Hace más de dos horas que Riguito terminó sus clases de octavo grado. Normalmente el timbre del último turno de la sección de la tarde en su escuela secundaria básica en la Habana Vieja suena alrededor de las 5:45pm, pero hoy desde las 5:00pm ya Riguito está en la calle.
No sabe por qué su profesor de Matemáticas de 59 años dictó la tarea al inicio del turno –dos problemas de ecuaciones–, cuando siempre lo hace al final, pasado el tiempo establecido. Luego, el profesor repasó brevemente el contenido de la clase anterior y les dijo que ya estaba bien, que se podían levantar e irse en silencio.
Unos minutos más tarde, Riguito dejó su mochila en la acera, se remangó el pantalón amarillo del uniforme de la secundaria básica en Cuba, se quitó la camisa y en las cuatro esquinas de su barrio se puso a cubrir la tercera base de un juego a “la manito”, versión reducida y callejera del béisbol que consiste en golpear a mano limpia una pelota de tenis rapada o, en el mejor de los casos, una bola de frontenis.
Ernesto, zurdo, cuatro años mayor que Riguito, amagó con batear por segunda y le pegó fuerte hacia tercera. La bola dio con un adoquín de la calle y se incrustó en el rostro de Riguito, quien, flaco y demasiado pequeño, se olvidó de la pelota y del juego y le fue encima a Ernesto, gordo y más alto. Segundos después, ambos estaban enredados a golpes y escupitajos justo en la puerta del solar de Rodolfo.
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Rodolfo tiene 64 años que no aparenta y en su barrio todos los vecinos lo santifican. Si algún extraño como yo llega averiguando por él, te detienen y te preguntan quién eres, qué quieres y de dónde eres. Aclarado el interrogatorio, puedes conocerlo, porque Rodolfo lo escuchó todo, porque percibió tu miedo o tu ingenuidad, te vio desde que asomaste en su cuadra y sin saberlo le pasaste por el lado repasando en la mente lo que tienes que decir. Rodolfo a toda hora juega dominó en la esquina en compañía de una cerveza o un trago de ron.
Lleva un jeans bruscamente ripiado en las rodillas, unas zapatillas deportivas y un pulóver bien ajustado al cuerpo. Una inmensa barriga cae sobre su cintura y tapa hebilla del cinto. Su casa queda al fondo del primer piso del solar, pero Rodolfo es el dueño de la azotea y, aunque los vecinos pueden subir y tender ropas al sol o tomarse un trago de ron viendo la Alameda de Paula y el mar oscuro de la Bahía de La Habana, todos saben que la azotea es para el negocio de Rodolfo.
En el segundo piso, viven sus dos hijos más pequeños. Uno tiene 14 años y el otro 15, pero no viven juntos, son hijos de madres distintas, así como sus otros dos hermanos –de 26 y 29– que no viven en el solar. Todos los días, en una mesa que hay debajo de un toldo en la azotea, Rodolfo almuerza con sus dos novias –una de 23 y la otra de 25– y sus cuatro hijos de sus cuatro relaciones anteriores.
Rodolfo nació en 1953, en el mismo lugar donde hoy duerme. Entonces era el cuarto de criados de un enorme domicilio que pertenecía a la adinerada familia Gutiérrez González. Sus padres eran los sirvientes. Los Gutiérrez González tenían tres tintorerías, dos restaurantes y algo más que Rodolfo no logra recordar. En enero de 1960, unos pocos días después de cumplirse el primer aniversario de la entrada de Fidel Castro y los barbudos a La Habana, los González Gutiérrez decidieron marcharse por un tiempo a Miami porque no veían con buenos ojos lo que ocurría en el país. Pretendían valorar desde la distancia la situación y determinar qué hacer.
Mientras tanto, los padres de Rodolfo quedaron al frente de la casa, pero unos meses más tarde la familia fue acusada de contrarrevolucionaria por visitar asiduamente los Estados Unidos y los Gutiérrez González se tuvieron que exiliar. Todos sus bienes fueron incautados, salvo el cuarto de los criados, que permaneció en poder de los padres de Rodolfo.
La vivienda de tres plantas y diez cuartos de los Gutiérrez González pronto se convirtió en lo que es hoy: un solar apestoso y derruido, oscuro y mugriento, apuntalado por grandes vigas de madera maciza que sostienen por unos años más las columnas y paredes de peso de los 47 cuartuchos surgidos del ingenio y la necesidad de sus nuevos moradores.
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El negocio de Rodolfo es muy sencillo: una antena parabólica ilegal que esconde en algún lugar de la azotea, o bien en un tanque azul de tapa negra detrás de unos sacos de escombros, o en un pequeño cuartico de dos metros cuadrados, o entre las botellas de cristal vacías colocadas en orden al fondo de la placa. El lugar preciso nadie lo sabe, solo Rodolfo y sus dos hijos mayores.
El solar, y la inmensa mayoría de las casas del barrio, incluyendo las de los miembros de las Fuerzas Armadas Revolucionarias (FAR), del Ministerio del Interior (MININT) y del Partido Comunista de Cuba (PCC), están conectadas por 10 CUC mensuales a la antena parabólica de Rodolfo a través de un cable que va de azotea en azotea y que capta la señal satelital. La parrilla de transmisión la eligen Rodolfo y sus hijos, y esta se reduce básicamente a los noticieros informativos del sur de la Florida, shows latinos de entretenimiento, películas, novelas y mucho deporte.
El deporte es el plato fuerte y Rodolfo tiene preparada la azotea para aquellos que no paguen la cuota mensual establecida y les interese seguir en vivo algún evento en particular, ya sea cualquier partido de fútbol de las variopintas ligas europeas, la Champions League o algún encuentro de la National Basketball Association (NBA) o la Major League Baseball (MLB). La entrada cuesta un CUC.
Rodolfo y sus hijos no se molestan porque la gente beba ron o lleve un pozuelo con comida. Si la azotea se llena de rostros extraños como las gradas de un estadio, ellos solo aclaran que tengan cuidado al bajar las escaleras y que no se peguen al borde porque la placa está en mal estado y en cualquier momento se puede desplomar.
Para llegar a la azotea del solar hay que pasar por un pasillo estrecho con moho en las paredes y treparse al vértigo de una añeja y oxidada escalera de hierro en forma de caracol. Cada escalón chirría y hay algunos descansos que no existen. La azotea, en cambio, es un lugar plácido. El aire corre con furia y te pega sin clemencia en la cara. Afuera, la típica postal de La Habana que exhiben las malas películas y los videos musicales de pésimo gusto: edificios amontonados que luchan por no volverse escombros, niños que retozan en sus palomares, el mar que bordea la ciudad, la cúpula renovada del Capitolio.
Hay en total ocho asientos para los clientes: una caja plástica de litros de leche, tres sillas metálicas, un silloncito de madera para niños, un sillón de metal y otro de madera y el tronco de un árbol que ahora es un banco en el que caben tres personas con las piernas bien recogidas. El resto tiene que sentarse en el suelo o traer su propio asiento desde su casa.
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A comienzos de octubre, cuando arrancó la postemporada en las Grandes Ligas y los fanáticos se percataron de que en cada uno de los principales equipos contendientes al título había por lo menos un cubano como protagonista, Rodolfo y sus hijos le pidieron prestado a Celia, la recién electa presidenta del Comité de Defensa de la Revolución (CDR), una bandera nacional con la justificación de utilizarla en el estadio Latinoamericano durante los juegos de Industriales y la colocaron en la pared frente a la entrada de la azotea. Debajo, en una cartulina escribieron a mano el lema de la MLB: “I live for this”.
“Este es el mejor béisbol del mundo y hay un cubano por cada lado, estamos orgullosos de verlos ahí”, dice Yandry, uno de los hijos de Rodolfo, mientras acomoda encima de una mesa de madera el televisor LCD de su casa, una rareza, un refuerzo por orden de su padre, pues dice Rodolfo que para el último juego de la World Series entre los Astros de Houston de Yuly Gurriel y los Dodgers de Los Ángeles de Yasiel Puig vendrán más personas que de costumbre y por eso no bastará con el televisor Sanyo de 27 pulgadas que descansa en una base metálica y el antediluviano televisor Caribe colocado en una esquina de la azotea.
Media hora antes del partido, el chirrido insoportable de la escalera oxidada no cesa. En la entrada del solar, Rodolfo impone respeto con unos de sus hijos. Todos pasan y lo saludan. Arriba, en la punta de la escalera, Yandry recoge el dinero de la entrada y lo guarda en una caja pequeña de madera.
Un grupo de tres señores, sentados delante, en el suelo, comentan sobre la Serie Nacional. Uno de ellos lleva consigo la edición de hoy, 1ro de noviembre de 2017, del periódico Granma, dedicada casi por completo a la votación efectuada en las Naciones Unidas contra el bloqueo económico y financiero que Estados Unidos le impuso a Cuba desde 1962.
Los señores van directo a la página deportiva y dialogan sobre la tabla de posiciones y el último chisme de casa: la sanción por tres partidos que le han impuesto a Víctor Mesa, vilipendiado manager de Industriales. Para sorpresa de todos, unos días antes este mismo diario publicó por primera vez un comentario explícito sobre el rendimiento de los peloteros cubanos que militan en la MLB. Un hecho inaudito dentro de la desprestigiada prensa oficial que, tras décadas de censura de las Grandes Ligas, auguró también la transmisión de la World Series por la televisión estatal con un día de retraso, aun cuando interviniesen en ella peloteros cubanos anteriormente calificados como “desertores” y “traidores”.
Sin embargo, en la azotea de Rodolfo el play ball de cada juego final llegó en hora, y hoy se decide el campeón.
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A las 8:20 de la última noche de la temporada 2017 en la MLB, el Dodger Stadium de Los Ángeles, California, está a punto de reventar, con sus 56 000 butacas vendidas a pesar de los precios exorbitantes. A esa misma hora, en el corazón de La Habana, Rodolfo luce un tanto desconcertado. Dice que nunca antes su azotea había estado tan llena. No teme, como pudiera pensarse, porque alguna jugada desate el bullicio y la policía, avisada, llegue de manera intempestiva y acabe con su negocio y con la felicidad de los aficionados, sino porque la azotea se desplome y los 78 espectadores –contados a dedo– caigan de golpe sobre el solar.
Hay gente incluso en los bordes. Hay humo de cigarro y un hedor insoportable, como si estuviéramos en una discoteca de tercera. La gente bebe ron y habla sin parar, se pasan las botellas de mano en mano y se empinan de boca en boca. La afición se divide en dos: los que apoyan a Yuly Gurriel y los que lo odian. Yasiel Puig parece que da igual, les interesa su actuación por la sencilla razón de que es cubano, pero en el fondo el cienfueguero pasa de largo, al menos aquí.
En el tercer inning del partido los Dodgers están debajo en el marcador y es el turno de Yasiel Puig. Hay corredores en primera y segunda, el cienfueguero tiene la oportunidad de acercar a su equipo y apretar la pizarra. Puig se mete rápidamente en dos strikes, conecta foul. Sabe que eran lanzamientos buenos, en zona, que él, un caníbal de los pitcheos rápidos, normalmente no deja escapar.
Pide tiempo y sale del home plate, intenta morder el bate, le pasa la lengua, un nuevo gesto incorporado a su repertorio de excentricidades. El próximo lanzamiento es una bola rompiente que no logra conectar con solidez. Eleva a los jardines, lo dominan.
“Camina, pollo, que el agua está hirviendo”, le grita un fanático que mordisquea la esquina de una cajita de ron “Planchao”. A su lado, hay un hombre solitario, sentado encima de una silla de metal pequeña. Un rato más tarde llegó hasta él para soltarle algunas preguntas, porque es una de las pocas personas que a lo largo de las cuatro horas del partido no ha bebido una gota de ron.
Se llama Edercio, tiene 59 años, y es profesor de octavo grado de Matemáticas en una escuela secundaria básica que hay cerca de la cervecería donde Barack Obama conversó con los emprendedores cubanos en marzo de 2016.
La última jugada del partido es una rodada inofensiva a la segunda base. El pequeño venezolano José Altuve fildea y completa el out en primera con Gurriel, quien se guarda la pelota en un bolsillo. Parece un gran souvenir. Este ha sido su año de novato y, desde luego, su primera Serie Mundial.
La cámara enfoca también a Yasiel Puig, destrozado en su clubhouse. En el box, Gurriel celebra con sus compañeros y saca a pasear la bandera cubana.
A esa hora, en la azotea de Rodolfo alguien, eufórico, grita: “Ahora, que estamos en elecciones, vamos a nominarlo para presidente”.