace la mamá de Marieta.

    ***

    Despertamos a las 7:37 AM.

    —Mamá, necesito que subas.

    —Voy, mi tigrita.

    —O, si quieres, puedes quedarte allá abajo.

    —¿Sí? ¿Y tú qué vas a hacer?

    —Voy a hacer caca en mi pañal.

    Olivia Manrufo y Marieta / Foto: Cortesía de la autora

    Madre es cualquiera que haya recibido esa noche, o en medio de la mañana, un sobre por debajo de su puerta con el siguiente mensaje: «Usted la ha cagado».

    Yo lo recibí quizá en la segunda semana después de parir a Marieta. Llevaba todos aquellos días sin poder pararme del sofá, o de la cama, o de la silla, con ella en los brazos, durmiendo o lactando. El sofá estaba tan cómodo que le habíamos puesto hasta nombre. Sentada ahí me ahogué con una sensación reveladora.

    No se sabe por cuánto tiempo, pero no podrás pararte de este mueble, o de alguna superficie cómoda, o plana o rugosa para hacer/ser nada. No comerás toda tu comida sin escuchar al menos dos veces: «¿Ya terminaste?» Aunque se puede ver perfectamente que tu plato anda por la mitad. Entonces llega el consejo: «Debes comer más rápido». No te bañarás sin escuchar al menos tres veces: «¿Cuánto te falta?», seguido del consejo: «Debes hacerlo más rápido». No cagarás sin escuchar al menos una vez: «¿Te falta mucho?», seguido del consejo que ya se puede intuir.

    El remate de la revelación llega cuando, entre sonrisas, como quien percibe un chiste realmente gracioso, te dicen: «Así es, así será por un tiempo, es el precio de ser mamá y tener la teta».

    Ser madre es darse cuenta justamente de que «así no es», así no tiene por qué ser. Que todas las ficciones plagadas de un misticismo aterrador, atribuidas a los vínculos entre madre e hijxs, son construidas con el único propósito de esclavizar a la única persona que ha recibido la notificación en el sobre.

    Hay un ser más en este mundo, que late y caga y babea. Y es usted la persona responsable por elle. No dueño. Esa persona no le pertenece, tal como el sistema le hace creer luego de entregarle mil herramientas para oprimir, irrespetar, violar y básicamente convertirte en un vil dictadorx con sus hjixs. Pero sí es usted la persona primera y última.  Es decir, si usted mira para el costado, el bebé puede morir; si usted se queda dormidx, el bebé puede morir; si usted no lo alimenta, el bebé puede morir; si usted no le abraza, el bebé puede morir; si usted no le limpia, el bebé puede morir; si usted no le da calor con su pecho, el bebé puede morir. Hay muchas formas de morir. Si usted no está ahí para elle, el bebé es muy probable que no sobreviva. Usted debe asumir que ha concebido y/o creado la razón por la que usted también puede morir, si no asume esa responsabilidad.

    Poco me importa que las horas del día pasen, que los días de la semana tengan nombres diferentes y se les atribuya ocupaciones diferentes. Yo estaré aquí sentada en este sofá por no se sabe cuánto tiempo. Asumir, entender, aceptar esto, mirando ahora de frente al sistema que me ha puesto en medio de una soledad completamente absurda, que me diseña para parir y no para maternar, que me abandona y me quita el tiempo para criar al bebé, y desprecia las herramientas que tengo a mi alcance, que son el cuidado y el amor.

    Que impone igualmente el concepto de que madre hay una sola y al mismo tiempo arroja a la madre a la desolación de cargar con una enorme roca de prejuicios, normas de consumo y etiquetas morales, convenciones que solo te ponen en cuatro para el mejor funcionamiento del propio sistema y te alejan de poder entender y respetar a la persona que crece en tu regazo.

    Tragar en seco esta bola amarga y, al mismo tiempo, ver a la criatura que ya comienza a sonreírme, me hace la mamá de Marieta.

    ***

    También me hace su mamá querer escribir un libro sobre nuestras batallas libradas en el parque para que nadie toque o mueva los caracoles de su sitio, y no tener tiempo para otra cosa porque hay que contar caracoles en el parque, divertirse mientras los observamos sin interrumpir su camino, y luego contenerla para que no se pelee con lxs niñxs cuando agarran los caracoles como si fueran plastilina.

    Me hace su mamá querer escribir una historia sobre la niña que vivía debajo, al derecho y en paralelo al parque y que subía los martes a abrazar a los árboles en los que vivían sus seres queridos y ya muertos. A su vez, no poder escribirlo porque, cuando sí tengo tiempo para hacerlo, me quedo rizándome el rizo, viendo por una ventana, viendo el granito de arroz en la meseta de la cocina, viendo la rajadura del techo de la habitación que parece un pez.

    Me hace su mamá haber lidiado con una profunda tristeza cuando le canto «Canción para bañar la Luna» de María Elena Walsh. Sentir que, al terminar la canción, el vacío amenaza con comerme y desaparecer, y desear desaparecerme en él, y también querer arrancarme la piel por tener este pensamiento, lo que significaría no estar ahí para ella. Ella, que tiene a la mamá más deprimida, huesuda y desequilibrada, y que ve en mí la alegría. No sé si yo la provoco en ella, o ella la provoca para sí misma y me contagia a mí.

    No, no sería honesto decir que me la contagia a mí, pero sí me mantiene lo suficientemente lejos del vacío como para quedarme con ella y no escaparme con él. A veces, pienso, ella me hace pensar que parí la felicidad. Que dentro de mi cuerpo había ya tan poquita que se concentró en ella, y cuando la parí a ella, parí mi felicidad, y ahora ya no está dentro, ahora vomita, me chupa la teta, sonríe, hace caca, gatea, salta con dos pies, salta con un pie, corre y cuenta historias y es la persona viva que en sus cuatro años más me ha dicho que me ama. Es más, no recuerdo haberle enseñado yo estas palabras, siento que ella ha dicho «la frase» primero que yo a ella.

    Soy la mamá de Marieta porque he sobrevivido a la madre de Marieta, no por un vínculo divino que me ha costado años sin dormir, cagar, bañar, comer, o simplemente ser de la manera que mi cuerpo demandaba. He trabajado y reflexionado mucho para serlo. Soy la mamá de Marieta porque he puesto mi cuerpo, mis ilusiones, mis necesidades fisiológicas a un costado. Mientras la notificación de otrxs puede traspapelarse y retrasar su llegada, solo yo estuve para ella. Soy su mamá por que trabajo el día entero sin recibir un céntimo a cambio, es más, a cambio se encuentra el empobrecimiento, la desaparición de oportunidades.

    Esperé pacientemente, y con mi fe intermitente inexistente e inventada, el momento en que finalmente el papá de Marieta se convirtió también en la mamá de Marieta. Quisiera que en su camino encontrara siempre diferentes tipos de mamás, amigxs mamás, hijxs mamás, mamás hijxs, amantes mamás. Una ruta en la que la madre es aquella persona dispuesta a buscar mil maneras de empatizar contigo.

    Soy la mamá de Marieta porque me he desvelado medias noches, pensando, buscando nuevas formas para atravesar la separación entre su padre y yo, sin mencionar o definir algo que para ella todavía, y ojalá así se mantuviera, no tiene relevancia. Marieta todavía no ha aprendido nada de aquello que el triste orden binario impone. No sabe lo que es una pareja, lo que es dejar de serla. Solo sabe lo que siente, y siente que su papá y yo la amamos de todas las formas y colores y sabores posibles e inventados. ¿Qué es lo que debo decir entonces para que esto, que es lo único que importa, permanezca así?

    La última vez me acompañó a ver un alquiler. Me preguntó adónde íbamos y le dije con una risa nerviosa: «Merietuki, vamos a ver una casa, te gustaría tener dos casas?» Me respondió rotundamente que no. Pasaron varias noches en que ese «no» chocaba con las paredes de mi cerebro como perro con pereza.

    —Chicuela —le digo mientras recolectamos semillitas en el parque de arena—, ¿sabes qué?, yo quiero tener un nuevo espacio, yo quiero tener un espacio donde pueda tener mis cosas, donde pueda trabajar, donde podamos tener una cama, donde también, y si quieres, puedas llevar las tuyas.

    —¿Y yo puedo estar ahí contigo?

    —Claro, el tiempo que quieras, y también con papá en el espacio de papá.

    —¿Y papá también va a ir a ese espacio tuyo?

    —Sí, cuando él quiera también puede ir. Pero a papá le gusta tener también su propio espacio, este que tiene ahora es pequeño, por eso es mejor si tenemos cada uno el suyo. Y tú podrás estar en el de papá, y en el mío, y yo en el de papá a veces, y papá en el nuestro otras veces.

    No pensé que esto que le decía, mientras hacíamos cuevitas en la arena para esconder las semillitas rojas y verde y amarillas, fuera a funcionar como lo hizo. Pensé que quizá necesitaría otras intervenciones y no fue así. Marieta, a partir de ese momento, le contó a su papá en el almuerzo ese día, luego le contó a cada niña, niño conocido desconocida que se encontrara en el parque: «Yo voy a tener un espacio nuevo con mi mamá, y también está el espacio de mi papá. Pero el de mi mamá es nuevo y lo vamos a buscar».

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    3 COMENTARIOS

    1. No he terminado de leer, aún estoy contigo en la clínica, pero tengo que parar y mandarte un abrazo. Esa clínica donde nació Marieta, como tantas en el mundo, duele. Pero hay otras clínicas y otrxs médicxs obstetras en el mundo, además de otras instituciones como «casas de parto» o la posibilidad de parir en casa. Aquí donde vivo las hay. Incluso en la clínica, son las parteras quienes te acompañan todo el tiempo, a no ser que noten que efectivamente necesitan acompañamiento o intervención médica. Y tanto las parteras como lxs médicos, dado el caso, consultan con una cada paso, cada decisión, te informan lo que ven, lo que saben, te preguntan lo que sientes, lo que sabes tú, y te dejan elegir cómo quieres parir. Es bueno saber que eso es posible, contarlo, para que más de nosotras lo busquemos y exijamos. Te abrazo de nuevo Olivia, nos abrazo.

    2. La belleza ♥️♥️♥️

      “ No, no sería honesto decir que me la contagia a mí, pero sí me mantiene lo suficientemente lejos del vacío como para quedarme con ella y no escaparme con él. A veces, pienso, ella me hace pensar que parí la felicidad.”

    3. Abrazo querida Olivia. Ya estas del otro lado, abrazada a tu semilla. Los cuerpos conservaran las historias, pero el espiritu renace con las sonrisas de Marieta.

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